La Religión, todas las religiones en sentido general, como uno de los mejores «opios del pueblo» (parafraseando a Marx), y expresión típica y tópica del pensamiento dominante de la mayoría de los pueblos del mundo, ha sido vehículo de propagación de todos los más perversos idearios y prácticas que han caracterizado las acciones y pensamientos más perversos de la Humanidad. Pero en el presente artículo nos detendremos sobre todo en su relación con la extensión del machismo, que es la expresión popular de la cultura del heteropatriarcado.Marcelo Colussi hace un estupendo repaso a todas las aberraciones sufridas por las mujeres en este artículo, cuya lectura recomendamos, y en el que nos vamos a basar para la extracción de gran parte de los datos e informaciones que se recogen. Colussi hace un recorrido histórico sobre las manifestaciones que han unido la vertiente religiosa con la vertiente de condena hacia las mujeres, en cualquier sentido, pero hemos de destacar que estas prácticas, este imaginario colectivo y esta cultura pervive en nuestros días, y que la Iglesia (la Iglesia Católica, en nuestro caso) continúa presente y difundiendo los valores del patriarcado, y de la sumisión y explotación de las mujeres.
Por todos es sabido que las diversas religiones nunca han desarrollado un papel progresista (ni en éste ni en ningún otro asunto), ya que por propia esencia, la cultura religiosa es conservadora, tanto en sus dogmas, sus tesis y sus prácticas. Al partir de una visión del mundo estática, recogida en diversos Tratados (supuestamente escritos por apóstoles o por líderes espirituales de las mismas) que parten de unas ideas preconcebidas, cerradas y momificadas, no están sujetas a la evolución propia del pensamiento humano, a la actualización de la moral pública y privada, y sobre todo, al continuo avance en los modelos de relaciones sociales. Y aquí es donde entra de lleno el papel que mujeres y hombres desempeñan en la sociedad, y las visiones anquilosadas que el pensamiento religioso siempre ha consagrado. En ese sentido, está claro que más que ayudar en la propagación de un pensamiento igualitario, las religiones han sido y son adalides de las más aberrantes desigualdades. En el sagrado nombre de las religiones se sigue defendiendo la discriminación de la mujer, su recorte de derechos, su dependencia en todos los sentidos del hombre, y la perseverancia de una serie de prácticas ancestrales, tales como los arreglos matrimoniales llevados a cabo en el seno de las familias, la ablación del clítoris, o el castigo por lapidación para las mujeres adúlteras, entre otras muchas.
Machismo ancestral y religión van unidos, juntos hasta el morir, son absolutamente inseparables, forman las dos caras de una misma moneda, y la inmensa mayoría de prácticas y fenómenos aberrantes que sufren las mujeres en el mundo, no podrían explicarse sin un trasfondo religioso. Y es que la cosmovisión religiosa que lo inunda todo, sobre todo en algunas culturas orientales, es la causa que justifica social y políticamente las diferencias de género, la presencia de poderes masculinos, la ausencia de lideresas religiosas (mujeres), etc. Las religiones siempre han sido y continúan siendo el último faro que justifica todo este conjunto de diferencias ético-jurídico-culturales, que proporcionan todo el marco ideológico donde se bendicen estas prácticas y se socializan todas las diferencias. El vulgo asume sin más que si lo dice la religión, que si lo proclaman los supremos líderes religiosos, ha de ser así, y la Iglesia siempre ha sido consciente del inmenso poder de control mental que proyecta sobre sus feligreses. Podríamos establecer el siguiente parangón: si sustituyéramos todas las asistencias a misa domingueras de la minoría social que hoy día lo hace, y pusiéramos en su lugar la asistencia a charlas sobre educación sexual, orientación política, o participación democrática, hoy día tendríamos un panorama muy distinto al que desgraciadamente poseemos.
