Los hechos son los escandalosos, y el que se pretenda hacer “víctima de una persecución” a su protagonista, que jamás ha reconocido su culpa ni reparado los daños ocasionados. Ratzinger fue un clérigo colaboracionista con los nazis, aunque lo fuera por miedo, como la mayoría de los alemanes. Más aún: en plena guerra fue largo tiempo soldado de Hitler, hasta ser capturado por los aliados. Y ahora sabemos que fue negligente con un clérigo pedófilo cuando era obispo; y que después, desde el Vaticano, impuso un silencio sobre los delitos de pedofilia en la Iglesia, favoreciendo su permanencia y extensión; aunque hoy, como no, los condene, como condena al nazismo.
Los católicos que no quieran hacerse cómplices de quien se esconde bajo capa de religión para ocultar sus responsabilidades no tienen otra vía decente que denunciar y expulsar al culpable, tan endurecido en el mal que no renuncia, como otros obispos, al conocerse los hechos. Teme, sin duda, terminar en ese caso purgándolos en la cárcel, como otros jefes de Estado prevaricadores, y como hubiera sido deseable para la justicia, la religión y la misma Iglesia católica que terminara el papa Borgia y otros jefes indignos de la Iglesia.
El colmo es que en España vayamos a recibir de nuevo con todos los honores a ese personaje, y que encima los ciudadanos tengamos que pagar para agasajarle cincuenta millones de euros, -8.300 millones de pesetas- la mitad aportada anticonstitucionalmente por el Gobierno del PSOE, y la otra mitad por grandes empresas, que nos repercutirán ese expolio en sus precios, en plena crisis. Claro que
el papa sabe que viene a un país cada vez más sumiso y entregado, donde a quienes se juzga no es a los cómplices de las peores dictaduras y crímenes más repugnantes, sino al juez que se atreve a enfrentarse a ellos.