Para sorpresa de nuestros ingenuos… gobernantes, tan hospitalarios ellos con el papa, Ratzinger ha venido a gritarnos en nuestra casa contra el “laicismo agresivo”. Si embargo, nos guste o no, la verdad es que ese famoso “laicismo agresivo” ni existe, ni puede existir, como tampoco una “democracia agresiva”, ya que la laicidad no es sino la igualdad ideológica propia de la democracia; lo que sí existe es un “ateísmo agresivo”, como un mucho más frecuente “deísmo agresivo” que todos los días mata en el mundo, directamente o perjudicando su salud, a miles de personas.
Por otra parte, según la Real Academia, el clericalismo en la intromisión ilegítima, con excusa de religión en la vida política. Ratzinger acaba de darnos una tristemente antológica prueba de ello, viniendo justa antes de unas elecciones en Cataluña a presionar que cambiemos, para adecuar a su gusto –Jesús jamás vivió de impuestos, ni habló del aborto o del matrimonio homosexual- las leyes que obligan a todos los españoles. Todo clericalismo es, pues, agresivo, y todo demócrata debe ser, por tanto, un militante contra ese anticlericalismo; y más, si cabe, si es un cristiano, porque así desprestigia la doctrina de Jesús. Denunciar los males de un “clericalismo agresivo” es intentan atemorizarnos con algo inexistente, arte en el los jerarcas eclesiásticos se han convertido en insuperables maestros.
Durante dos siglos los papas condenaron la “democracia atea”, no pudiendo admitir el respeto a otras ideas que las suyas. “Pedimos libertad en nombre de vuestros principios para negároslos después en nombre de los nuestros” tenía el descaro de decir el político católico Veuillot. Sólo en 1944 Pío XII “bautizó” la democracia, ante la derrota de un nazismo que el Vaticano impulsó, haciéndose disolver para ello al poderoso Partido Católico alemán, como bien sabe el actual papa alemán, que fue –por miedo, claro está- soldado de Hitler hasta caer prisionero de los aliados.
Martín Sagrera, religiólogo.