Las Religiones, como tremendas aliadas del pensamiento dominante (tenga éste el disfraz o el aspecto que tenga), siempre han sido cómplices de todas las perversas prácticas que éste ha desplegado, y a su vez, el pensamiento dominante siempre ha disfrutado de las diferentes iglesias como fieles aliadas en la difusión de dicho pensamiento. Y de esta forma, y para el caso que nos ocupa, desde la antigüedad religiosa, el papel de las mujeres ha sido defenestrado, infravalorado e insultado. Confucio, el gran pensador chino, que estableció gran parte de los moldes de las sociedades de su época, dejó dicho que «La mujer es lo más corruptor y lo más corruptible que hay en el mundo», y el fundador del budismo, Sidharta Gautama, aproximadamente en la misma época, expresó que «La mujer es mala. Cada vez que se le presente la ocasión, toda mujer pecará». Por su parte, nuestras Sagradas Escrituras, tanto en el Viejo como en el Nuevo Testamento, también atacan directamente el papel de las mujeres. Fue Eva, la primera mujer de la creación, la responsable de instigar a Adán para que cometiera el pecado original, a través de la figura de una serpiente (femenina), y en los textos sagrados se encuentran frase como que «El nacimiento de una hija es una pérdida» o «El hombre que agrada a Dios debe escapar de la mujer, pero el pecador en ella habrá de enredarse. Mientras yo, tranquilo, buscaba sin encontrar, encontré a un hombre justo entre mil, más no encontré a una sola mujer justa entre todas».
Ya el Génesis sentencia a las mujeres en los siguientes términos: «Parirás a tus hijos con dolor. Tu deseo será el de tu marido y él tendrá autoridad sobre ti», o en versículos de Timoteo se refleja que «La mujer debe aprender a estar en calma y en plena sumisión. Yo no permito a una mujer enseñar o tener autoridad sobre un hombre; debe estar en silencio». Y obsérvese cómo después de dos mil años, en pleno siglo XX, las sociedades, aún con sus evoluciones culturales, políticas y económicas, se nos aparecen esculpidas con estos mimbres. A principios de dicho siglo, las mujeres no tenían derecho al voto, debían callar cuando su marido estaba hablando, y durante la dictadura, apoyada en lo social y cultural por el nacionalcatolicismo, las mujeres necesitaban la firma de sus maridos para formalizar cualquier transacción comercial (vender unas tierras, solicitar un préstamo, etc.). Son únicamente una parte ínfima de los mil y un flecos del machismo que llegan hasta nuestros días, auspiciados por la mentalidad religiosa. Durante la dictadura franquista, apoyada por la Iglesia Católica en todas sus facetas y prácticas, la marginación y discriminación de la mujer fue total y absoluta, en todos los aspectos. Se elaboraban incluso vomitivos y escrupulosos panfletos sobre el comportamiento que las mujeres debían tener en casa, con sus maridos y sus hijos. Se hacía apología de la actitud sumisa y complaciente de las mujeres, a las que se relegaba a un papel de esposas y amas de casa, respetuosas y obedientes a sus esposos, y fieles guardianas de la paz del hogar conyugal. Y por supuesto, la Iglesia estaba detrás de la propagación de todo este retrógrado pensamiento.
Aún hoy día, entre la población africana, es común que en nombre de absurdos preceptos religiosos, más de 100 millones de mujeres y niñas son actualmente víctimas de la mutilación genital femenina, practicada como una «tradición» por parteras o ancianas experimentadas, al compás de oraciones y cánticos, a partir del concepto, tradicionalmente machista, de que la mujer no debe gozar sexualmente, privilegio que sólo le está consagrado al hombre en sus culturas. Pero si algún lector o lectora piensa que estamos exagerando y que éstas prácticas están muy alejadas de nuestra mentalidad occidental (bien es cierto que aquí no mutilamos a las niñas), les recomiendo volver a visualizar los reportajes del primer programa monográfico dedicado al sexo que se emitió en TVE allá por los años 80, dirigido por la doctora Elena Ochoa, y donde muchas mujeres, preguntadas por la calle, aseguraban que ellas nunca habían gozado sexualmente en su matrimonio (a pesar de ser madres de varias criaturas), por considerarlo una vergüenza o un pecado. Y por su parte, los musulmanes en su libro sagrado (El Corán) tienen establecido «de serie» el patriarcado, expresado por ejemplo en el verso 38 del capítulo «Las mujeres», que textualmente dice: «Los hombres son superiores a las mujeres, a causa de las cualidades por medio de las cuales Alá ha elevado a éstos por encima de aquéllas, y porque los hombres emplean sus bienes en dotar a las mujeres. Las mujeres virtuosas son obedientes y sumisas: conservan cuidadosamente, durante la ausencia de sus maridos, lo que Alá ha ordenado que se conserve intacto. Reprenderéis a aquéllas cuya desobediencia temáis; las relegaréis en lechos aparte, las azotaréis; pero, tan pronto como ellas os obedezcan, no les busquéis camorra». Párrafo harto ilustrativo.
