Asóciate
Participa

¿Quieres participar?

Estas son algunas maneras para colaborar con el movimiento laicista:

  1. Difundiendo nuestras campañas.
  2. Asociándote a Europa Laica.
  3. Compartiendo contenido relevante.
  4. Formando parte de la red de observadores.
  5. Colaborando económicamente.
Captura de pantalla de Lalachus enseñando el toro de Grand Prix con el Sagrado Corazón de Jesús

La vaquilla del Grand Prix, el Sagrado Corazón de Jesús y los sentimientos laicistas · por José Mª Agüera Lorente

Asociaciones como Hazte Oír y Abogados Cristianos defienden el poder del lobi católico conservador para condicionar la vida cultural y política de nuestro país.

«Entonces el sumo sacerdote [respondiendo a lo declarado por Jesús] rasgó sus vestiduras, diciendo: ¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos de más testigos? He aquí, ahora mismo habéis oído la blasfemia; ¿qué os parece? Ellos respondieron y dijeron: ¡Es reo de muerte!….»

(Evangelio de Mateo, 26:65-66)

Desde que lo vi en el mismo momento de su emisión en Televisión Española supe que las sectas ultracatólicas de este país se levantarían en pie de guerra jurídica. Hoy por hoy, afortunadamente, no pueden levantarse en armas como lo hicieran en el 36 con la bendición de su Iglesia (recuérdese el papel protagonista desempeñado por el cardenal primado de España Monseñor Isidro Gomá y Tomás en la Guerra Civil).

No hace falta ser un genio. Por sus hechos los conoceréis. Tenemos antecedentes de sobra para, haciendo un simple ejercicio de inducción, prever que iban a invocar una vez más su derecho constitucional al amparo jurídico para tratar de amordazar a quienes hacen uso del suyo para ejercer su oficio con libertad; tienen el dinero más que necesario para ello y cuentan con el conservadurismo idiosincrásico del gremio de los jueces españoles. En el caso de un artista cómico la plena efectividad de su derecho a la libertad de expresión es esencial a la hora de poder trabajar. Los ataques que el lobi ultracatólico constituido en España por Hazte oír y Abogados Cristianos han perpetrado en ocasiones anteriores contra diversos creadores así lo demuestran. Ya en las navidades de 2022 fueron contra la revista satírica Mongolia por «insultar gravemente a Cristo, a la Virgen María y a San José». Hace un año un juez de Barcelona archivó la causa al considerar que la portada en la que se satirizaba un belén estaba amparada por el derecho a la libertad de expresión. También tuvo su repercusión el más reciente caso de la querella de Abogados Cristianos contra el Gran Wyoming por su interpretación en El Intermedio del Sumo Pontífice de la «religión aznarista» mediante la que se parodiaba el «espíritu rancio». Antes de él, las víctimas de quienes se han erigido en defensores de la dignidad de la fe católica fueron las promotoras de la «procesión de la archicofradía del santísimo coño insumiso y santo entierro de los derechos sociolaborales». Y así podríamos seguir.

Soy consciente de que lo que escribo no convencerá a nadie de los que piensan que, efectivamente, expresiones como las que acabo de poner de ejemplo son un ataque contra los sentimientos religiosos de los creyentes, y que como tal debe ser considerado un delito; tampoco convenceré a quienes piensan que es exagerado considerarlo un delito, pero que, cuando menos, se trata de una falta de respeto que, en el caso último objeto de denuncia, una televisión pública pagada con el dinero de todos no debe consentir; ni tampoco cambiaré la opinión de aquellos que entienden que la actuación de Lalachus fue de mal gusto. Me temo que se trata de una misión imposible, pues nos movemos en el terreno de la irracionalidad; nada menos que en el de los sentimientos. Pero en una democracia –al menos idealmente– los sentimientos, aunque siempre tenidos en cuenta, no deberían ser los que mandasen ni se les debería permitir remplazar a los argumentos. De otra forma la democracia se convierte en emocracia tal como advirtió Bertrand Russell hace prácticamente un siglo para referirse a la coyuntura política que se estaba viviendo en Europa en la época del ascenso de los fascismos. Digamos, pues, que este modesto artículo es un desahogo, un juego racional para desenmascarar comportamientos que, cuando quedan desnudos de los supuestos culturales que los sustentan, revelan lo disparatados que son.

