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Salman Rushdie, durante la conferencia de Fronteiras do Pensamento, en São Paulo (2014).

Rushdie herido

El ataque al escritor supone vivir en un mundo donde la palabra es mucho más peligrosa que apropiarse de armas de fuego

Salman Rushdie no sabe que existo, pero yo sé que su existencia es una corteza de mi tronco vital. Recuerdo la primera vez que leí al autor de Los versos satánicos (1988). Fue un artículo que publicó en The Guardian en 2001, un texto que me dejó una huella imborrable. Leí el artículo años más tarde de su publicación, cuando todavía comía jamón a escondidas y los besos públicos de las parejas me fascinaban y me avergonzaban a partes iguales. Su texto tocaba todo aquello que en ese momento estaba implosionando dentro de mí: mi fe, mi islam, mi origen, mi tradición. A cuestas con todo esto, encontré en esas palabras una verdad que, en esos veinte y pocos años que contaba en ese momento, fue como un bofetón de una realidad que me sobrepasaba. Nadie como él supo poner por escrito lo que suponía para mí romper con un mundo de creencias que se cernían sobre mí como una nube de azufre: asfixiante y densa, a pesar del bello color con el que se expande en el aire.  

Vivir sin miedo, aunque tengas miedo

El fundamentalismo nace de la incapacidad de saberse y hacerse libres. De este modo se vigila, restringe, castiga y agrede a quien ha descubierto su libertad

Con su peculiar estilo, en ese artículo de 2001, Rushdie hablaba sobre las formas de superar el miedo al terror que infunde el fundamentalismo. Y argumentaba que para superar el terrorismo uno no debe aterrorizarse.  “No dejes que el miedo gobierne tu vida. Aunque tengas miedo”. Esa libertad con la que él se abría a la vida. Una libertad que, no estaba escrita en ninguna clave de género, me atrajo desde el primer momento. Aún así su libertad era todavía demasiado agresiva para mi esclavitud, integrada como una capa de piel de la que no podía desprenderme so pena de morir despellejada.  

En esa época, tomaba cerveza al salir de la facultad y masticaba chicle de camino a casa para que mi aliento no oliera a alcohol cuando entrara por la puerta. Debajo de la camiseta de manga corta llevaba una blusa de tirantes con escote, ligera, que sólo lucía cuando me sentía a buen recaudo. Mantenía relaciones sexuales con chicos, siempre diurnas, siempre al amparo del secretismo, siempre envueltas en un halo de oscuridad. Mentía para salir con mis amigas, con mis amigos; me convertí en una experta del doble juego. Siempre tenía una respuesta preparada cuando parecía que la verdad podía aflorar. Viví durante años con esta inestabilidad. Aprendí a desarrollar una mentalidad de esclava, es decir, a verme como alguien que no merece ser libre. Y la libertad, claro está, va de la mano de la honestidad. Una relación que puede ofender y desencadenar un odio y una ira brutal, desgarradora, capaz de empuñar un cuchillo y rajar a cualquiera que pretenda vivir de frente.

Cada herida de Rushdie es una forma de decir: “¿Dónde crees que vas con tu libertad y tu honestidad en este mundo de apariencias, Salman?”. El filo en su cuello me estremece por la claridad de su respuesta: “Salman, irás al infierno junto a todos los apóstatas e infieles, junto a todos los intransigentes que pretenden circular por otro camino que no sea el nuestro”. Sus heridas las hago mías, igual que en su momento sus palabras las adopté como premisas de vida. 

La idea más atroz que hemos creado: un dios, de palabra, por el que podemos aniquilar a otras personas por el uso de la palabra

El fanatismo no es (solo) un señor barbudo escribiendo una fetua. El fundamentalista, como muy bien decía Rushdie en su artículo, supone que “para probar que está equivocado, primero debemos creerlo”. Este extremismo nace de la incapacidad de saberse y hacerse libres. De este modo se vigila, restringe, castiga y agrede a quien ha descubierto su libertad como un principio de vida que va más allá del dogma o de cualquier principio sagrado e intocable. Ser extremista significa defender la sacralidad de las ideas, desde las religiosas hasta las seculares. Este es el pecado disfrazado de tolerancia a la diferencia en la actualidad: hacer sagrado un discurso, un mundo de valores, una moral, un relato de fe, a expensas de la libertad íntima e individual. A Rushdie le ha costado su cuerpo, amputado después de treinta años de aparente calma por parte de quienes profesan la fe del extremismo. 

Rushdie ha encontrado la forma de desmontar esta sacralidad absurda con un ejercicio tan sencillo que convierte en un hecho aún más siniestro el atentado que ha sufrido: reírse. El acto de la risa es el más pueril de todos los que heredamos y desarrollamos a lo largo de la vida. A Rushdie le han apuñalado por reírse cuando se invocaba al dios auténtico y sin fisuras del islam, porque sabe que bajo esto se esconde la estupidez y la fragilidad humanas. Le han atacado por sonreír cuando halló en la vida del profeta Muhammad un hilo argumental digno de ser usado para hablar de la migración, del desarraigo, del exilio, del extranjero, de la mezcla, del delirio y la locura. En Los versos satánicos, Rushdie parecía retener la vida –cualquier vida, por muy profética que sea– sobre unas páginas llenas de sátira que a fin de cuentas nos guiñan el ojo para despertar de la excesiva seriedad con la que abordamos esta vertiginosa fantasía que es la realidad.

Pero esta obra, que le valió lafetua del ayatolá Jomeini en 1989, fue leída como una provocación. La tiranía de la pureza, que ostentan quienes se impusieron ya no solo a la novela, sino a lo que representa Rushdie, es una fuerza devastadora que teme su desaparición y su aniquilación en el maravilloso mundo del mestizaje del que todos venimos. Y en eso las obras de Rushdie son formidables, su atemporalidad es una defensa de la humanidad como mezcla. 

En cierto modo, la maldición que cae sobre los que usan la pluma no ha cambiado mucho desde los inicios del islam. En el Corán podemos leer: “En cuanto a los poetas: son los extraviados los que les siguen. (26:225)”. Los poetas, los fabuladores que reunían en torno a ellos a la población con sus versos y narraciones, pasaron a ser una competencia para la palabra que descendía directamente de dios en la Meca del siglo VII. Basándose en esta cuestión, Rushdie construye uno de los personajes más extravagantes de Los versos satánicos: un poeta que representa la cobardía más lacerante y el valor más inesperado. El poeta, que recurre a la palabra con la que sella su destino, juega a la provocación con un humor tan honesto que a veces se antoja incluso infantil. 

Herir a Rushdie supone vivir en un mundo donde la palabra es mucho más peligrosa que apropiarse de armas de fuego. Desde luego ambas cosas juntas son una bomba de relojería. Y si no que se lo digan a dios, que hizo el mundo a través de la palabra y ahí debe seguir, impertérrito ante nuestras quejas, ruegos, preguntas, venganzas y juramentos. Es la idea más atroz que hemos creado: un dios, de palabra, por el que podemos aniquilar a otras personas por el uso de la palabra. Qué forma de matar a dios en su nombre. Siempre digo que después de leer a Nietzsche, leí a Rusdhie. Entre ambos hay un hilo: señalar la hipocresía con su genialidad, y amar generosamente la libertad hasta sus últimas consecuencias.

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