Uno de los más eminentes filosófos de la teología cristiana, como San Agustín, dejó dicho hace más de mil quinientos años: «Vosotras, las mujeres, sois la puerta del Diablo: sois las transgresoras del árbol prohibido: sois las primeras transgresoras de la ley divina: vosotras sois las que persuadísteis al hombre de que el dialo no era lo bastante valiente para atacarle. Vosotras destruísteis fácilmente la imagen que de Dios tenía el hombre. Incluso, por causa de vuestra deserción, habría de morir el hijo de Dios». Una ideología, como vemos, que presenta a la mujer como un peligroso objeto para el hombre, y una causa para su perversión. Insta al hombre a cuidarse de los perjuicios que la mujer le pueda traer, y a relegar para ella un papel secundario. La mujer es concebida como incitación al pecado, a la decadencia. Su sola presencia ya es sinónimo de malignidad. Su sexualidad es una invitación a la perdición y a la locura del hombre. La figura de la Santa Inquisición, durante toda la Edad Media, condenó a «las brujas» (en femenino) por todas las supuestas aberraciones que practicaban, y gracias a todo este pensamiento, fueron quemadas en la hoguera miles de mujeres, por su supuesta brujería. La idea religiosa seguía siendo la base moral para estas prácticas, instauras por la «Reina Católica», aquélla que se propuso que en todos sus reinos se impusiera la «fe verdadera». Y así, la idea de «pecado decadente» ligado a las mujeres, no sólo en el catolicismo, sigue estando presente en diversas cosmovisiones religiosas, todas de carácter heteropatriarcal. Con todos estos antecedentes, no es de extrañar que el fenómeno machista, de hondas raíces de toda índole, continúe presente en nuestras sociedades. Tantos siglos de influencia de un pensamiento abyecto hacia la mujer no pueden ser borrados con una Ley, ni con mil leyes. Necesitaremos grandes dosis de educación, desde la base, y de erradicación del pensamiento dominante (sobre todo de carácter religioso) para poder eliminar esta lacra.
Aún hoy dia, en pleno siglo XXI, la Iglesia continúa detrás de toda la doctrina social machista, de todas las agresiones hacia el avance en el papel de las mujeres, y de todos los retrocesos en la consecución de una igualdad real entre mujeres y hombres. Mediante sus llamamientos a la defensa de «la familia» como institución sostén de los vínculos sociales, la Iglesia continúa defendiendo y propagando el papel sumiso de las mujeres, y criticando cualquier avance político y social que vaya a favor de la liberación de la mujer y en el avance de su igualdad con el hombre. Y bajo su visión «sagrada» de la vida humana, critican el aborto y el derecho a una muerte digna, pero en cambio guardan un sepulcral y cómplice silencio sobre las prácticas aberrantes de este capitalismo neoliberal que secuestra nuestras vidas, y que es el último responsable de la precarización y del sufrimiento de millones de vidas de mujeres y de hombres. Ahí se destila su más evidente hipocresía, y se ponen en evidencia sus perversos principios. Hemos de desembarazarnos de la losa de las religiones, del peso que proyectan sobre nuestras conciencias, hemos de tirar el vaso que llena nuestras mentes, el vaso procedente de su doctrina, para liberar nuestra mente, y que pueda entrar el nuevo líquido, el otro vaso, el vaso que contiene la liberación, el pensamiento alternativo, la igualdad, el progreso y la justicia. Las religiones siempre han ido en el camino contrario a estos valores. Ya es hora de rebelarse contra la condena de las religiones. Resulta de todo punto un imperativo ético de nuestras sociedades plantear la ruptura con todos estos valores patriarcales y misóginos que la religión ampara.