Trump regresa a la Casa Blanca envuelto en un aura mesiánica y acompañado esta vez de su particular arcángel San Gabriel, Elon Musk.
«Estoy aquí solo por la gracia del Dios todopoderoso. Algo muy especial sucedió.»
(Donald Trump en su discurso tras el atentado del 14 de julio)
Simón era el nombre del conductor que nos trasladó a mi mujer y a mí desde nuestro hotel situado en la Séptima Avenida de Manhattan al aeropuerto de Newark en Nueva Jersey; un locuaz joven colombiano impecablemente vestido que a nuestro encuentro nos obsequió con una amable sonrisa al tiempo que se hacía rápidamente cargo de nuestro equipaje. En un santiamén lo colocó en el maletero de un imponente SUV negro que refulgía al sol del mediodía neoyorquino mientras nos acomodábamos en su amplísimo interior. Durante el traslado, que duró algo más de media hora, tuvimos ocasión de mantener una conversación con alguien que formaba parte de esa cada vez más numerosa minoría que se identifica con la etiqueta de «latinos». En Manhattan están en todas partes: en los taxis, en las recepciones de los hoteles, en los mil y un puestos de comida para llevar, en las cafeterías, en los quioscos y tiendas de recuerdos, etc. De todas las edades y países, haciendo cualquier tipo de trabajo; niños vimos en el mismísimo Times Square, cantando en español de América por unas monedas, y haciendo de vendedores ambulantes en Bryant Park. Nueva York es una ciudad que es un mundo de contrastes –como se asegura en la publicidad turística a modo de atractivo–, lo que no deja de ser un reclamo eufemístico para enmascarar la cruda realidad de la desigualdad, que no ha dejado de crecer y hacerse patente en el corazón del imperio norteamericano.
Hubo que preguntarle muy pocas cosas a Simón para que nos obsequiara con una elocuente exposición acerca de su aventura en la tierra de los valientes y el hogar de los libres –según reza el himno estadounidense–. Nos contó que lleva en esta tierra de promisión cerca de dos años. Muy contento porque su situación es legal gracias a un juez que le creyó cuando declaró, bien instruido por su abogado especializado en la obtención de papeles para los migrantes hispanos, que era imposible vivir libremente en un Estado como Colombia. Adujo ante su señoría que su patria tiene por Presidente de la República a un exguerrillero y actualmente dirigente de la izquierda, Gustavo Petro; un comunista, vamos. En un país como los Estados Unidos, en el que llamar socialista –y no digamos comunista– a alguien es prácticamente tacharlo de antiamericano, y la libertad se considera el máximo valor político muy por encima de la justicia y la igualdad, se ve que la mayoría de los jueces son muy sensibles a peticiones de refugio como la de Simón.
Y ahí anda el hombre con su imponente y carísimo vehículo ya en propiedad, llevando y trayendo viajeros de acá para allá, trabajando del orden de diez a doce horas diarias, fines de semana incluidos, pero muy contento eso sí, porque se puede comprar unos jeans carísimos cuando le venga en gana y adquirir una televisión de súper-ultra-HD y muchísimas pulgadas, e incluso «darse un paseo» (es decir, viajar) por algún lugar de tarde en tarde. Lo que no quita para que nos confesase emocionado su profundo amor por su patria, desvalida ante una política económica que le ha hecho extraviarse del buen camino que conduce directamente hacia la prosperidad, y que no es otro que el que marca el modelo de los Estados Unidos de Norteamérica. Lo que no quita que eche de menos su Colombia del alma a la que nos exhortó a visitar cuanto antes, un paraíso asequible para ciudadanos europeos como nosotros, de clase media.
