En un siglo, la población de España se ha duplicado, como hicieron otros países europeos al industrializarse, con lo que pudieron exportar sus productos a cambio, muy ventajoso para el Norte, de las materias primas del Sur. El alto nivel de vida alcanzado impulsó la importación de los empobrecidos trabajadores del Sur para las tareas más duras, menospreciadas y peor pagadas. Bien lo sabemos los españoles que, después de los italianos, emigramos así a la Europa industrializada. Estos nuevos inmigrantes están compensando también el descenso de natalidad europeo, ligado a la búsqueda por todos y todas de ese nuevo alto nivel de vida alcanzado por el promedio de la población.
Sin embargo, en vez de ver en esas migraciones, tan convenientes en lo económico, una pequeña compensación por la explotación del Sur y una cierta ayuda –como la que tuvo España- para compensar su desfase, apenas llega una crisis económica, los mismos que debieran predicar no sólo la justicia, sino también la caridad realmente evangélica, son los que más gritan que Europa “desaparece” (¡!) y que son las familias numerosas católicas las que pueden “salvarlas”, menospreciando del modo más racista la ayuda que, en esto como en lo económico, aportan los inmigrados. Más aún, son los mismos que, con su prohibición de los anticonceptivos en zonas donde tienen alguna audiencia, como en Suramérica, han agravado mucho su pobreza y suscitado su inmigración a España y otros países, que ahora, de modo tan directo, intentan ignorar e incluso, indirectamente y en cuanto pueden, impedir.