La ciencia para su funcionamiento verdadero necesita de una línea que demarque lo privado de lo público, lo religioso de lo secular: esto es, el laicismo.
En su ensayo Why religion is not going away and science will not destroy it, publicado en la revista digital Aeon, el académico australiano Peter Harrison trata de convencernos de que la ciencia no está contrapuesta a la religión, y tampoco es un factor que promueva o requiera de modo necesario del laicismo, al poder convivir supuestamente con ella en sociedades en que una religión, varias, o la religión en general, tengan algún grado de control sobre lo secular. Lo primero admitimos que puede ser cierto, mas no lo segundo. La ciencia puede convivir con la idea religiosa en la mente de un creyente, mas no se puede hacer ciencia a la larga sin que el laicismo impere en la sociedad, o en el conjunto de sociedades relacionadas entre sí en que se hace, sin que se evite el que ninguna religión, o incluso todas ellas, tengan el poder temporal de controlar y sancionar lo que se piensa en dichas sociedades.
Sigamos las conclusiones que nos deja la historia. Al menos en un periodo de tiempo más prolongado del que en su ensayo hace uso Peter Harrison (más o menos desde finales desde el siglo XVIII hasta la actualidad). La Ciencia, al menos la singular actividad que hemos desarrollado bajo ese nombre en los últimos 2 500 años, demuestra ser una que se desarrolla espasmódicamente. Tiene grandes periodos de tranquilidad, en que se admite un paradigma y se lo desarrolla a pesar de los muchos nuevos hechos que ya no pueden ser más integrados de manera clara a la teoría central de este, y a los cuales se los esquiva o se los integra de maneras cada vez más complicadas y a todas luces insuficientes (ad-hoc). Entonces, ante una teoría que cada vez se complica más y más, hasta el punto de hacerla inoperante como mapa, “esquema simplificado del mundo”, si en la sociedad en cuestión se dan ciertas condiciones, en específico cierto respeto a la libertad de cada cual de pensar y de expresar lo pensado, y una determinada cultura que exalta por sobre todas las demás otras habilidades humanas la de saber utilizar esas libertades mediante el ejercicio de la inteligencia, ocurre una revolución científica y surge un nuevo paradigma.
En este esquema de desarrollo, que es el de Kuhn sazonado con ciertas pizcas del de Paul Feyerabend, es evidente que puede haber ciencia hasta en las teocracias, o en aquellas sociedades en que simplemente la religión tenga algún dominio sobre lo temporal. Pero de la tranquila, la que solo consiste en ampliar y enriquecer el paradigma, no de la revolucionaria; y la verdad es que sin revoluciones la ciencia no es más que otra religión más. Es esto precisamente lo ocurrido en Occidente durante la Edad Media, en que en un infinito período de tranquilidad se refinó al máximo, y hasta el absurdo de los epiciclos, la física y la astronomía aristotélica. Paradigma el aristotélico-ptolemaico que siguió incontrastado a pesar de ya no dar más de manera evidente, al menos hasta las grandes revoluciones humanistas que en el Renacimiento comenzaron a separar lo secular de lo religioso, y restablecieron en el proceso y en alguna medida el libre derecho de la mujer y el hombre a pensar por sí mismos y comunicar lo pensado (uno tiene sus dudas si hemos recuperado plenamente los niveles de tal libertad de que disfrutaron personajes como Anaximandro, o Platón).
En este sentido del paradigma de Kuhn-Feyerabend es evidente que para que haya ciencia en lugares como China comunista, Irán, la India de estos nuevos y oscuros tiempos, o el actual estado turco post-Kemal, debe de haber otros lugares en donde se dé la ciencia dura, la real. O lo que es lo mismo, para que en China, Irán, la India de los nuevos tiempos, o el actual estado turco post-Kemal puedan dedicarse a refinar los paradigmas y sacarles los máximos provechos tecnológicos, deben de existir otras específicas regiones del globo en que puedan darse revoluciones científicas. Las cuales con toda probabilidad no se darán en estados teocráticos, o totalitarios enemigos del libre pensamiento y su libre expresión, y en que la genialidad revolucionaria no es tratada como una de las virtudes más admiradas a nivel social, sino como uno de los más execrados y perseguidos sacrilegios.
Quizás la necesidad del laicismo para el avance de la ciencia nos sea un poco más evidente si recordamos el modo cómo la misma comenzó, según Popper. Según él puede trazarse una clara línea distintiva en el método de aproximación humana a lo que le rodea, entre lo que se hacía antes y lo que se hacía después de la rara y hasta entonces nunca vista relación entre un maestro y su discípulo: Entre Tales y Anaximandro.
Hasta entonces un maestro creaba un esquema del mundo, una teogonía en esencia, cuya visión hacia proceder de su comunicación directa o indirecta con los dioses, y que por tanto era incontrastable para sus discípulos. Quienes en consecuencia solo podían comentarla o enriquecerla en los detalles, nunca ponerla en duda ni negarla, sin ser acusados en el proceso de herejía y sufrir las consecuencias. Ni el maestro promovía la libre búsqueda de modelos alternativos por sus discípulos, ni estos se atrevían a lo que no era a fin de cuentas sino una impiedad.
Tales, por su parte, es el primero en crear una cosmología, pero no tanto por la naturaleza intrínseca de su modelo del mundo como por suponer a este no la conclusión definitiva de la búsqueda de la verdad, sino un paso más en ese proceso inagotable. El resultado no de las revelaciones de un Dios sino de las búsquedas de un hombre atado a su tiempo. Resultado que puede y debe ser mejorado por los que lo continuarán. Es por ello que con Tales por primera vez se da un salto extraordinario en las relaciones humanas: Luego de crear un esquema del mundo, más que imponérselo a su discípulo Anaximandro estimuló a este a seguir sus propias ideas en la conformación de uno propio, distinto por completo del suyo.
En esencia es esta la verdadera diferencia entre la ciencia y la religión al acercarse a la realidad. La que existe entre Buda y Cristo con sus discípulos, y la que se da entre Tales y los suyos. O sea, no es que como Comte o como los sostenedores de la Religio del Progreso sostengamos la existencia de unos pasos predeterminados en la búsqueda de la verdad o en la comprensión de la realidad; de una Edad Teológica precedida necesariamente por una Científica, no muy claramente distinguidas en las concepciones comtianas o dialéctico-materialistas, en las cuales la ciencia tiende a parecerse de manera sospechosa a la religión, sino que lo que diferencia a una de otra se encuentra simplemente en el hallazgo de un más efectivo método de buscar la verdad, que pudo desarrollarse en unas sociedades, las helenas, que habían descubierto un método de consensuación más eficiente: El ágora.
En esencia ese espacio delimitado, que en un primer momento en medio de los años oscuros helenos servía para encerrar a los que resolvían sus problemas personales dentro de determinadas reglas y bajo la custodia del resto de los ciudadanos convertidos en espectadores, primero de sus luchas físicas, más tarde ya retóricas, como nos sugiere Saul Frampton en Agony in the agora (también en la revista digital Aeon), pero que ahora como metáfora servirá también para los fines de la búsqueda conjunta de la verdad: Solo debe de trazarse una raya alrededor de quienes en esa área imaginaria debaten, una raya la cual al pasarla los que disputan deben de dejar afuera sus creencias religiosas o metafísicas. Lo cual, aclaramos, no quiere decir que tales creencias deban ser extirpadas sin piedad de la sociedad, ya que afuera de esa área en que se consensua nuestra idea de la realidad común: el ágora, la ciencia propiamente dicha, los individuos permanecen libres de ejercer su creencia y de practicar liturgias o formas de socialización relacionadas.
Mas nunca en el ágora científica.
O sea, la ciencia para su funcionamiento verdadero necesita de una línea que demarque lo privado de lo público, lo religioso de lo secular: esto es, el laicismo. Y es por demás altamente improbable que una teocracia, o una sociedad no laica, permitan la existencia continuada de un espacio que se mantenga independiente del control de las jerarquías religiosas dentro de la sociedad en cuestión. Lo mismo, por cierto, es aplicable a esas formaciones políticas totalitarias en que cierta ciencia, o un remedo de ella que usurpa ese nombre y que no es más que una forma modernizada de la religio, tiende a ocupar el lugar de la religión de la mano de un partido político que se pretende depositario de la verdad última sobre la supuesta evolución necesaria de las sociedades humanas: Ejemplo de sociedades semejantes lo es en lo fundamental China, pero también Cuba. En este caso solo deben sustituirse las jerarquías religiosas por las partidistas, al Ayatola por el Primer Secretario del Partido.
No negamos por lo tanto la plena posibilidad de convivencia entre la ciencia y la religión, incluso no negamos, como bien afirma Peter Harrison en su ensayo, que la religión pueda servir a la evolución de la ciencia. Agregamos a lo mencionado por él, aunque sin citar ningún ejemplo concreto en su ensayo, el caso del atomismo: Este solo se convirtió en fructífero para la nueva ciencia de Galileo y Newton por las reformas que al antiguo atomismo hizo Pierre Gassendi para adecuarlo a las creencias cristianas. O sea, que en el más puro consejo de Feyerabend, la ciencia demuestra ser una actividad basada en el oportunismo, la cual para su avance a veces ha echado mano hasta de la represión religiosa (Gassendi en esencia censuró desde el cristianismo el viejo atomismo de Demócrito).
Pero lo anterior no debe llevarnos a la generalización errónea de que entonces la solución sea siempre subordinarse a la religión. A fin de cuentas lo que hemos dicho es que la ciencia no tiene otro método que el no tenerlos, y para ello, y no creo que nadie pueda pensar de otra manera, es necesario el establecimiento del laicismo.
Agreguemos en pro a lo dicho sobre la posible, y hasta necesaria convivencia entre ciencia y religión, que la ciencia es en un final una actividad que requiere que en el alma de cada uno de los que dialoga dentro del ágora haya unos fundamentos que vayan más allá de la simple satisfacción de la fama y la gloria, en una sociedad en que se valore la inteligencia como la suprema de las virtudes humanas. A fin de cuentas no somos unas máquinas calculadoras, y en este sentido no se entiende muy bien que dediquemos nuestra vida a una actividad tan árida y esforzada cuando la sociedad moderna le da a nuestra sensualidad tantas posibilidades para el placer y el disfrute, en medio de ese ambiente de confort y seguridad del que nos hemos sabido rodear incluso en las economías menos favorecidas. Gracias a la ciencia, en no poca medida, por cierto.
Fundamentos profundos ya no solo éticos sin los cuales no se entendería la vida dedicada a ella de tantas mujeres y hombres: La ciencia, o el impulso de hacerla, solo puede justificarse en base a ciertas creencias como la de la inteligibilidad del mundo, que entre los helenos estuvo relacionada con la creencia en Apolo; creencias que en cierto sentido, como muy bien constata Peter Harrison en Why religion is not going away…, impulsaron a la ciencia en los críticos siglos XVII y XVIII. Y es que muy difícilmente podría hacerse ciencia si creyéramos vivir en un mundo caótico, o si la constatación de la falta de hechos que nos permitan racionalmente inducir que el sol deberá salir todos los días de ahora en adelante por donde más o menos lo ha hecho hasta ayer, no estuviera condicionada por una firme creencia anterior, que evolucionó dentro de la religiones, y que no tenemos motivo para poder suponer que no dependa por completo de la idea religiosa: La de que existe un orden y una inteligibilidad en el mundo.
Pero para que esa actividad comunal y no individual que es la ciencia pueda persistir más allá de los motivos en el corazón del científico, esos motivos deben ser abandonados al cruzar cierta línea que marca los límites del ágora científica. Al interior de ella no pueden penetrar más que como los motivos que guían la fría racionalidad del científico, pero no como delimitaciones que por sí mismas marquen lo que puede o no ser pensado, lo que se puede o no proponer en el esfuerzo común de explicarnos la realidad.
A la pregunta con que Peter Harrison estructura su ensayo, ¿los científicos que atacan a la religión no dañan en última instancia a la ciencia?, podemos responderle que en cierta medida sí, mientras parten de la idea anti-científica de que la religión algún día será destruida y por completo sustituida por el avance de la ciencia. Tal afirmación, a la larga, es como sumar naranjas a manzanas y solo implica convertir a la ciencia en una nueva religión, como de hecho ha venido ocurriendo desde por lo menos el siglo XIX (quizás el asunto venga desde los mismos helenos, pero esto es una asunto demasiado escabroso). Ciencia y religión: cada una tiene su lugar en los asuntos del Hombre, y aunque en infinidad de ocasiones se solapan y es casi imposible desatar sus mezclas inextricables, sí tienen ciertos lugares propios en que una u otra no pueden de ninguna manera intervenir en los asuntos ajenos: El templo y el ágora científica.
Pero también la respuesta es no: los científicos que defienden la necesidad del laicismo no dañan a la ciencia, por el contrario la defienden.
Es necesario dejar en claro cierto error muy difundido hoy en día, y relacionado con la polémica sobre que debe imperar: O un pluralismo cultural, o una cultura del pluralismo. Lo primero implicaría que debe de respetarse a los grupos que no están por el pluralismo, y que a la larga solo ven nuestro ánimo pluralista como una debilidad, un signo de decadencia, y por lo tanto tal posición nuestra solo sirve para estimular su deseo de desbancarnos desde la posición central desde la que intentamos conservar el pluralismo cultural para en su lugar ellos imponernos su unilateralismo anti-cultural. La segunda opción implica la defensa a ultranza de toda una serie de derechos del humano a la libre participación individual en la vida de sus sociedades, y entre otras cosas la defensa del laicismo.
Suponer que lo mejor para la ciencia es no arriesgarla a que los fundamentalistas religiosos turcos, chino-comunistas, indios, iraníes, judíos y los americanos (que no son los menos fundamentalistas o peligrosos ni mucho menos) se sientan atacados por ella al fundamentar la necesidad para la misma del laicismo, es un grave error. Comparable en sí a aquel que supone que para no poner en peligro a la democracia, o en todo caso para no desvirtuar su talante inclusivo y tolerante, es necesario condescender con tiranías o formas de subordinación económica, de género, o del tipo que sea. Por este camino esas formas de subordinación terminan, con su enorme poder de atracción sobre esos atavismos que todavía persisten en el fondo oscuro de todos nosotros, reemplazando a nuestros propios valores, con su sentido más “cercano”, más “intimo”, más “carnal” y por lo mismo cruento, hasta desvirtuar nuestras democracias.
No se daña a la democracia por practicar la única forma de intolerancia justificable, y necesaria, la que se practica contra los intolerantes hacia los derechos del otro: no se daña a la ciencia por luchar por el laicismo, porque de hecho ella no puede vivir sin él. En el mundo es necesario practicar una política flexible, inclusiva, tolerante, pero los límites de esa política están precisamente cuando se intenta imponernos condiciones que limitan la posibilidad de practicar una política semejante. Hay posiciones por las cuales no se puede transigir, y por las que hay que luchar, aun cuando sea posible que perdamos esa pelea: Este es otro de los valores que también nos legaron los helenos, en este caso Temístocles y los atenienses que en el 490 antes de Cristo tuvieron el valor de defender su forma de vida ante un Imperio no laico, encabezado por un Dios viviente.
El laicismo es imprescindible a la ciencia, y en su defensa, no caben transacciones…
José Gabriel Barrenechea
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