La propuesta de considerar delito la exaltación del franquismo ha tomado unos derroteros inesperados y lo que parecía una iniciativa llamada a conseguir la unanimidad de la izquierda se ha topado con numerosas voces críticas que anteponen la libertad de expresión al reproche penal. Se arguye con buen criterio que este tipo de castigo no dejaría de ser interpretado como una persecución ideológica que acabaría por victimizar a los franquistas y que la limitación de un derecho fundamental como es la libertad de expresión es una siembra de vientos de la que se terminarían recogiendo tempestades.
Ocurre también que la regulación de los delitos de odio en el Código Penal es un auténtico disparate que permite, por ejemplo, la condena a penas de cárcel a la autora de unos tuits de humor negro sobre Carrero Blanco mientras acepta como inevitable la glorificación de la dictadura de determinadas personas y colectivos. Entre la impunidad y el presidio son posibles medidas intermedias para impedir, por ejemplo, que la Fundación Francisco Franco siga campando a sus anchas, ya sea prohibiendo cualquier tipo de ayuda pública o reformando la propia ley de Fundaciones, tal y como hace un tiempo propuso En Marea, para que ninguna entidad pueda tener entre sus fines fundacionales «venerar y exaltar, destacar o premiar a figuras que tienen que ver con el franquismo».
Los defensores de la tipificación como delito de la apología del franquismo aluden a la experiencia de países como Italia o Alemania, donde existen castigos penales para la exaltación del fascismo y el nazismo. Se ignora que, con ocasión de la reforma del Código Penal de 1995, se planteó aquí en relación a la apología del terrorismo y la libertad de expresión un intenso debate en el que se impusieron quienes sostenían que la Constitución amparaba incluso las opiniones contrarias a la democracia y que la apología sólo podía considerarse delito si constituía una incitación al crimen que, en el caso de ser perpetrado, debía castigarse como inducción. Modificaciones posteriores del Código Penal arrasaron con esta filosofía, que era la misma que defendía Orwell cuando explicaba que la libertad de expresión consiste en decir lo que la gente no quiere oír y, sobre todo, en escucharlo sin exigir juicios sumarísimos.
El caso alemán, donde la exaltación del nazismo está castigada desde 2005 con hasta tres años de cárcel, merece algunas consideraciones previas relacionadas con el fracasado proceso de desnazificación que los aliados, especialmente los estadounidenses, trataron de impulsar al acabar la II Guerra Mundial y contra el que se revolvió incluso Adenauer al pedir que dejara en paz a los compañeros de viaje de los nazis mientras aconsejaba fomentar el silencio. Nótese que entonces lo que estaba en juego eran procesos judiciales por crímenes de guerra y no simples condenas por apología.
La reeducación, que incluyó el visionado masivo de documentales sobre las atrocidades del régimen en proyecciones donde la mayoría de los espectadores volvía la cara o visitas a campos de concentración, lejos de conseguir algo parecido al arrepentimiento afianzó la idea de que las víctimas eran los propios alemanes y los juicios una venganza de los ganadores de la contienda.
Aunque fragmentarios, los datos que ofrece Tony Judt en su monumental Postguerra son reveladores. En 1951 en Baviera el 94% de los jueces y fiscales, el 77% de los empleados del Ministerio de Economía y el 60% de los de Agricultura eran exnazis. En el cuerpo diplomático de Alemania Occidental, el 43% había pertenecido a las SS y otro 17% a la SD o a la Gestapo. Globke, principal ayudante de Adenauer en la década de los 50, fue el responsable de la declaración oficial de las leyes de Núremberg de Hitler de 1935, que dieron comienzo a la persecución de los judíos. Hauser, jefe de Policía de Renania-Palatinado, fue el responsable de las matanzas en Bioelorrusia durante la guerra. Empresarios como Flick o Krupp, declarados criminales de guerra fueron rápidamente rehabilitados. Las encuestas a la población mostraban que la mayoría pensaba que el nazismo había sido una buena idea, pero mal aplicada, y ya en 1952 casi un 40% de los alemanes occidentales creía que lo mejor era no tener judíos en su territorio.
En definitiva, ni los tribunales de guerra ni la desnazificación consiguieron gran cosa más allá de acentuar la victimización. Lo que se impuso fue la amnesia. «El Gobierno de la Republica Federal, en la creencia de que muchos han expiado subjetivamente una culpa que no era tan grande, está decidido, siempre que resulte aceptable hacerlo, a dejar atrás el pasado», declaraba el ya citado Adenauer en 1949 en su primera intervención como canciller ante el Parlamento federal. Volviendo al presente, y sin que sea posible establecer una relación causa-efecto, cabría destacar un hecho: castigar penalmente la exaltación del nazismo no ha impedido que la ultraderecha de Alternativa para Alemania, la versión edulcorada del neonazismo, sea hoy la tercera fuerza en el Bundestag.
No se pide aquí el olvido de los crímenes del franquismo ni ignorar su glorificación, en un país además que, lejos de condenar la dictadura o sus representantes decretó una ley de amnistía que se presentó como el acto de reconciliación nacional por excelencia, cuando lo cierto es que las únicas renuncias recayeron en las víctimas del régimen, a las que se permitió salir de la cárcel a cambio de que abdicaran de su derecho a exigir justicia. Sin esa justicia, ¿cómo vamos a aplicar el Código Penal a quien dé vivas a Franco si el mentado, aún desahuciado de su pirámide, ha sido exhumado con una liturgia muy próxima a los honores de Estado y vuelto a inhumar en un panteón que ahora es propiedad del Estado y antes de Patrimonio Nacional? ¿Cómo actuar judicialmente contra quien entonen el Cara al sol mientras sigue habiendo torturadores con medallas pensionadas por sus servicios?
Aun aceptando que la tipificación como delito de la exaltación del franquismo no tiene por qué atentar contra la libertad de expresión, que tiene sus límites y no es un derecho absoluto, su utilidad es bastante discutible si antes no se asienta en la memoria colectiva lo que realmente significó la dictadura, no se completa la reparación de sus víctimas y no se acometen las exhumaciones de miles de personas que siguen diseminadas por las cunetas de todo el país. Por ahí habría que empezar.
Juan Carlos Escudier
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