El entorno que ha rodeado a la organización de la visita a Madrid del jefe del Estado vaticano, Joseph Alois Ratzinger, obliga, una vez más, a reflexionar sobre el alcance de las previsiones constitucionales acerca del carácter aconfesional del Estado, por el que "ninguna confesión tendrá carácter estatal" y de que "los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones" (art. 16.3). En una visita en la que, según ha informado este mismo diario, se han expuesto textos religiosos del rito católico en las fachadas de organismos públicos del Gobierno central y del autónomo. Además, la sede del Ayuntamiento ha servido como vestuario de miles de sacerdotes para celebrar una misa. También, a fin de acoger la visita de Benedicto XVI y los eventos de la Jornada Mundial de la Juventud, se han cerrado al tráfico durante siete días parte del centro de la ciudad, todo lo cual se ha justificado por la condición de líder espiritual del monarca absoluto del Vaticano, del que muchas personas "van a escuchar un mensaje de esperanza en un mundo tan complicado como el que estamos viviendo".
Pero como resulta que, con sus luces y sombras, vivimos en una sociedad democrática, resulta ser que ante la visita del líder católico, también se han movilizado otros sectores de la sociedad que se han expresado críticamente respecto de la visita bajo el lema "De mis impuestos, al Papa cero. Por un Estado laico", propugnando la eliminación de los privilegios jurídicos, simbólicos, políticos, fiscales y económicos de los que goza la Iglesia católica. Ante tales reproches, miembros de la jerarquía católica han calificado de "paletos" a quienes los formularon; de "parásitos" a los convocantes de una manifestación crítica con la concentración, a los que además consideran depositarios "de una laicidad radical y un secularismo peligroso para la moral". Ciertamente, es una forma de libertad de expresión que ha de ser garantizada. No parece, sin embargo, que también lo sea de la tolerancia que algunos predican del catolicismo. En todo caso, es un derecho fundamental inalienable que, como es el caso, también sirve para retratar a algunos.
En este contexto, una de las cuestiones que vuelve a plantearse es hasta qué punto el poder público puede comprometer su relación de colaboración con la Iglesia católica, como ha sido ahora el tener el centro de Madrid bloqueado al tráfico regular durante una larga semana, en la que edificios públicos han hecho ostentación de mensajes religiosos, que por muy respetables que sean forman parte de las creencias privadas de un sector de la población que, en ningún caso, pueden implicar al Estado, que por prescripción constitucional carece de adscripción religiosa. Razón por la cual, un edificio público no puede expresar mensajes religiosos porque su carácter representativo de todos los ciudadanos impide a sus gestores utilizar el espacio físico del edificio para hacer ostentación de credo alguno. El mismo argumento ha de servir para rechazar prácticas que se siguen realizando en la actividad de determinados poderes públicos, como es el caso de los funerales de Estado bajo el rito católico, o las tomas de posesión de altos cargos con presencia de símbolos religiosos como el crucifijo, o la celebración de misas en centros públicos con motivo de determinadas festividades. La aconfesionalidad del Estado excluye a cualquier credo religioso y sus símbolos de la actividad regular de los poderes públicos en el ejercicio de sus funciones constitucionales.
De acuerdo con esta premisa, el genérico deber constitucional de cooperación del Estado con las diversas confesiones religiosas y en especial con la Iglesia católica, ha de ser entendido -de acuerdo con el profesor Ruiz Miguel- como un deber general de facilitación de medios, pero no de incentivación de estos. Facilitar los medios a un credo religioso para el ejercicio de la libertad religiosa se concreta en la acción de los poderes públicos destinada simplemente a allanar o posibilitar la realización de la libertad, pero sin ir mucho más lejos y, por supuesto, sin comprometer al poder público con los contenidos de la creencia religiosa. Por el contrario, concebir la cooperación como una forma de incentivación de conductas a las que los ciudadanos pueden ser opuestos -lo cual es una lógica consecuencia en una sociedad basada en el pluralismo- comporta una implicación o compromiso del Estado con determinados valores religiosos, que supone indefectiblemente la lesión de los derechos de libertad religiosa y libertad ideológica de los ciudadanos que no participan del credo religioso que el poder público se dedica a incentivar. Algunos de los ejemplos aquí citados con motivo de la concentración católica de Madrid, como los mensajes en edificios públicos o el uso de dependencia municipales, están en las antípodas del Estado aconfesional que proclama la Constitución.
Aunque ello no puede sorprender tras la pervivencia de los Acuerdos con el Vaticano de 1979, que consagraron un conjunto de privilegios para la Iglesia católica, con clara vulneración del principio constitucional de neutralidad del Estado en materia religiosa, a favor de una confesionalidad soterrada.
Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra.