En el artículo de la semana pasada analizábamos la psicología del integrista y cómo se autoconvence de ser un iluminado que, por el bien de los demás, debe obligarlos contra su propia conciencia a cumplir con su propia moral o religión, por las buenas, o por las malas.
Esa crítica al integrismo religioso y político, ¿implica que la ciudadanía respetuosa del Estado laico debe cumplir siempre con la ley, aunque esta sea contraria a su conciencia? No. No hay que confundir esa crítica al integrismo con la objeción de conciencia ni con la insumisión o desobediencia civil, aunque a veces haya quien pretende hacerlo para camuflar su violencia con esas otras alternativas.
La objeción de conciencia es un derecho legal que, como tal, la propia ley reconoce para quien tenga algún problema de conciencia a la hora de cumplir con una ley. La ley, por definición, es universal y de obligado cumplimiento, por aquello de la igualdad formal o igualdad ante la ley. Sin embargo, algunas leyes pueden originar problemas de conciencia a algunas personas, ocasionándoles un conflicto entre sus creencias o ideas y el deber de cumplir con la ley. Es por esta razón que, a veces, el poder legislativo tiene esta circunstancia en cuenta y permite la objeción de conciencia ante alguna obligación legal.
El caso paradigmático es la objeción de conciencia al antiguo servicio militar obligatorio que reconoce la propia Constitución Española en su artículo 30.2. Dicha objeción estaba pensada para aquellas personas pacifistas, antimilitaristas, testigos de Jehová y algunos sacerdotes que, en virtud de sus creencias, no querían colaborar con el ejército. Pero lo importante de la objeción de conciencia es que es un derecho legal, es decir, que debe estar reconocido por la ley explícitamente. No existe el derecho a la objeción de conciencia subjetivo: no se puede oponer un inexistente derecho de objeción de conciencia a cualquier ley que nos plazca. Eso vulneraría la obligatoriedad de las leyes y las convertiría en leyes a la carta de cumplimiento voluntario.
Por esta razón el poder judicial desestimó las falsas objeciones de conciencia presentadas contra la asignatura de Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos que introdujo la Ley Orgánica de Educación de 2006. Dicha asignatura fue introducida en el currículo de la Educación Primaria y Secundaria de acuerdo a las recomendaciones de la Unión Europea, y en ella se contemplaban contenidos referentes a los derechos humanos, la diversidad familiar y sexual, y el rechazo a toda forma de discriminación incluido el sexismo y la homofobia. Estos contenidos, contrarios a la moral católica que no reconoce la homosexualidad ni la igualdad entre mujeres y hombres, hicieron que la iglesia católica se opusiera a esta asignatura, e incluso que algunos padres católicos se declararan objetores de conciencia ante esta asignatura, obligando a sus hijos a no cursarla, lo que equivalía a que la suspendieran e incluso que no pudiera promocionar de curso o etapa educativa. El poder judicial concluyó la polémica estableciendo que no existía ese derecho a la objeción de conciencia al no estar contemplado por la propia ley, y que los hijos de los católicos tenían la misma obligación que los demás a cursar esa asignatura. De todas formas, con el cambio de gobierno tras las elecciones anticipadas de 2011, el nuevo gobierno conservador del PP ha modificado la Ley Orgánica de Educación con la LOMCE y ha eliminado la asignatura tal cual, al tiempo que ha reforzado la de Religión, en otra muestra más de sumisión del poder político al religioso en España.
Distinto es el caso de la insumisión o desobediencia civil. Consiste en incumplir una ley a sabiendas de que se está incumpliendo, y con clara intencionalidad de hacerlo y que sea público. Quien se declara insumiso o desobediente a una ley lo hace ex profeso para llamar la atención contra esa ley o contra otra cosa con la que está en contra, intentando que su incumplimiento manifiesto y la condena que le correspondan llamen la atención social hacia algún asunto que le interesa denunciar públicamente. De esta forma, el insumiso o desobediente incumple una ley concreta, pero cumple con el ordenamiento legal en su conjunto, en tanto que no busca eludir la condena por su incumplimiento. Pretende así mostrar el carácter represivo o injusto de esa ley, o del gobierno, para que aumente la presión social a favor de su causa.
Esta fue la vía que tomaron aquellos jóvenes pacifistas y antimilitaristas que, en los años 80 y 90 del pasado siglo, se negaban, no solo a cumplir con el servicio militar obligatorio, sino también con la prestación social sustitutoria (PSS) a la que se les obligaba si se declaraban objetores de conciencia, y que conllevaba la prisión para ellos. Finalmente, su insumisión tuvo éxito, y en el año 2001 se eliminó la obligatoriedad del servicio militar y desapareció la PSS, si bien los antimilitaristas no se conformaron con esta victoria al considerarla insuficiente: su objetivo no era simplemente no hacer la “mili” sino acabar con los ejércitos y el belicismo en general, objetivo que todavía está muy lejos de haberse logrado.
