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Los bioeticistas piden un Estado laico

La bioética puede ser entendida como una disciplina científica, pero es también una actividad desarrollada por instituciones, organismos colectivos, así como de manera individual. De ahí que se generen confusiones respecto al papel de las convicciones religiosas en su concepción, desarrollo y ejercicio. No siempre queda clara la línea que separa el inalienable derecho de las personas a tener sus propias convicciones morales provenientes de doctrinas religiosas, respecto a la necesidad de que dichas creencias estén apartadas de las legislaciones y políticas públicas. Si a ello le sumamos que en las décadas recientes lo religioso tiende a ser reintroducido en la esfera pública, las confusiones respecto a la comprensión de la bioética y a su práctica suelen ser mayúsculas y motivo de disputa. No es, cabe aclararlo, una discusión entre creyentes y no creyentes; la división se da entre aquellos (creyentes o no) que asumen una posición filosófica que pretende basarse en la autonomía moral del individuo y el conocimiento científico y los que basan sus posturas éticas en concepciones religiosas. Así, por ejemplo, hay quienes estarán a favor de la muerte digna (eufemismo por eutanasia), porque consideran que el individuo consciente tiene derecho a decidir cuándo y cómo morir y poder ser ayudado en ello, mientras que otros se opondrán, por el hecho de creer que el único que puede dar y quitar la vida es Dios.

La bioética, como disciplina filosófico-científica, pretende dar una respuesta objetiva a los problemas morales o éticos que se desprenden de los viejos y nuevos cuestionamientos que giran alrededor de la vida, la enfermedad y la muerte, a partir del creciente pero limitado conocimiento que la ciencia nos ofrece. Los bioeticistas que pretenden basar sus juicios en doctrinas religiosas, aunque en ocasiones puedan acudir a argumentos científicos, apelan en realidad a una verdad ultramundana que se sobrepone a los mismos. Decir, por ejemplo, que la vida se inicia desde la concepción, es partir de una verdad para algunos incuestionable y que no permite una discusión objetiva. Argumentar que el alma está depositada en el embrión es cerrar la posibilidad de cualquier debate serio sobre el derecho de las mujeres a interrumpir un embarazo no deseado.

Lo anterior no significa que las personas no puedan tener posturas en materia de bioética si éstas provienen de una concepción religiosa o que no puedan llevar su vida, sus enfermedades y su muerte a partir de estas convicciones. Tienen todo el derecho, por ejemplo, a negarse a ciertos tratamientos (transfusiones de sangre, cuidados paliativos, etcétera) o, por el contrario, a exigirlos. Pero estamos hablando del ámbito estrictamente personal o privado. La cuestión se complica cuando entramos al espacio público, es decir, el que pertenece a todos y que por lo tanto tiene que ser compartido. Es ahí donde aparece el Estado laico y la necesidad de una bioética laica, tanto teórica como práctica. Pero la línea entre los ámbitos de lo privado y lo público no son siempre claras y no son siempre las mismas. En medio de ellas aparece además un ámbito de lo social, no siempre regulado por las leyes, sino por la cultura. Hay cosas que la sociedad permite, aunque estén prohibidas por la ley y viceversa. En un hospital privado, por ejemplo, el comité de bioética del mismo puede incorporar a miembros que tomarán decisiones a partir de sus creencias religiosas. Pero en un hospital público los criterios establecidos no pueden ser religiosos, porque conllevan juicios morales que no necesariamente son compartidos por quienes ahí son atendidos.

En un Estado laico, teóricamente, lo público se decide de acuerdo al interés general. Eso supone que la mayoría decide los contornos éticos de lo permisible, pero siempre tomando en cuenta la existencia de los derechos de las minorías. Las leyes, en principio, deben estar diseñadas para permitir a todos los ciudadanos la realización de sus actos a partir de sus propias convicciones, religiosas o filosóficas. Los únicos límites deberían de ser los derechos de terceros y el ambiguo pero necesario “orden público”. El problema es que no siempre los políticos y los funcionarios públicos entienden la diferencia entre lo privado y lo público, o las razones que generaron la necesidad de un Estado laico. Y en más de una ocasión adelantan argumentos religiosos a la hora de establecer legislaciones o políticas públicas. En algunos casos dichos argumentos no son evidentes, pero asoman por todos lados. Peor aún, se ha vuelto cada vez más frecuente que, sin tener idea de las repercusiones que esto tiene para un régimen de derechos y libertades, los políticos alardean y presumen sus personales convicciones religiosas. La bioética laica, desde la teoría y desde la práctica, puede contribuir a que estas actitudes no cundan tan fácilmente.

(*) Roberto Blancarte
Profesor-investigador de El Colegio de México. Miembro del Colegio de Bioética A. C., también lo ha sido del Consejo de la Comisión Nacional de Bioética y de la Asamblea Consultiva del Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación.

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