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Ratzinger y el laicismo agresivo

La admonición del Papa a los españoles es un puro ejercicio de cinismo que suscita perplejidad

El jefe del Estado vaticano, Joseph Ratzinger, ha afirmado que «el problema del secularismo y la laicidad del mundo occidental» tiene en España uno de sus epicentros. Este responsable político y líder religioso ha relacionado el choque entre la fe y «el laicismo agresivo» que, según él, aquí se registra, con el anticlericalismo de los años 30, es decir, con el régimen democrático -no se olvide- de la Segunda República. Tales afirmaciones suscitan perplejidad y mueven a una reflexión sobre las relaciones entre el Estado y la Iglesia católica, en especial si se toman desde la perspectiva que ofrece la configuración jurídica de las mismas.

La perplejidad comienza si se contrastan estas declaraciones con lo que prescribe la propia Constitución de 1978, que si bien reconoció la libertad religiosa (artículo 16) y declaró que ninguna confesión tendría carácter estatal, acto seguido incorporó el deber de los poderes públicos de mantener relaciones de colaboración con las diferentes confesiones, con mención especial para la Iglesia católica. Cabe recordar que, en realidad, esto no suscitó una especial controversia en el proceso constituyente, ni la citada iglesia planteó el tema como una cuestión vital para sus intereses. Por el contrario, sí lo hizo y con éxito en la regulación de la libertad de enseñanza (artículo 27) y en la interpretación de este derecho fundamental conforme a los tratados internacionales (artículo 10.2), lo que le aseguraba la potestad para crear centros docentes y la activa participación educativa a través de su red de centros religiosos integrados en el sistema de enseñanza del Estado, neutralizando de esa manera cualquier intento de construir un espacio público básico de laicidad. Aunque, todo sea dicho, la Constitución no hace referencia alguna al laicismo y solo se limita a configurar un modelo de Estado aconfesional que, tal como han ido las cosas, y en especial vista la presencia del culto y la simbología católica en los actos de los poderes públicos, más bien parece una aconfesionalidad avergonzada.

EL ESTUPOR continúa si se recuerda lo previsto en los acuerdos firmados en 1979 entre el Estado español y el Estado vaticano, que reformaron el concordato de 1953 y que la llamada Santa Sede firmó con la dictadura franquista. Así, en el ámbito de la enseñanza, los acuerdos establecieron que «en todo caso, la educación que se imparta en los centros docentes públicos será respetuosa con los valores de la ética cristiana» y, asimismo, reconocen a la Iglesia católica el derecho de ejercer la enseñanza en todos los niveles educativos, con lo que ha dispuesto de una espléndida plataforma para la transmisión de ideología y para organizar desde la edad más temprana el consentimiento de las personas.

Si seguimos con el contenido de los mismos acuerdos en materia económica, y como es bien sabido por todos los contribuyentes, el Estado consigna «en sus presupuestos generales la adecuada dotación a la Iglesia católica con carácter global y único, que será actualizada anualmente». Es decir, que con independencia de las creencias religiosas y la ideología de todos los ciudadanos que contribuyen con su renta a los gastos del Estado, la Iglesia recibe cada año una asignación proveniente del erario. A pesar de su condición de entidad privada y después de más de 30 años, la Iglesia es incapaz de autofinanciarse con las aportaciones de los católicos y han de ser todos los ciudadanos quienes carguen con ello. Pero no queda ahí la cosa: los acuerdos establecen que la Iglesia queda exenta de los impuestos sobre la renta o sobre el gasto o consumo, por ejemplo, en la actividad de enseñanza en seminarios diocesanos y religiosos, o sobre la adquisición de objetos destinados al culto. También queda exenta de forma «total y permanente» del pago de la contribución territorial urbana de inmuebles como los templos y capillas, «la residencia de los obispos, de los canónigos y de los sacerdotes con cura de almas»; «los seminarios destinados a la formación del clero diocesano y religioso y las universidades eclesiásticas…»; «los edificios destinados primordialmente a casas o conventos de las órdenes, congregaciones religiosas…». La Iglesia tampoco paga los impuestos reales o de producto, sobre la renta y sobre el patrimonio; los impuestos sobre sucesiones y donaciones y sobre transmisiones patrimoniales, siempre que se trate de bienes destinados al culto, etcétera. Y así podríamos seguir, con un tratamiento institucional de leonino privilegio que choca con el principio constitucional de igualdad que los acuerdos de 1979 vulneraron desde su inicio.

No obstante, el líder del Vaticano además ha afirmado que el Estado debe apoyar el modelo de familia que la doctrina católica establece, menospreciando decisiones soberanas del Parlamento. Pero la aconfesionalidad no permite este tipo de intromisiones en la voluntad popular reflejada en las leyes. Por lo que, volviendo al inicio, hablar de laicismo agresivo parece un puro ejercicio de cinismo. Y referirse a anticlericalismo, toda una provocación.

Catedrático de Derecho Constitucional de la Universitat Pompeu Fabra.

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