De forma similar, es habitual que muchos activistas por los derechos humanos, por los derechos de los animales no-humanos, ecologistas, sindicalistas, feministas y otros miembros de movimientos sociales, utilicen la vía de la desobediencia civil para luchar por sus objetivos, incumpliendo ciertas leyes para alertar sobre ciertas injusticias. Así, realizan actos como ocupaciones de edificios, encadenamientos, sentadas en vías públicas cortando el tráfico y otras acciones. Son conocidas en este sentido las acciones no-violentas de Greenpeace: en 2009, varios activistas de esta organización ecologista se infiltraron en la cena de gala de la cumbre de líderes mundiales en Copenhague para desplegar una pancarta y fueron denunciados y condenados por ello, logrando una gran repercusión mediática con esta acción.
Estas, y otras acciones de desobediencia civil, tienen en común que vulneran diferentes leyes, pero que sus responsables no eluden el castigo por ello sino que incluso lo buscan. Son acciones a plena luz del día, a cara descubierta e incluso con medios de comunicación delante (y por supuesto sin ningún ánimo de lucro ni beneficio personal). Pretenden así aumentar la conciencia social a favor de su causa. Lo importante aquí es destacar que el insumiso o desobediente no pretende subvertir el orden jurídico en su conjunto ni deslegitimar las leyes establecidas, sino si acaso alguna ley concreta que considera injusta o alguna acción del gobierno. Por eso acepta la condena por su acción ilegal. Reconoce que ha incumplido la ley, reconociendo así la legitimidad de las leyes, pero no de alguna ley en particular, procurando la reforma de esa ley o algún cambio en la acción política del gobierno.
Muy distinto es el caso de quienes actúan ilegalmente pero de noche, a hurtadillas, con el rostro cubierto o escapando después para no ser identificados ni detenidos tras realizar algún acto de sabotaje o atentado contra personas o cosas. En este caso no hay desobediencia civil ni insumisión, sino simple vandalismo o terrorismo por parte de quienes lo practican. Quien así actúa no reconoce la legalidad vigente ni el imperio de la ley, sino que pretende situarse por encima de la ley, por eso evita el castigo: no reconoce que su acción esté mal aunque sabe que es ilegal, lo que pasa es que cree que la propia ley es ilegítima en su totalidad. Es la actitud propia del integrista. Solo reconoce como legítimo el orden político y jurídico que se ajusta a sus dogmas, y por lo tanto no se siente obligado a cumplir con ningún otro orden por democrático que sea. Y si el orden jurídico vigente no se ajusta a sus creencias, no le basta con utilizar los mecanismos que ese propio sistema le ofrece para protestar y procurar cambiarlo: derecho de opinión, libre expresión, concentración, manifestación o incluso la objeción de conciencia en su caso y hasta la desobediencia civil. Va más allá hasta saltarse todas las leyes en su guerra particular contra el sistema. Es la actitud típica de los terroristas por motivos religiosos o políticos, del terrorismo callejero, o del terrorismo ecologista o animalista (por ejemplo, los asaltos a plantaciones de transgénicos o a granjas industriales o laboratorios para “liberar” animales no humanos). Evidentemente, no hay el mismo grado de maldad a la hora de sabotear la vía de un tren para impedir el recorrido de un convoy con residuos nucleares o soltar a gallinas hacinadas de una granja, que en estrellar un avión contra un edificio en nombre de Alá o del dios que sea, pero la esencia de la acción sí es la misma: saltarse la ley en pro de una causa sin dar la cara por ello creyéndose por encima de esa ley.
Todo lo dicho vale solamente en el contexto de Estados democráticos y de Derecho. Distinto es en países no-democráticos donde no hay posibilidad de mostrar la disidencia ni la disconformidad con las leyes o el sistema establecido. En esos casos, cuando no existe la libertad de opinión ni de expresión, cuando no hay prensa libre e independiente, cuando no hay pluralismo político y el régimen encarcela, tortura o incluso asesina a los opositores, es cierto que no queda más remedio que la acción ilegal y escapar por patas. En estas circunstancias puede estar justificada la resistencia incluso violenta al régimen teocrático, totalitario o dictatorial de turno. Pero porque el sistema no permite otra opción. En una democracia es innecesario totalmente. Por eso son inaceptables de todo punto los ataques integristas a las clínicas que interrumpen embarazos, a plantaciones de transgénicos, granjas industriales, etc. En una democracia, quien sea contrario a esas cosas puede manifestar su opinión, e incluso luchar por su prohibición legal mediante los cauces legales establecidos para ello, pero de ningún modo puede pretenderlo mediante la violencia contra las personas o bienes utilizando para eso el terrorismo o el vandalismo.
Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria