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Donde se queman libros, se acabará quemando también a las personas

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En la Bebeltplatz de Berlín hay una placa con una cita de Heinrich Heine: “Donde se queman libros, se acabará quemando también a las personas”. Se trata de un fragmento de Almanzor, una tragedia de 1821 sobre el terrible caudillo andalusí, pero que es muy apropiada para describir los hechos ocurridos el 10 de mayo de 1933 en esta Bebelplatz, donde tuvo lugar una tragedia, la más terrible quema de libros realizada por los nazis, aunque no fue la primera ni sería la última, de hecho, ese mismo día los nazis destruyeron análogamente otros libros en otras plazas del III Reich. 

La Asociación de Estudiantes Alemana, a instancia de Goebbels, planificó y llevó a cabo la quema de unos 20.000 libros de “espíritu antialemán”, más o menos la misma cantidad que cabría en las estanterías vacías de la Bebelplatz, entre los que había obras de Marx, Proust o Remarque. Algunos libros provenían de la vecina Universidad Humboldt, entonces aún llamada Universidad Friedrich Wilhelm, muchos del Instituto de Investigación Sexual de Berlín u otras asociaciones, así como de bibliotecas privadas. 

Y antes de echarlos al fuego, se les leía en voz alta el veredicto, el motivo de la censura, como si los libros pudieran escuchar; por ejemplo, del creador del psicoanálisis se dijo lo siguiente: “Contra la exageración de los impulsos inconscientes basada en un análisis destructivo de la psique, y a favor de la nobleza del alma humana, entrego a las llamas las obras de Sigmund Freud”. En el centro de la plaza se puede ver una losa de cristal que cubre una estantería vacía, un monumento diseñado por Milcham Ullman en memoria de la quema de libros de 1933. El tamaño de la estantería es el que debían ocupar los libros quemados aquella trágica noche. 

Y en nuestra querida España hubo numerosos seguidores, los golpistas del 18 de julio, de estas prácticas de los nazis de quema de libros y también de quema de personas. A la quema de personas, no me referiré en este escrito, al ser suficientemente conocido el tema. 

Los golpistas del 18 de julio, que implantaron una dictadura brutal, no solo fueron excelentes alumnos de los nazis, aunque tales prácticas han sido habituales en nuestra historia- véase la Santa Inquisición- por lo que a su vez pudimos servir de ejemplo a los nazis. Separadas por abismos de tiempo, lengua y configuración social, la España Imperial y la Alemania nazi tienen, no obstante, mucho en común y -pese a corrientes de la historiografía española que rechazan toda posibilidad de comparación- vale la pena tender un puente de análisis entre ambos periodos. 

El estudio filológico y antropológico de Christiane Stallaert en su libro “Ni una gota de sangre impura. La España inquisitorial y la Alemania nazi cara” (2006) revela profundas similitudes en la génesis y el desarrollo de ambas experiencias históricas, caracterizadas una y otra por la preocupación enfermiza por la cohesión social y la búsqueda de la solución en la eliminación brutal de la diversidad étnica, obsesión que se traduce en el aparato burocrático puesto al servicio de la ejecución de un proyecto de limpieza étnica por iniciativa del Estado y escudado por la ley. 

Según Santiago Alba Rico en su libro “España”, a parte de las similitudes entre la España inquisitorial y la Alemania nazi, existen diferencias entre ambas. La primera, es que el nazismo duró 12 años y la Inquisición 400. Y otra diferencia fundamental es que el nazismo fue vencido, y, por lo tanto, el Holocausto ha permanecido en la memoria como el máximo horror humano, que nos sirve de advertencia ante el mínimo indico de retorno. La Inquisición, por el contrario, siguió viva hasta 1833 y se ha confinado -casi enlatado- en el pasado sin que haya sido derrotada, por lo que los españoles, al contrario que los alemanes, incluidos los historiadores, se muestran tolerantes o relativistas ante ella; actitudes realmente incomprensibles. Pero las sigue habiendo. 

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El libro de Pablo Batalla Cueto ”Los nuevos odres del nacionalismo español” tiene un capítulo de título muy significativo “Benemérita Inquisición”, donde nos dice los siguiente: “El Santo Oficio para Roca Barea en su libro “Imperiofobia y la leyenda negra”, nació para reprimir-palabra maldita- a los herejes. Y es cierto. Pero nació también para evitar linchamientos y atropellos indiscriminados, y que cuatro vecinos de un villorrio decidieran quemarle la casa o colgar de un árbol a un compadre al que detestaban, con la excusa de que era un hereje”. Fue el primer tribunal del mundo que prohibió la tortura, cien años antes que esta prohibición se generalizará. En contra de la opinión común, nunca se aceptaron las denuncias anónimas. Sus cárceles eran muy benignas y los inquisidores que apoyaban sus conclusiones en pruebas y evidencias, no en rumores ni acusaciones anónimas”. Realmente hace falta tener cuajo escribir esto. Y lo más sorprendente es que su libro es todo un éxito editorial.

Recurriendo al libro Castigar a los rojos. Acedo Colunga, el gran arquitecto de la represión franquista, del que ya hablé en un artículo anterior, con un prólogo de Baltasar Garzón, y las partes restantes de los historiadores, Francisco Espinosa y Ángel Viñas ya muy conocidos por sus trabajos, no suficientemente valorados y reconocidos por el gran público; y el catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Jaén, Guillermo Portilla, podemos constatar que fueron muchas las similitudes entre el procedimiento jurídico inquisitorial y el seguido por los tribunales de excepción franquistas: los delitos de herejía y de rebelión militar fueron imprescriptibles; la presencia del abogado, meramente simbólica, hasta tal punto que estaba al servicio de los inquisidores y de los tribunales militares, en ambos casos se condenó en rebeldía, incluso a personas ya fallecidas; en ambos igualmente se condenó con el decomiso de las propiedades del imputado; como también el secreto de las actuaciones, incluidos los testigos, y, a veces, la publicidad de la condena por motivos de ejemplaridad.

Aunque puedan parecer una auténtica aberración jurídica, además de una profunda perversión moral, cabe citar las palabras de Isaías Sánchez Tejerina, autor intelectual del delito de masonería y juez del Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y del Comunismo, el cual se pronunció a favor de interpretar como un delito grave contra el derecho natural cualquier ofensa a la religión católica, por lo que planteó la necesidad de recuperar una especie de Inquisición de carácter temporal contra los que atacaron los valores eternos de España. Sobrecoge leer este texto escrito en 1934, por alguien como Sánchez Tejerina, con un gran protagonismo político y judicial en la dictadura franquista. Estremece el pensar en manos de quiénes estuvimos los españoles durante la larga dictadura franquista. Estas palabras solo pueden salir de una mente enferma o plena de maldad.

“El sentimiento religioso (el católico en España, puesto que quien aquí no es católico, es, sencillamente, descreído o ateo) es fundamental en la sociedad española, y, por tanto, el ataque a este sentimiento permanente es un auténtico delito natural grave. Ni es incompatible la ciencia actual con ningún dogma católico, ni lo fue nunca; qué hubiera sido de toda la ciencia medieval sin los frailes. Hoy mismo y en todas las ciencias tienen la Iglesia y las Órdenes religiosas beneméritos cultivadores e investigadores y tratadistas egregios. Para los equivocados de buena fe la obra evangelizadora de todos será un deber de ineludible cumplimiento. Para los que actúan de mala fe y se apoyan y se empinan sobre la ignorancia de los otros atacando a la Religión Católica y poniendo en grave peligro todo lo que hay de excelso en nuestra patria, quizá el restablecimiento temporal de la Inquisición sería lo más eficaz. ¿En el siglo XX?, se dirá; y en el XL si fuere necesaria: Salux populi suprema lex”. 

Retorno a la práctica de la quema de libros en la España franquista. En la introducción del libro “Enseñar Historia con una Guerra Civil por medio” (1999) Josep Fontana nos dice: “Vivimos en tiempos de revisionismo en que se pretende sostener que en la contienda civil española ambos bandos fueron igualmente culpables y que la sublevación militar de julio de 1936 fue una consecuencia inevitable de los errores y abusos del régimen republicano. Pienso, por el contrario, que un análisis de lo realizado por cada uno de los dos bandos muestra que les movían razones muy distintas. Y que es imposible entender lo que significó la Segunda República Española, y los motivos por los que la combatieron los sublevados de 1936, si se pasan por alto diferencias tan fundamentales como ésta: la República construyó escuelas, creó bibliotecas y formó maestros; el «régimen del 18 de julio» se dedicó desde el primer momento a cerrar escuelas, quemar libros y asesinar maestros”.

El Rector de la Universidad de Zaragoza, Gonzalo Calamita, en un artículo titulado, “El peor estupefaciente”, hacía referencia al “libro sectario” que poblaba las “bibliotecas criminales” de todo el país. Por este motivo argumentaba que “el fuego purificador, es la medida radical contra la materialidad del libro”. Tales palabras aparecen en el Boletín de Educación de Zaragoza, nº 3, diciembre-noviembre, 1936. Todavía la Inmortal Zaragoza rinde homenaje a este ínclito personaje, don Gonzalo Calamita, dedicándole una calle. Y a la sociedad zaragozana y a la Universidad de Zaragoza, y especialmente a su Departamento de Historia Moderna y Contemporánea la permanencia de esa calle se la trae al pairo. 

A lo largo de la historia son muchos los ejemplos y antecedentes que podemos encontrar sobre la quema de libros. La destrucción de libros no es un fenómeno nuevo como forma de eliminar una cultura o una civilización derrotada por las armas. Pero lo sorprendente del caso franquista es el ensañamiento contra lo impreso y la intensidad de la destrucción. Podemos verlo a continuación con un ejemplo contundente, pero podríamos poner muchos más.

Una de las mejores especialistas sobre el tema de la quema de libros en la España franquista es Ana Martínez Rus, Profesora Titular en el Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense, con numerosas publicaciones y artículos. De uno de ellos, Libros al fuego y lecturas prohibidas. El bibliocausto franquista (1936-1948) expongo un fragmento muy expresivo sobre el tema, cual fue el acto de quema de libros en Madrid, a primeros de mayo de 1939, que lo recogió el diario Ya de Madrid del 2 de mayo. Puede servir de ejemplo, pero se produjeron en numerosas ciudades españolas, como en La Coruña, Vigo, Tolosa… Sobrecoge.

“El Auto de fe en la Universidad. Central. Los enemigos de España fueron condenados al fuego.

El Sindicato Español Universitario celebró el domingo la Fiesta del Libro con un simbólico y ejemplar auto de fe. En el viejo huerto de la Universidad Central -huerto desolado y yermo por la incuria y la barbarie de tres años de oprobio y suciedad- se alzó una humilde tribuna, custodiada por dos grandes banderas victoriosas. Frente a ella, sobre la tierra reseca y áspera, un montón de libros torpes y envenenados […]. Y en torno a aquella podredumbre, cara a las banderas y a la palabra sabia de las Jerarquías, formaron las milicias universitarias, entre grupos de muchachas cuyos rostros y mantillas prendían en el conjunto viril y austero una suave flor de belleza y simpatía. 

[El catedrático de Derecho, Antonio Luna, en su disertación afirmó]: «Para edificar a España una, grande y libre, condenados al fuego los libros separatistas, los liberales, los marxistas, los de la leyenda negra, los anticatólicos, los del romanticismo enfermizo, los pesimistas, los pornográficos, los de un modernismo extravagante, los cursis, los cobardes, los seudocientíficos, los textos malos y los periódicos chabacanos. E incluimos en nuestro índice a Sabino Arana, Juan Jacobo Rousseau, Carlos Marx, Voltaire, Lamartine, Máximo Gorki, Remarque, Freud y al Heraldo de Madrid». Prendido el fuego al sucio montón de papeles, mientras las llamas subían al cielo con alegre y purificador chisporroteo, la juventud universitaria, brazo en alto, cantó con ardimiento y valentía el himno «Cara al sol» [la cursiva es mía].

El texto es meridiano, ya que ilustra perfectamente las actuaciones realizadas respecto al libro durante la Guerra Civil y señala la política del Nuevo Estado en relación con la letra impresa. Entre falangistas viriles y señoritas con mantilla se quemaron en la Universidad de Madrid ejemplares del periódico El Heraldo de Madrid, obras de Rousseau y Marx españolizados, de Freud, Gorki o Lamartine, entre otras. La combinación era selecta y diversa, aunque atendiendo a la descripción y a la clasificación de los libros, que realizó el catedrático de Derecho Antonio Luna en su discurso, prácticamente todos debían acabar en la hoguera. Asimismo, leyó el célebre pasaje del Quijote donde el cura y el barbero prendieron fuego a las novelas de caballería del ingenioso hidalgo, para justificar la quema de libros. Curiosa manera de celebrar el Día del Libro, imitando las quemas públicas de libros de los nazis. Estas prácticas resultan muy significativas sobre las intenciones del régimen sobre la cultura y la libertad de expresión y creación”. 

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