No le fue fácil llegar a la tierra donde los sueños se hacen realidad, donde hay oportunidades de sobra para quien esté dispuesto a hacer lo necesario para llegar a ser rico. Eran sus propios familiares, ya instalados en los Estados Unidos, quienes durante varios años lo frenaron en su deseo de ir para allá, mintiéndole –ahora lo sabe– acerca de lo dura que es la vida en este país. Asegura que lo entiende, que él ahora, ya instalado, comprende que no puede continuar este flujo continuo y sin límites de inmigración. Era lógico que su propia gente no lo animara a venir, sino todo lo contrario. Pero su ambición pudo más que su temor, igual que le ocurrió a Stavros, el protagonista de la película América, América de 1963, en la que se narra cómo este emigrante griego emprende a finales del siglo XIX una agónica odisea que le conduce desde Anatolia hasta la isla de Ellis. Por aquel entonces, a los pies de la estatua de La Libertad, entraban a espuertas más y más contingentes de inmigrantes famélicos buscando una oportunidad de desprenderse de la maldición de sus orígenes desgraciados. En esa genial película su director, Elia Kazan, cuenta la historia del antepasado que hizo posible que toda su familia tuviera la oportunidad de resucitar en el nuevo mundo. Medio siglo después este filme conserva su vigencia plenamente, pues en él se refleja magistralmente la promesa que para los desheredados de este planeta sigue representando América. Se ve en Simón, en el orgullo con el que habla de sí mismo, convertido milagrosamente, a sus propios ojos, en un auténtico self made man norteamericano; se constata en su discurso, impregnado de admiración hacia una nación que percibe envuelta en un aura de fortaleza invencible. Una fortaleza que él está convencido de que se sustenta en su modelo económico, fundamentado en el libre mercado y en la santidad de la propiedad privada, pilares irrenunciables de toda sociedad rica. Esa fortaleza es la que ofrece la oportunidad a cualquiera, incluso a un inmigrante colombiano como él, de prosperar. Este es su objetivo por encima de cualquier otro. Nos lo dejó muy claro a mi mujer y a mí cuando nos expuso ilusionado el plan de inversión que tenía en mente para dar un salto importante en el montante de su patrimonio. Tan pronto reuniera la cantidad necesaria empezaría a comprar inmuebles en algún punto del paradisíaco litoral venezolano caribeño. Dada la actual coyuntura política los precios de los apartamentos en esa zona están por los suelos; nos aseguró que cuando colapse el régimen bolivariano-comunista –cosa que él preveía ocurriese más pronto que tarde por lo insostenible de la situación económica– los activos inmobiliarios en Venezuela subirán como un cohete por el efecto salvífico del mercado turístico global, y ¡pum!, millonario de la noche al día por obra y gracia del milagro especulativo que fomenta el libre mercado.
Antes de que nuestro chófer nos dejara en nuestro destino no podíamos desaprovechar la ocasión de preguntarle por el gran tema de la actualidad estadounidense. Nuestra estancia en la Gran Manzana había coincidido con la celebración del único debate electoral entre Donald Trump y Kamala Harris. A la vuelta de un agotador día de turismo intensivo, pudimos pillar en directo el momento en el que en la pantalla del televisor de la habitación de nuestro hotel un surrealista personaje, más parecido a un teleñeco que a una persona de carne y hueso, aseguraba que en un pueblo con nombre de dibujos animados, Springfield, los inmigrantes haitianos allí instalados se comían las mascotas de los pobladores autóctonos. Con ese desparpajo suyo ante el que cualquier réplica racional carece de efecto lo aseveró el candidato Trump. Así que le preguntamos a Simón: ¿quién crees que ganará? Nos contestó lo que entonces era la opinión mayoritaria, –y lo siguió siendo hasta el momento mismo del escrutinio final de los votos– que no había resultado cierto. Pero entonces, en un inesperado giro de guión, e imprimiendo un tono solemne a sus palabras, echó mano de una persona de contrastado criterio, a saber, una famosa pitonisa mediática que él seguía. Acorde con su profecía, una mujer llegará a presidir la República siendo ella la que llevará al país a una crisis económica como no se había conocido antes, poniendo de esta forma fin al imperio norteamericano.
Con aquella aciaga premonición llegamos al aeropuerto. Mientras nuestro conductor diligentemente abría el maletero y extraía nuestro equipaje bajamos de su lujoso coche. Al pasarme las maletas al tiempo que le daba yo la obligada propina se acercó a mí lo suficiente para verle el crucifijo dorado que pendía de su cuello. Nuestra cordial despedida concluyó por su parte con un «que Dios les bendiga».
