Dando cumplimiento a uno de los principios vertebradores del programa de la Modernidad, la Ilustración (y, dentro de ella, todo el pensamiento político surgido a partir de los hegelianos de izquierda) entronó a la Razón como la nueva diosa que regiría nuestro destino tras la caída del Ancien Régime. De hecho, durante la Revolución Francesa se entronizó a esa diosa en algunas iglesias parisinas, llegando al monstruoso absurdo de desarrollar cultos y rituales para la liturgia del nuevo credo racionalista.
Desde entonces se cree, con la misma intensa fe que se dispensaba al dios judeocristiano, que los seres humanos tomamos nuestras resoluciones haciendo un cálculo racional de los propios intereses. Desde el positivismo comtiano, pasando por el pragmatismo, el funcionalismo, el estructuralismo o la teoría de sistemas, hasta la TER (Teoría de la Elección Racional), que extremaron la tendencia, todos coincidían en asignar un papel decisivo a la razón en la toma de decisiones. La izquierda, en consecuencia, fundamentó todas sus estrategias políticas en la creencia de que la lógica racionalista bastaba para convencer a las personas de la necesidad (racional) de apoyar sus ideales de liberté, égalité et fraternité.
Desafortunadamente, ese análisis de las decisiones políticas no se ha visto respaldado por los hechos. Entonces se vino a decir, aunque no explícitamente, que había gente irracional, que no pensaba del modo correcto y que se equivocaba al tomar sus decisiones políticas; se dijo, a modo de chanza, que “no hay nada más tonto que un obrero de derechas”.
Pero lo que está detrás de la decisión del “obrero de derechas” quizás no sea una ofuscación o un error de su razón; esta percepción es fruto de la falta de comprensión de los mecanismos mentales comunes en todos los seres humanos por parte de los políticos de izquierdas y de sus estrategas correspondientes. El asunto no es menor, ya que el pensamiento de izquierdas ha perdido demasiado tiempo aferrado a esas viejas creencias, mientras que el de derechas hace más de 40 años que utiliza ese conocimiento para ganar elecciones en todo occidente. Pero comencemos por los orígenes.
Años ochenta: los réditos de la revolución conservadora
La ola de conservadurismo extremo que anega la política occidental hoy en día tuvo su origen en una reacción ante la prolongada hegemonía del partido demócrata en los EEUU. Desde el fin de la II Guerra Mundial, los demócratas ocuparon la Casa Blanca durante cinco mandatos, por tres de los republicanos, lo cual parece más o menos equilibrado, pero si descartamos la presidencia de Dwight D. Eisenhower, recogiendo los frutos de su prestigio militar, razón por la que fue cortejado por ambos partidos (aunque finalmente se presentó por el republicano), los demócratas gobernaron por 20 años, mientras que los republicanos solo 8 y, lo que es más importante, los demócratas impusieron tanto su discurso como su agenda política, obteniendo el inesperado efecto de que la gente normal (esto es, el ciudadano o votante medio) considerara una especie de estigma declararse conservador. En aquel momento se detectaba una ocultación de las convicciones conservadoras, incluso por parte de los más convencidos votantes de derechas, vergonzante disimulo que también se pudo percibir durante algún tiempo en España y otros países europeos, aunque con un desfase temporal considerable.
Todo eso cambió con la era Reagan. Desde entonces, los conservadores americanos y sus lobbies corporativos dedicaron ingentes cantidades de dinero (unos 400 millones de dólares anuales), primero a la creación de institutos o fundaciones, como la Heritage Foundation, para que investigadores de prestigio, afines (o cooptados) a sus ideas encontrasen el modo de convencer al ciudadano medio de la bondad de sus postulados; luego, implantaron institutos y departamentos del mismo tenor en el seno de las universidades más prestigiosas de los Estados Unidos, como la Hoover Institution en la Universidad de Stanford o el Olin Institute en la de Harvard, incluso fundaron sus propias universidades.
Los think tanks creados desde los años ochenta, más de 500 distribuidos por todo el territorio norteamericano con infinidad de investigadores sociales generosamente remunerados, han sido especialmente activos en los principales centros de poder. Todo ello culminó con la adquisición o puesta en servicio de un importante aparato de propaganda que difundiera y aplicara las recetas elaboradas en aquellos centros. Para ello se hicieron con editoriales que publicaran libros con los resultados de las investigaciones realizadas, así como con periódicos, revistas, cadenas locales y nacionales de radio y televisión que defendieran abiertamente el programa conservador, colonizando aproximadamente al 80% de los talking heads. Con tamaña maquinaria para propagación de sus ideas, los republicanos han logrado ocupar la Casa Blanca, desde los años ochenta, tanto o más que los demócratas.