Los sentimientos no deberían ser los que mandasen ni se les debería permitir remplazar a los argumentos

Con eso juega el humor a fin de cuentas. Mediante la caricatura, ya sea visual o verbal, el cómico expone la desnudez del emperador, lo irreal de los ropajes que le otorgan su apariencia de sacralidad, que no es más que un aspecto del poder que requiere continuamente que quienes lo obedecen crean que las cosas son de una forma que no son o/y no tienen por qué ser así. En todos los casos que he puesto de ejemplo se hace uso de claves culturales asumidas para construir un vehículo de comunicación efectivo con el fin de transmitir un determinado mensaje. En el último caso, el de la vaquilla del Grand Prix con el Sagrado Corazón de Jesús, ¿de qué otra manera que fuese más efectiva para la mayoría de los telespectadores españoles podría haber representado Lalachus la condición sagrada que para ella tiene el programa de Ramón García? A mí me llevó directo a mi memoria personal en la que uno de mis primeros recuerdos me retrotrae a la casa de mi abuela materna. Allí, colgado de una pared junto a la puerta de entrada a su casa, se hallaba colgado un ostentoso almanaque en el que, sobre el cartón de los meses y las semanas y los días negros y rojos, imperaba un busto de Jesús de Nazaret, de ese Jesús primo hermano del de Jesucristo Superstar, que señalaba con su diestra un corazón flamígero desconectado de todo entramado vascular, ideal y pulquérrimo, sobre el fondo de su túnica granate. Un despropósito de todo punto desde el punto de vista del rigor histórico y teológico, pero la imagen imperante inspirada en una iconografía construida a lo largo de siglos y difundida por una potente imaginería sobre la que se sostiene todo el poderío cultural de la religión católica en España y más allá.

Con su estampita de la vaquilla del Grand Prix con su Sagrado Corazón de Jesús no hay duda de lo que Lalachus quiso decir: para mí ese concurso televisivo de mi infancia es sagrado. Con ese sentido de lo sagrado que tiene un componente mágico con el que se dota de significado elementos de la existencia humana que, de otra manera, no destacarían en nuestras vidas. Eso es lo que hace cualquiera que echa mano de sus estampas religiosas; esos alumnos que he visto yo en la celebración de exámenes depositándolas en sus pupitres. ¿Cómo discutirlo si forma parte de un sentido atávico e irracional inscrito en lo más profundo del psiquismo humano? Es la raíz antropológica de toda superstición, el agarradero vital al que nos sujetamos ante lo contingente de nuestras existencias. No hay intención de ofender a nadie. Hay intención de comunicar algo sumamente complejo de manera efectiva e inmediata procurando que le haga gracia al receptor. Para lo que no hay más remedio que utilizar las claves culturales compartidas por el público que es el destinatario de ese mensaje. Dicho de otro modo: es lo que dicta el código del registro comunicativo humorístico, del humorismo. Nada que ver con el código solemne del registro religioso, doctrinal. Por tanto, craso error si un mensaje pergeñado con las claves de un código es interpretado con las del otro.

La manipulación de la iconografía católica llevada a cabo por Lalachus es un deporte practicado por la propia religión desde tiempos inmemoriales

Téngase en cuenta que la manipulación de la iconografía católica llevada a cabo por Lalachus, y que estaría en el origen de la falta de respeto, es un deporte practicado por la propia religión desde tiempos inmemoriales. El mensaje cristiano genuino y originario es en sí mismo de una sobriedad de recursos representativos innegable (de hecho, el componente judío del cristianismo aportado por el Antiguo Testamento prohíbe taxativamente la adoración de imágenes o idolatría). Ha sido la Iglesia Católica la que se ha encargado, en un proceso inflacionario de siglos que ha afectado, sobre todo, a su iconografía, de llevar hasta el paroxismo representativo todo el universo de recursos de comunicación mediante los que se ha transmitido el supuesto mensaje de Cristo al conjunto de los creyentes. Sin importar que tal proceso haya conducido a alejar los elementos iconográficos más populares de los fundamentos teológicos de la religión cristiana. Este fue de hecho uno de los caballos de batalla que llevó a Martin Lutero en su momento a exigir la reforma de la Iglesia Católica. Y por eso hoy en día entra uno en un templo católico y se halla con una profusión abrumadora de imágenes frente a la sobriedad de recursos representativos en un templo protestante. Por descontado que al arte le ha venido de perlas contar con un surtido banco de motivos de inspiración y otro bien nutrido de recursos económicos, pues no se puede negar que la Iglesia ha sido durante mucho tiempo la gran mecenas del arte europeo. A Dios gracias.

Qué queda del mensaje originario cristiano, de las verdades que constituyeron la supuesta doctrina con la que el judío de Nazaret revolucionó los fundamentos de la religión hebrea es asunto que demanda riguroso estudio y profunda reflexión. Un asunto que no está en la agenda de las catequesis. Pero existen trabajos de investigación a los que uno puede acudir para suplir esa carencia de la institución eclesiástica más interesada en el cultivo de un rebaño de feligreses acríticos y dóciles que en la formación de personas de fe que consciente y libremente la asumen. A este respecto un libro que todos los católicos de buena fe deberían leer es Mentiras fundamentales de la Iglesia Católica. Su autor, el periodista investigador especialista en sectas Pepe Rodríguez, recupera la centralidad de los Evangelios a la hora de evaluar lo que actualmente constituye el corpus de verdades asumido por el conjunto de los creyentes. A lo largo de su libro queda demostrada la deriva distorsionadora dirigida desde la autoridad de la Iglesia para diseñar un mensaje que pervierte el genuino mensaje evangélico. Por ejemplo, los apóstoles, que son quienes se supone encarnan de primera mano el germen del cristianismo, no creyeron en la divinidad de Jesús ni en la virginidad de María ni en la resurrección. El mismo nazareno no llevaría nada bien la existencia de una figura monárquica absolutista como la del Papa, surgida históricamente de una serie de artimañas y no de una genuina fundamentación doctrinal, imposible por otro lado teniendo en cuenta que Jesús repudió expresamente el sacerdocio profesional. Pero ¿qué importa lo que él dijera si la fundación del cristianismo en verdad corresponde a Pablo? La palabra del Señor fue puesta al servicio de un proceso de institucionalización que progresivamente tuvo como principal objetivo ganar poder, lo que conllevó la manipulación y la perversión a lo largo de los siglos de su mensaje original.