De esto hace ya dos meses. Hoy conocemos el desenlace de lo que entonces se tenía por una reñida competición electoral. A juzgar por los resultados del pasado cinco de noviembre no era tal. Imagino a Simón yendo y viniendo, conduciendo su soberbio vehículo, que es de su propiedad –como tan orgullosamente se encargó de hacernos saber– sintiéndose parte de la fraternidad global de los propietarios del orbe capitalista, proyectando negocios que le hagan progresar por la senda embriagadora del enriquecimiento individual; ahora, aliviado por la victoria sobrada de Donald Trump, una vez conjurada la maldición femenina de la mestiza que iba a llevar al país capitán de los ultrarricos a la ruina. Ya no es una amenaza Kamala Harris, la «marxista radical», como aseguró su contrincante victorioso, que en varias ocasiones apeló a ella usando la expresión Comrade Kamala («camarada Kamala»).
Simón es el mejor exponente de cómo el mensaje neoliberal ha logrado ser el vencedor de la batalla ideológica que se ha venido librando por lo menos desde hace un siglo
Simón es el mejor exponente para mí de cómo el mensaje neoliberal ha logrado ser el vencedor de la batalla ideológica que se ha venido librando por lo menos desde hace un siglo. Él es uno de los millones de creyentes en la Santísima Trinidad: Dios, patria y libre mercado. Bajo su estandarte Trump regresa a la Casa Blanca. Envuelto en un aura mesiánica, y acompañado esta vez de su particular arcángel San Gabriel, Elon Musk, ha sido ungido con el sagrado óleo del martirologio por obra y gracia del providencial intento de asesinato que le otorgó la oportunidad de demostrar que él era pieza clave en los planes del Dios de los patriotas. Él mismo que inspira a creyentes como Christie Hutcherson, una mujer de mediana edad de Arizona. Según su testimonio, recogido en el documental titulado Las mujeres de la ultraderecha, estando sola una tarde en su patio oyó una «voz masculina» que le encomendó la misión de detener a los «invasores», que es lo que para ella son los migrantes; era el Señor. Desde entonces esta mujer anónima hasta el momento de su epifanía patrulla la frontera sur al frente de un grupo paramilitar, por supuesto armado. Esta actividad diaria la compagina con una presencia continua en los medios de internet denunciando el peligro al que se enfrenta la nación norteamericana, asediada por un ejército satánico de hombres «en edad militar» compuesto por terroristas, traficantes de drogas y violadores.
Porque creen en Dios han votado a Trump, porque Dios es familia tradicional cristiana y antifeminismo y homofobia y proscripción del derecho al aborto y transfobia. Dios es el Yahvé del Antiguo Testamento, el iracundo impositor de justicia, el que excluye del derecho a una vida digna a todos los que osan discrepar de sus principios. Él manda la pureza identitaria de la patria estadounidense como demuestra el mito fundacional de la nación cristiana, el cual borra de un plumazo la laicidad como componente esencial de su democracia y de cualquier otra que se precie.
El tercer elemento integrante de esa Santísima Trinidad que ha alentado el ferviente movimiento MAGA, y que ha llevado en volandas a Trump de nuevo a la cúspide del poder, es el mito del libre mercado (por qué afirmo que es un mito lo explico en mi artículo Fusiones, adquisiciones y el mito del libre mercado). Lo que lo eleva a la condición de trascendental –que es genuina en el caso de las otras dos ficciones, Dios y la patria– es su identificación con el sacrosanto valor de la libertad sin más, valor que se tiene por esencialmente definitorio de la identidad de la nación estadounidense. Esta queda vinculada al libre mercado en una alianza respaldada por la potente corriente moral y política conservadora que domina la inmensa mayoría de las formas institucionalizadas en las que el cristianismo se hace socialmente presente; particularmente las congregaciones evangélicas fundamentalistas de Estados Unidos. En esto consiste el núcleo ideológico del nativismo mercantilista que Trump propugna. Desde este punto de vista tomado por axioma se entiende que Make America Great Again es un imposible si se renuncia a la realización política de la libertad, que es incompatible con un gobierno intervencionista en la vida de los ciudadanos. Y como en el inconsciente colectivo de la sociedad norteamericana ya está inserta la creencia, en la que sin duda se vive, de que no hay american way of life sin libre mercado el gobierno ha de reducirse al mínimo necesario para que el genio individual de los grandes hombres de la nación (los empresarios de éxito) brille; y así, con su iniciativa emprendedora y sin cortapisas regulatorias, inunde de prosperidad el país entero desde su cornucopia de abundancia.