Frente a la corriente general del pensamiento progresista, que sostiene que los seres humanos hacemos nuestras elecciones basándonos únicamente en el cálculo de la razón, los think tanks conservadores, basándose en estudios neurológicos, se percataron de que la razón viene a ser un factor ajeno a la motivación profunda que determina la mayor parte del pensamiento, de la palabra y de la acción de las personas. La neurociencia había demostrado que el pensamiento consciente de los seres humanos representa solamente el 2% y que el 98% restante era inconsciente. La intervención de la razón consciente acaece normalmente para justificar ex post facto las decisiones tomadas, insertándolas en una lógica discursiva, como racionalización ad hoc.
No se trata aquí de ninguna suerte de conjetura o desiderátumreaccionario. El célebre ensayo, elocuentemente titulado El error de Descartes, del neurobiólogo de origen portugués Antonio Damasio, adscrito a la Universidad del Sur de California, proporcionó argumentos científicos rigurosos que lo avalan: en su tesis principal Damasio sostiene que el pensamiento, todo pensamiento, tiene su origen en la emoción. Ese estudio constató que los pacientes que habían sufrido daños en los centros cerebrales de la emoción, de los sentimientos, pero cuyo raciocinio no había perdido un ápice de su capacidad lógica, pensaban, hablaban y actuaban como seres asociales, casi sociópatas, incapaces de articular una respuesta adecuada a los desafíos más simples de la vida cotidiana.
Por ello, Reagan y su equipo de comunicación dirigieron sus mensajes a la mente emocional de los americanos. De ahí que sus discursos políticos se vieran siempre preñados de alusiones continuas y machaconamente recurrentes a la metáfora política que ve la nación como si fuera una familia, metáfora que permite hablar de “padres fundadores”, “madre patria”, etc. Este ha sido el telón de fondo constante del discurso político republicano, desde entonces. Discurso mimetizado por M. Thatcher en Gran Bretaña, H. Khol en la RFA, J. Chirac en Francia o J. M. Aznar en España.
No pienses en el elefante republicano
La victoria de Trump en las elecciones de 2016 tomó un cariz especial pues las estrategias desarrolladas por el equipo liderado por Steve Bannon, derrotando al poderoso stablishment norteamericano (tanto al demócrata, como al republicano), se produjo aplicando los más recientes avances de la neurociencia cognitiva, algo que los demócratas y la izquierda europea en general aún no han sabido ver ni aprovechar. La estrategia desarrollada a partir de esos conocimientos es sencilla y tremendamente eficaz, la llamaremos la técnica del “no pienses en un elefante”, en reconocimiento al lingüista cognitivo George Lakoff por ser quien mejor, más lúcida y claramente la ha analizado. La aplicación de dicha técnica permite dominar la agenda política. Imponer una determinada agenda política significa hacer prevalecer el marco propio (el Estado como padre estricto de los republicanos o bien como padre cuidador de los demócratas) sobre el marco de los oponentes.
Hacerse con las riendas de la agenda política se logra de forma aparentemente simple y sencilla: proponiendo iniciativas que atraigan el foco y provoquen la reacción mediática, generando un debate tanto dentro como fuera de las filas del partido. Numerosas investigaciones han demostrado fehacientemente que da igual el apoyo o el rechazo que genere una propuesta, su aceptación por parte de los ciudadanos no depende de lo razonable o disparatado del mensaje, sino de cómo sean percibidos quienes lo apoyan o rechazan. Si quien se muestra a favor de una determinada propuesta, que defiende públicamente, genera nuestro rechazo, la propuesta nos parecerá inaceptable por muy razonable que esa, y al revés, si quien se muestra contrario a la proposición provoca en nosotros un rechazo visceral, veremos con simpatía la propuesta por muy descabellada que, en principio, pudiera parecer.
Dicho con otras palabras, cada opinión que genera en los medios producirá una hueste de seguidores y detractores que aumentará en proporción directa al número de opiniones vertidas y difundidas. Lo más destacable de esta teoría es que la negación de un argumento no invalida en ningún caso los efectos cognitivos que induce, de ahí lo ingenioso del mensaje “no pienses en un elefante” que inmediatamente ilumina su imagen en nuestro cerebro, aunque intentemos evitarlo. Por consiguiente, lo más importante no son las propuestas en sí mismas, sino la negación o el aplauso que provoquen. Además, entra en juego otro factor de la máxima importancia: cuanto más relevantes sean los personajes que las comentan y con mayor fervor las avalen o rechacen, mayor será su impacto. La intuición artística de Salvador Dalí supo percibir esos efectos cuando comentó irónicamente que “lo importante es que hablen de ti, aunque sea bien”.
