O lo que es lo mismo, la psiquiatría al servicio de la intolerancia, de la tiranía y de la sinrazón. Porque, lo que algunos llaman moral y razón, no es más que el siniestro escaparate verbal que esconde en realidad el ansia de imponer la propia sinrazón sobre la cordura de los otros.
La mente es el principal instrumento que tiene el ser humano de aprender la realidad. Es la herramienta principal que sirve para aliarse con la vida, para entender el mundo, a uno mismo y a los demás. Es en la mente en donde se construye la libertad, la solidaridad, el coraje, la fuerza y también, por el contrario, el miedo, la culpa, la debilidad y la sumusión. Nuestra mente es nuestra fábrica de ideas, y, por tanto, de emociones; y dominar la mente de los otros es, por tanto, controlar lo que sienten y cómo actúan; es decir, es dominar el mundo.
De ahí que sea importante para los dictadores y los tiranos el poner a la ciencia que estudia la mente humana al servicio de sus intereses. La alemania nazi asesinó en las cámaras de gas a más de 300.000 enfermos mentales con el argumento de que la enfermedad mental era hereditaria y contaminaba la pureza de la raza aria. Tamaña barbaridad fue posible, paradójicamente, gracias al sometimiento de un enajenado mental, Adolph Hitler, a unos preceptos ideológicos fascistas, racistas, y desalmados.
La psiquiatría de la España de Franco no quedó atrás en esperpentos y atrocidades. Psiquiatras siniestros que sirvieron al franquismo, como López Ibor, Vallejo-Nájera o Marco Merenciano, dedicaron su vida profesional a hacerse un hueco de honor en el catálogo de las mayores atrocidades imaginables. Encerraban en manicomios a los homosexuales, a quienes trataban de enfermos mentales graves, tildaban de locos a los republicanos y gentes de izquierda, empleaban técnicas de tortura y adoctrinamiento fascista y religioso con los enfermos, utilizaban el electrochoque y la neurocirugía más agresiva para eliminar de sus mentes las “peligrosas” ideas de libertad, democracia e igualdad.
En definitiva, el dictador y sus “consejeros espirituales” convirtieron a la psiquiatría en España en otra herramienta más de exterminio ideológico y de depuración de la España católica e inquisitorial que pretendieron.
Y, aunque parezcan tiempos lejanos, existen algunos psiquiatras en la actualidad que pueden recordarnos aquellos tiempos macabros en que una ciencia, que debería ser aséptica y al servicio de la salud y el bienestar de los ciudadanos, se convirtió en una herramienta más de coacción y terror ideológico y religioso. Me refiero al psiquiatra forense José Cabrera, quien en los últimos días ha atacado las nuevas técnicas de reproducción asistida asegurando que “los niños in vitro sufren una depresión permanente por el modo de haber sido concebidos, ausente el acto de amor que sería propio”.
Son palabras que no parecen provenir de un profesional de la ciencia médica, sino de un antiguo predicador de una moral estúpida y trasnochada al servicio de los intereses de los que no quieren que la humanidad progrese y sea más feliz. Son palabras que parecen provenir de una persona que antepone sus prejuicios religiosos al avance científico.
Independientemente de las creencias personales que cada profesional de la medicina profese, existe un código moral universal y deontológico por el que debería ser su deber inalienable velar por la ética humana en su actividad, y no por ninguna moralina insana producto de sus personales creencias religiosas.
Este tipo de profesionales de la salud deberían actualizar, con la mente limpia de adoctrinamientos ideológicos, sus conocimientos sobre la verdadera relación entre la religión y la ciencia. Deberían recordar el daño inmenso que el cristianismo ha causado al avance científico y médico en Occidente; recordar, por ejemplo, la férrea oposición de la Iglesia a las vacunas en el siglo XIX, o el trato inhumano que ha dado secularmente a los enfermos mentales, a quienes trataba de “endemoniados”.
Deberían tener en cuenta que el fanatismo religioso, el narcisismo y el culto patológico a los dogmas irracionales suelen ser lacras mentales características de los líderes totalitarios y religiosos. Y alejarse de la oscura psiquiatría inquisitorial que se practicó en España al servicio de una terrible ideología que en ocasiones parece querer persistir.
Coral Bravo es Doctora en Filología y miembro de Europa Laica