El fondo jurídico de este despropósito liberticida se encuentra en el trato omnímodamente favorable que la Iglesia católica obtuvo del Estado en los acuerdos de 1979.
Hace unos días el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en su sentencia de 12 de junio (caso Fernández Martínez contra España), como antes lo había hecho el Constitucional, avaló que un cura casado y profesor de religión fuese despedido por esta condición. Las alegaciones del docente basadas en que ello formaba parte su intimidad no fueron atendidas.
Vaya por delante que no deja de ser una esotérica singularidad de este país la existencia de una asignatura cuyo objeto es la enseñanza de la doctrina católica, que tras la última reforma educativa llevada a cabo por el Estado vuelve a ser evaluable. Esotérica porque, cabe preguntarse, cómo puede formar parte del currículo educativo una materia basada en la fe y, por tanto, a extramuros de la razón. Cosa muy distinta sería si, por ejemplo, se tratase de historia de las religiones. Pero en fin, esta es otra historia.
El caso es que este sacerdote ejercía a satisfacción de sus superiores la actividad docente desde hacía años. Labor por la que había sido contratado a propuesta del ordinario del lugar -esto es, la autoridad religiosa- que había avalado su idoneidad y por la que percibía su sueldo del Estado. Pero resultó ser que, con motivo de un acto del Movimiento pro Celibato Opcional del que se hizo eco la prensa de su localidad (Cartagena) y al que junto a otras personas el sacerdote profesor asistió junto a su familia, dio lugar a un cambio de actitud de la representación eclesiástica, que se tradujo en que la publicidad de la condición de cura casado del profesor fue entonces considerada como un escándalo. Y ello con independencia que esta circunstancia fuese conocida por la autoridad religiosa desde hacía bastantes años, sin que hasta ese momento suscitase rechazo alguno por su parte. Fue, por tanto, la publicidad dada al asunto lo que cambió el parecer del representante de la Iglesia católica.
La cuestión que plantea este caso es de especial relevancia, como prueba que tanto en la jurisdicción constitucional española como, especialmente, en el Tribunal de Estrasburgo, la división de los magistrados fue muy intensa, y así lo manifestaron los votos particulares emitidos. El centro de la cuestión jurídica planteada es la adecuada garantía del derecho a la intimidad. Que es un derecho fundamental que se define como aquel ámbito de la vida privada de una persona inaccesible a cualquier otra persona salvo que el titular otorgue su consentimiento. La intimidad, como cualquier otro de los derechos de la personalidad (honor o propia imagen), solamente puede decaer a favor del derecho a la información cuando el asunto sea de interés público o por la relevancia pública de la persona objeto de la información.
En este supuesto de relación laboral no podía alegarse, como lo hizo la representación eclesiástica en el largo proceso judicial, el derecho de los padres a que sus hijos recibiesen una educación católica, así como el deber de lealtad del profesor hacia quien le había empleado. Pues parece evidente que el hecho de que en su vida privada un profesor decida casarse o no hacerlo, forma parte de su inalienable libertad personal y de su derecho a la intimidad. En términos jurídicos, salvo en caso de bigamia, a nadie puede importar este hecho. Y no puede aceptarse el argumento según el cual el cura profesor de religión debe ser coherente con la doctrina católica, y si esta defiende el celibato él no puede casarse y si lo hace -como así fue- debe ser despedido. La cuestión esencial es que en su labor docente no haga apología de su disidencia parcial del dogma católico. Sentada esta obvia obligación docente, su vida privada debe quedar siempre a salvo y no puede ser utilizada como argumento para despedirlo.
Asimismo, es importante señalar que quien formalmente decidió no renovarle el contrato fue la autoridad pública educativa, es decir el Estado, que asumió dócilmente la decisión de despedir al cura profesor tomada por la autoridad eclesiástica. Por tanto, es el Estado español el que con esta decisión asumió sin discusión lo que la Iglesia católica dijo. Es decir, reconoció a una entidad religiosa privada plena autonomía para decidir sobre el futuro laboral de un trabajador, con independencia de que ello se hiciese con abstracción de su derecho a la intimidad. Lamentablemente no lo vieron así la reducida mayoría de los jueces. Muchos otros discreparon.
En todo caso, el fondo jurídico de este despropósito liberticida se encuentra en el trato omnímodamente favorable que la Iglesia católica obtuvo del Estado en los acuerdos de 1979. Su inconstitucionalidad nunca se la ha llegado a plantear el Constitucional, cuando podría haberlo hecho. Y por ello, estos y otros derechos de estos profesores son vulnerados.
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