Según refieren las crónicas, en el siglo I de nuestra era, el emperador romano Calígula (12-41) nombró cónsul a su caballo Incitatus. Esta anécdota es interpretada por algunos como síntoma del deterioro de su salud mental y por otros como un hecho irónico con el que mostrar su desprecio a las instituciones públicas del Imperio, especialmente al Senado.
Veinte siglos después, en nuestro país, los regidores de decenas de Ayuntamientos democráticos han dado un paso más que el emperador Calígula, concediendo honores (medallas de oro de la ciudad) y nombrando como máxima autoridad del municipio (Alcaldesa) a imágenes representativas de entes sobrenaturales. Actualizando la tan criticada idolatría de los antiguos pueblos calificados como “paganos” por la propia Iglesia Católica.
No sabemos qué opinarán las generaciones futuras sobre estos hechos, si al igual que ocurrió con el emperador, las opiniones se dividirán entre los que cuestionen la salud mental de nuestros regidores municipales o los que, por el contrario, se decantarán por considerar que se trata de un acto que soslaya, vulnera e incumple el artículo 16 de la Constitución en su apartado 3. Hecho grave porque los Ayuntamientos son Estado y como tal lo encarnan y representan en su término municipal. El hecho de otorgar a una imagen religiosa o de cualquier otra índole, los honores municipales reservados a personajes ilustres o a instituciones de valor cultural, científico, artístico o social y benéfico, constituye, se quiera o no, un acto de consciente o inconsciente desprecio a las instituciones públicas y al trabajo que en ellas se realiza.
Recientemente se ha celebrado, no sin polémica, el juicio ante la denuncia interpuesta por Europa Laica a la concesión de la medalla de oro de la ciudad de Cádiz a la imagen de la Virgen del Rosario, según afirman, por su “actuación” en la epidemia de peste de 1646, de fiebre amarilla en 1730 y en el maremoto de 1755, para lo cual se aportan como “pruebas” la interpretación que en su día hicieron los ciudadanos de la época, que no es otra que “la intervención milagrosa por parte de la Virgen” en respuesta a sus plegarias, en los hechos citados. Según la RAE se define “milagro”, como un “hecho no explicable por las leyes naturales y que se atribuye a intervención sobrenatural de origen divino”.
Es comprensible que los gaditanos de los siglos XVII y XVIII no fueran capaces de explicar lo ocurrido usando las leyes naturales, es decir la ciencia, pues el método científico basado en el razonamiento y demostración empírica que se inició con Galileo estaba aún en pañales. Sin embargo causa perplejidad que sus paisanos de hoy utilicen las increíbles explicaciones dadas hace tres siglos para otorgar una condecoración en la actualidad. Al margen de que los asuntos “milagrosos” competen al Vaticano y no a las corporaciones municipales, que deberían guiarse en sus decisiones por el conocimiento científico y la ética. Ambos ausentes en los asuntos referidos, pues los conocimientos actuales en medicina y geología permiten explicar tales acontecimientos con leyes naturales y sin necesidad de recurrir a explicaciones esotéricas.
Lamentablemente ciencia y ética están siendo sustituidas por la credulidad y la fe más primarias y superficiales, reflejo de la persistencia en la cultura moderna de las primitivas creencias animistas, que interpretan los fenómenos naturales dotados de intencionalidad y sujetos a la voluntad de seres sobrenaturales.
Creencias con profundas y vivaces raíces en el pensamiento de los humanos modernos, al dar respuesta, aunque ésta sea errónea, a un rasgo que caracteriza al ser humano como es la necesidad de buscar constantemente explicaciones y causas de las cosas, a lo que se añade la influencia que ejercen las organizaciones religiosas en los sistemas educativos.
Ante la necesidad de disponer de un relato “coherente, no necesariamente verdadero” de la realidad con la que interactuamos y, en este caso buscando la verdad como alternativa a los mitos religiosos, surge el conocimiento científico, basado en la razón y la experimentación, en contraste con las explicaciones religiosas que se basan en dogmas de fe, irracionales y no falsables.
Resulta obvia no solo la necesidad de establecer normas que regulen este tipo de actos donde aún no existan, de acuerdo con las prácticas de una sociedad moderna y civilizada como en la que se supone estamos, teniendo presente en su elaboración a la Constitución y la “Aconfesionalidad del Estado”, sino además de exigir la obligación de cumplirlas. Velar por su cumplimiento, en lo referente a la legalidad, corresponde al poder político-judicial y en los aspectos éticos a aquellas organizaciones políticas, que asumiendo la laicidad del Estado en sus estatutos y programas, no deben permitir a sus miembros colaborar en estas cuestiones.
Mezclar la fe y la creencia en espíritus con las actividades del gobierno local, además de anacrónicas y fuera de lugar, resultan lesivas para el mensaje de seriedad y rigor legal que los Ayuntamientos deben transmitir a todos sus conciudadanos.
Aunque la devoción y veneración por parte de amplios sectores de la población a la Virgen es un hecho innegable y respetable desde la libertad de conciencia de cada cual, ello no justifica que una institución estatal actúe en función de la fe, dejando de lado la razón, la ciencia y las normas democráticas por las que debe regirse.
Finalmente ante la expectativa de la sentencia del tribunal de justicia que juzga la concesión de dicha medalla, esperamos no se comporte como Pilatos, sino que se pronuncie contra esta actuación anacrónica y anticonstitucional, pues de no ser así, contrastaría con el celo y diligencia puesto por el poder político-judicial en recientes conflictos de la actualidad nacional.
Y todo ello sin entrar en las incoherencias con sus propios textos sagrados: “No te harás ídolo, ni semejanza alguna de lo que está arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No los adorarás ni los servirás; porque yo, el SEÑOR tu Dios, soy Dios celoso” Éxodo, 10 mandamientos.
Antonio Pintor Álvarez, José Antonio Naz Valverde y Julio Anguita. Córdoba Laica