Teniendo en cuenta lo dicho, el gurú de la campaña de Donald Trump diseñó toda la estrategia victoriosa del magnate abatiendo, contra todo pronóstico, primero al stablishment republicano y luego al demócrata. Cada día Trump presentaba una propuesta o hacia una valoración sobre algún tema relevante tanto o más descabellada que la del día anterior, pero que, involucrando de alguna manera los sentimientos más inconfesados y recónditos del americano medio, fuera acumulando apoyos hasta la derrota de todos sus oponentes. Armar a los docentes en los institutos de enseñanza media como solución a la inseguridad que se produce en algunos centros escolares de los barrios más pobres para atajar episodios como la matanza de Columbine; construir un muro de 2.200 kilómetros para detener la supuesta invasión sigilosa de los inmigrantes latinos para robar, violar y asesinar americanos o, al menos, arrebatarles sus empleos, son dos ejemplos palmarios del tipo de iniciativas que incitaron la reacción, a veces histérica, de los medios, suscitando más y más adhesiones (con sus correspondientes rechazos). Lo crucial de este planteamiento, al margen del rechazo de quienes jamás lo admitirían, es que gente que antes no pensaba en Trump ahora sí que lo hacían, esto es, movilizaba a su favor a los indiferentes.
La estrategia, brillantemente descrita por Lakoff, forma parte de un programa conservador que intenta difundirse a escala global y ahí están los ejemplos de Bolsonaro en Brasil, Macri en Argentina o Salviani en Italia. Vox, que también fue asesorado por el equipo de Bannon en su campaña de las elecciones andaluzas, tomó buena nota de ello, y explotó ese tipo de mensajes impactantes, provocando a la opinión pública y a los líderes sociales más representativos, para que hablaran cada día de sus propuestas, imponiendo el qué, el cómo y el cuándo en la agenda política andaluza. De esa manera logró 12 diputados en la cámara y se volvió imprescindible para la formación del gobierno de derechas que ahora gobierna Andalucía, saliendo de la irrelevancia más absoluta de elecciones previas.
La misma estrategia (asesorado nuevamente por Bannon) es la que Abascal está aplicando a pies juntillas en esta precampaña para las elecciones de 28 de abril, y lo más grave es que la izquierda política y mediática ha mordido el anzuelo y están convirtiendo a una formación política, antes residual e insignificante, en un actor de primera división en el debate político español.
La cuestión debería ser ¿cómo se combaten este tipo de estrategias? Lo primero sería no caer en el error de rebatir o negar cada una de las palabras de Vox, sino más bien declararlas fuera de lugar, extemporáneas o simplemente reírse, sin mayor comentario. El humor, la sátira, la ironía y el sarcasmo son las opciones más corrosivas, deslegitimadoras y útiles para hundir el discurso político de la extrema derecha, sin olvidarse del lanzamiento de las propias iniciativas que, para atraer el foco de atención mediático y recuperar así la agenda política, deben ser lo suficientemente novedosas e impactantes como para imponer el relato propio.
Inconscientemente me temo, esa estrategia fue la que, en su debut, elevó a los cielos a Podemos. La descalificación del Régimen del 78, el cuestionamiento de la Monarquía, la salida del euro, de la Unión Europea y de la OTAN y el ataque inmisericorde contra los políticos corruptos del bipartidismo, eran el tipo de discurso radical e iconoclasta que movilizaba la reacción vociferante, imperiosa y convulsiva de los poderes fácticos (políticos, económicos y mediáticos) del Estado, generando un tsunami de adhesiones que, con la moderación y el acomodo posterior, se ha ido desinflando poco a poco. El victimismo que ahora exhibe el partido morado (aunque pueda beneficiarle en algo) no sirve para volver alcanzar aquellos resultados. Refrescar aquel discurso y proponer reformas radicales del sistema, claramente de izquierdas, debería preñar su discurso electoral si de verdad pretenden asaltar los cielos de nuevo.
Con una estrategia similar, aunque mucho menos agresiva y provocativa, José Luis Rodríguez Zapatero, asesorado por lo que se llamó en su día el “comité de sabios” (entre los que se contaban dos premios nobel, Helen Caldicott y Joseph Stiglitz y otros intelectuales progresistas como André Sapir, Mª Joao Rodrigues, Wolfang Merkel, Jeremy Rifkin, Nicolas Stern y el mismo George Lakoff), lanzó en la campaña de las elecciones de 2008 una serie de iniciativas rompedoras y claramente progresistas que desataron la histeria de la derecha mediática, pero que lograron, a la postre, imponer la agenda política socialista y llevarse de calle el voto de los electores.
La diferencia cardinal entre conservadores y progresistas en la utilización de las estrategias descritas más arriba debería ser de orden ético, mientras la derecha busca el impacto en el exabrupto rayano en la grosería, la izquierda tendría que lograr repercusión por la profundidad de las reformas propuestas, por lo imaginativas e innovadoras que resulten y por la voluntad real de llevarlas a cabo, algo que no preocupó demasiado a Trump ni a Vox.
José Carlos Fernández. Doctor en Ciencias Políticas y Sociología
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