Esto es lo que defienden asociaciones como Hazte Oír y Abogados Cristianos: el poder del lobi católico conservador para condicionar la vida cultural y política de nuestro país usando como excusa el respeto de los sentimientos de la comunidad de creyentes. Que vaya usted a saber qué es eso de ofender los sentimientos religiosos. En este sentido, menuda chapuza es el artículo 525.1 del Código Penal por el que se trata de castigar la intención de ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa. Para empezar «ofender» es un verbo ante todo transitivo que tiene por objeto, en primer lugar, humillar o herir el amor propio o la dignidad de alguien (consúltese el diccionario). Se ofende, pues, a alguien; y ese alguien puede sentirse ofendido, porque ha sido humillado o herido su amor propio o dignidad. Pero ofender «los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa», como establece la Ley, es incurrir en un error categorial, en una desacertada aplicación de los conceptos. Además, se da por supuesto que existen unos sentimientos que específicamente albergan los miembros de una determinada religión; ¿cuáles son? ¿No los tenemos los que no pertenecemos a ella? ¿Qué tienen de especiales sus sentimientos que les hace merecedores de una protección que no merecen los sentimientos de –pongamos por caso– los militantes en la defensa del laicismo? Porque ya puestos, como laicistas, pueden sentirse ofendidos por que al frente de las procesiones de Semana Santa desfilen las autoridades civiles y militares, como representantes de sus respectivas instituciones, al lado del párroco en un Estado, como el español, declarado aconfesional en su Constitución; o como ciudadanos españoles pueden sentirse ofendidos –y hasta soliviantados– por el saqueo del patrimonio público llevado a cabo por las distintas instancias de la Iglesia Católica a través del proceso de las inmatriculaciones, etc. Sin embargo, esa clase de sentimientos no merecen protección jurídica. La arbitrariedad es manifiesta. Y no vale justificarlo sobre la base de la naturaleza especial de las creencias religiosas, que solo tiene sentido desde una determinada profesión de fe, lo que rompe con la separación entre religión y política, elemento imprescindible de un Estado Democrático.

Asociaciones como Hazte Oír y Abogados Cristianos defienden el poder del lobi católico conservador para condicionar la vida cultural y política de nuestro país

En las instituciones públicas y a la hora de conformar el entramado legal que rige un Estado democrático solo vale la argumentación que se construye echando mano de términos razonables comunes, sin privilegiar como verdades incuestionables las creencias de un determinado colectivo religioso. Dictar a partir de ellas leyes que convierten lo que es un pecado (la blasfemia en el caso del que hablamos), que solo rige para la comunidad de creyentes, en un delito, que rige para el conjunto de la ciudadanía, va en contra del principio de laicidad, que es componente esencial de la democracia liberal. El liberalismo político en su sentido más formal exige a todos los ciudadanos que, en la esfera pública no se utilicen argumentaciones derivadas de sus doctrinas particulares, sino que sean construidas en términos racionales, es decir, comunes y por consiguiente susceptibles de ser aceptados como válidos por los ciudadanos que no comulgan con esas doctrinas.

Y ya que estamos en estas fechas navideñas, «tan señaladas», ¿no debería sentirse ofendido el católico que es testigo de la perversión que ha sufrido la celebración de la Natividad del Señor antes que por la vaquilla blasfema de Lalachus? Quien quiera puede responder a la pregunta mediante la lectura del artículo titulado ¿Sigue teniendo la Navidad un sentido religioso? Su autor, el teólogo católico Juan José Tamayo, lo tiene claro al referirse a Jesús como «un judío marginal» que «así nació, así vivió y así murió»: «La celebración de su nacimiento es, por tanto, la memoria “subversiva” de las víctimas y de los perdedores de la historia, no la conmemoración de los éxitos de una megaestrella o de las conquistas de un triunfador». Nada que ver con esta orgía desenfrenada y obscena de consumismo ególatra que hoy es, antes que nada, la Navidad.

Por el respeto a los genuinos creyentes y a sus creencias, pero ante todo por el cuidado de la salud de nuestra democracia es necesario fortalecer el componente laicista de nuestras instituciones así como promover una cultura del laicismo. En ese sentido sería un paso muy valioso la derogación del dichoso artículo 525.1 del Código Penal que permite a los sectarios tratar de imponer sus creencias a todos y jugar a amedrentar a quienes están en su derecho de expresarse libremente.

Total
0
Shares
Artículos relacionados
Total
0
Share