Se diría —dibujando el escenario— que nuestra iglesia católica percibe en la sociedad un alarmante desvío del camino adecuado, y que gran parte de esta percibe en aquella buena dosis de clericalismo y aun arrogancia (curiosamente, se coincidiría bastante aquí con el propio papa Francisco, por no decirlo al revés). Recordemos, por traer un ejemplo al margen de la denominada ideología de género, que las autoridades eclesiásticas insisten a veces en lo “no negociable” de algunos cardinales principios o valores, tales como la vida, la familia o la libertad (en efecto, los que dice defender Hazte Oír).
Quizá resulte más inquietante la crisis de vocaciones, pero la iglesia debe ser lógicamente sensible a la continua pérdida en el número de creyentes y de practicantes. Se diría que trata de influir con sus fuerzas en el devenir político —también en defensa de su muy relevante posición— y, sobre todo, que se esmera con los alumnos que pasan por sus centros, para preservar su condición de fieles. No faltará, no, quien perciba aquí esta fidelidad con amplitud: tanto en lo religioso como en lo más corporativo.
Polisémico empero aquí el corporativismo, parecería aún más oportuno detenernos en el sociocentrismo de los ambientes más católicos; en estos advertimos: percepción autorreferencial de realidades, desconfianza hacia los ajenos, conciencia de poseer la verdad, debilidad en la autocrítica, pensamiento colectivo definido por los líderes, sumisión de los seguidores, particular retórica… Pero sorteemos esta digresión y cerremos la isagoge; vayamos ya a la educación, concretamente a su componente más soft, en los centros católicos de nuestro país.
Enfocamos esta educación confiando en que, sin perjuicio alguno de la mejor formación católica de los alumnos, aquella se despliegue alineada con la regulación de nuestra convivencia en democracia; en que se vaya preparando a los alumnos para asumir las realidades sociales y exigencias laborales que les esperan; en que no se funda-confunda la religión con los intereses corporativos de la iglesia; en que se evite empujar a los exalumnos al activismo social, en prometida defensa —“a toda costa”, se explicita en alguna ocasión— de las verdades propias en materias diversas.
Se diría que las congregaciones dedicadas a la enseñanza se adhieren al propósito de hacer de sus alumnos “buenos cristianos y honrados ciudadanos”, saludable binomio —este era el binomio— que viene seguramente leyéndose, por un lado, como creyentes y practicantes, y, por otro, como ciudadanos que se desenvolverán dentro de las normas de convivencia. En realidad, la doble condición de cristianos y ciudadanos del mundo ya generó lógicamente reflexiones en los primeros tiempos del cristianismo. Podríamos asomarnos, al respecto y por ejemplo, a la Carta a Diogneto, del siglo II (redactada por un discípulo los Apóstoles), porque la doctrina cristiana era entonces más reciente y acaso más genuina.
En este documento —traducción disponible en Internet— se nos habla de cristianos que obedecen las leyes del lugar, que no practican ninguna clase de vida extraordinaria, que no exhiben su religión “como lo hacen los judíos”, que no aspiran a que su credo guíe el funcionamiento de la sociedad. Se viene a decir, sí, que “su existencia tiene lugar en la tierra, pero su ciudadanía está en el cielo”. Lea cada interesado dentro del contexto epistolar, pero parece percibirse una separación entre la doctrina cristiana en lo más espiritual, y el desempeño cívico en lo terrenal y más material, lo que ya se había advertido en claras y ocasionales manifestaciones del propio Jesús de Nazareth.
Luego —otro párrafo digresivo— las cosas cambiarían mucho en la iglesia, sí, tras una cierta regulación y aun politización, a partir del concilio de Nicea. La historia posterior de la cristiandad y la catolicidad no resulta ejemplar en su conjunto, e introduciría entropía en esta reflexión educacional. Cierta y milagrosamente, llegados al poder, los cristianos pasarían, de haber sido perseguidos, a ser los perseguidores de infieles e imponer sus modelos a la fuerza, también incluso en lo científico. Una cierta sed de poder parece haber caracterizado a los líderes católicos, que, delegados de Dios, diríase que han venido manejándose más a gusto con seguidores acríticos, crédulos, sometidos, asintientes (lo que no podría prolongarse a nuestro tiempo).
Si saltamos al siglo XVIII y leemos al canónigo agustino Johann I. Felbiger, “la escuela debe trabajar para educar a los jóvenes de tal modo que lleguen a ser buenos cristianos y honrados ciudadanos; dicho de otra forma, que se comporten como súbditos fieles y obedientes a la autoridad, y como personas útiles para la vida social”. Felbiger, encargado por María Teresa I de Austria, condujo la reforma de la enseñanza católica en los dominios de la emperatriz.
Cabría detenerse en el lado “ciudadano” que, a su vez, desplegaría sumandos, pero también cabe reflexionar sobre el lado “cristiano”: al hacerlo, emerge algún solape entre ambos lados. Emerge algún solape y aparece también la conveniencia de distinguir, claro, entre cristianos y católicos, porque realmente el colectivo aquí enfocado es el católico, muy mayoritario entre los cristianos de nuestro país. En realidad, hay muchas personas que se declaran católicas y no practican, y que acaso recortan su credo y compromiso, sin que podamos saber en qué se quedan; pero en el colegio seguramente han cultivado el catolicismo oficial.
Uno barrunta que no se puede ser buen católico sin ser, a la vez, ciudadano respetuoso con las realidades emergentes, con otros credos, con otras opiniones, con las normas de convivencia; que no se puede ser buen católico sin humildad, empatía, generosidad, compasión, integridad, coherencia, solidaridad, ecuanimidad, buen juicio, orientación al bien común; que, al asumir la dignidad del ser humano como criatura de Dios, no cabe mostrarse acrítico, crédulo, sometido, asintiente, sino crecer como pensador crítico con autonomía de conciencia.
Seguramente la formación católica impartida en los centros supera estas expectativas formuladas y las que pudiera añadir el lector en acertada cogitación; pero el despliegue educacional es extenso y hay que desear siempre que la evangelización, constituyendo elemento nuclear en las escuelas católicas, no neutralice ni relativice a ningún otro elemento; que la formación católica sume, sin restar; que también nuestra Constitución resulte cardinal referencia, en sus principales formulaciones. Otras muchas reflexiones cabrán, sin duda más oportunas y consistentes, porque la educación es tema cardinal y candente.
José Enebral Fernández
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