Por eso se precisa el savoir faire empresarial de Elon Musk. El hombre más rico del planeta conoce las claves para que el dinero fluya desde la cúspide de los más ricos hasta el nadir donde malviven los parias de la República más poderosa. Ahora bien, no se trata de nada nuevo; es lo de siempre, al menos desde que Ronald Reagan llegó a la Casa Blanca hace más de cuatro décadas. Ya entonces el mediocre actor se propuso make America great a base de jibarizar el gobierno federal. El gran inspirador de esta línea antigubernamental, que es parte integral de la política conservadora norteamericana, fue el austríaco Friedrich August von Hayek, cuya obra Camino de servidumbre publicado en 1944, fue profusamente dada a conocer en Estados Unidos con el decisivo apoyo de grandes empresarios, como J. Howard Pew, presidente de la Compañía Petrolífera Sun, entre otros. En la década de los años 40 del siglo pasado, el libro de Hayek fue convertido en el ariete propagandístico por la Asociación Nacional de Fabricantes (NAM por sus siglas en inglés) en medio de una atmósfera política marcada por el New Deal de Franklin Delano Roosevelt, todo un rojo para quienes por entonces llevaban resistiéndose a los postulados keynesianos desde antes de la gran crisis de 1929. Este acontecimiento catastrófico supuso en aquel entonces el punto de inflexión en la política económica norteamericana con un gobierno que no dudó en intervenir en la economía, regulando y planificando. Como parte de esa ofensiva propagandística antigubernamental la NAM publicó una serie de carteles en los que se venía a declarar: (1) la absoluta superioridad de los Estados Unidos sobre los demás países de la Tierra; (2) su prosperidad sin parangón es resultado del trabajo de sus empresas; (3) los sindicatos engañan a los trabajadores, cuando los intereses de estos son los mismos que los de sus empresas; (4) son los mecanismos de intervención del gobierno –como los impuestos– en la vida de los trabajadores los que verdaderamente amenazan sus intereses. Esta propaganda tuvo su recompensa con el triunfo de Ronald Reagan en la carrera presidencial de 1980. Durante sus dos administraciones consecutivas aplicará el credo promovido, que identifica grandeza estadounidense con libertad, libertad con libre mercado, libre mercado con prosperidad empresarial; siendo que ésta exige la reducción del gobierno a su mínima expresión. Para Reagan era una evidencia indiscutible que el Gobierno es ineficiente por naturaleza, por lo que su expansión (equivalente a la del socialismo) amenaza la prosperidad de los ciudadanos. Por tanto, la libertad y la prosperidad de la nación entera se encuentran en serio peligro si no se ponen límites al Gobierno. (Sobre cómo las empresas nos enseñaron a aborrecer el Gobierno y amar el libre mercado, léase El gran mito de Naomi Oreskes y Erik M. Conway).
«Me complace anunciar que el gran Elon Musk, trabajando en conjunto con el patriota estadounidense Vivek Ramaswamy, dirigirá el DOGE (Departamento de Eficiencia Gubernamental). Juntos, estos dos maravillosos estadounidenses allanarán el camino para que mi administración desmantele la burocracia gubernamental, elimine las regulaciones excesivas, recorte los gastos innecesarios y reestructure las agencias federales». Así anunció recientemente el flamante vencedor de las elecciones norteamericanas la incorporación de esos dos destacados empresarios al Gobierno de la nación; nada nuevo bajo el Sol. No es sino la confirmación de que la motosierra de Javier Milei es la versión macarra del mensaje que ha logrado que el viraje de la derecha hacia el autoritarismo y el populismo encuentre la tolerancia de una ciudadanía que desconfía de las élites políticas, pero asume como natural la dictadura del libre mercado y se deja galvanizar por las ficciones trascendentales de Dios y la patria.