II Encuentro por la Laicidad en España. Barcelona 2002
0. Presentación.
Seguramente coincidiré con ustedes si expreso la sensación de que el título que los organizadores me han propuesto para esta ponencia –Laicidad y construcción de la paz: un nuevo Derecho internacional- puede parecer excesivo y pretencioso. Si lo acepté con agrado, es, como intentaré demostrarles, porque creo firmemente en lo acertado del mismo. En cierta manera los laicos tenemos que salir del armario, y abandonando el resistencialismo y la timidez culpabilizadora a que nos han condenado las continuas agresiones que sufre la libertad de conciencia –y con ella la dignidad humana–, pasar a la ofensiva en la defensa de uno de los valores claves de la modernidad –la libertad de conciencia–, consolidando la laicidad como el mecanismo por excelencia para gestionar la pluralidad y la diversidad de los espacios públicos, incluyendo también el espacio internacional donde se producen las complejas relaciones entre Estados y de estos con los otros actores de la sociedad internacional.
Pero antes de adentrarme en estos temas permítanme que les explique que tiene que ver el Derecho internacional con la laicidad. No se trata, o no se trata simplemente, de un cambalache para hacer coincidir dos temas con los que el ponente se siente a gusto, aunque también hay algo de eso. Como fenómeno paradigmático para establecer el nacimiento del Derecho internacional moderno, los iusinternacionalistas nos referimos a la Paz de Westfalia en 1648, momento en que nace el sistema de Estados Europeos, con la ruptura y el fin a la Res Publica Christiana, y en el que el nacimiento del principio político de tolerancia religiosa pondrá fin a las guerras de religión que durante decenas de años venían asolando el continente europeo. La tolerancia religiosa, ese proyecto de mínimos para la mera coexistencia basada en la idea de permitir el error del que piensa diferente, renunciando a redimirle y salvarle, es el origen de toda la construcción moderna de los derechos y libertades del ser humano.
Intentaré en mi exposición abordar los dos aspectos que considero de interés para el tema que nos ocupa: Laicidad y derecho al espacio público. En primer lugar, explicaré como el Derecho internacional, y en concreto un sector del mismo que denominamos el Derecho internacional de los derechos humanos, protege y garantiza el derecho a la libertad de pensamiento y conciencia. En segundo lugar, abordaré la cuestión de como la laicidad nos aparece como el valor clave para abordar las grandes cuestiones que hoy tiene planteadas el mundo: en un mundo caracterizado por una brutal fractura entre el Norte y el Sur, entre el mundo que consume y malgasta, y el mundo que muere de hambre y de miseria, en un mundo donde el recurso a la violencia y a la agresión armada es habitual, en un mundo donde conviven valores civilitarios que se proclaman como radicalmente opuestos y mutuamente excluyentes,…en este mundo en que nos toca vivir, la laicidad nos aparece como el valor clave para regular la convivencia internacional, para construir un marco de relaciones pacíficas y amistosas entre los Estados que basadas en el respeto a la pluralidad, a la diversidad y a la diferencia, configuren el espació publico de una República Mundial que tenga como fundamento y objetivo principal la dignidad intrínseca de todo ser humano.
Estoy convencido que estamos gestionando mal el mundo contemporáneo, que estamos abordando la complejidad y la diversidad del mismo desde los esquemas propios del simplismo intelectual de la Guerra Fría –la dialéctica amigo/enemigo, la seguridad tan solo en términos militares, el fin que justifica cualquier medio, …–, y por eso, me parece sugerente hacer hoy aquí con vosotros un crudo diagnóstico de la realidad internacional, que creo que nos llevará a concluir la necesidad de pasar de una Sociedad Internacional fracturada y enfrentada, a una Comunidad Internacional institucionalizada, que desde las oportunidades reguladoras de la laicidad, permita la construcción de esa República Mundial de hombres y mujeres libres, iguales y fraternos.
1. La libertad de pensamiento y de conciencia en el Derecho Internacional de los Derechos Humanos
Voy a abordar de forma especialmente breve y esquemática este apartado, sobre el que la doctrina publicada es profusa, tan sólo para recalcar la idea de que la libertad de pensamiento y conciencia, al mismo nivel que la libertad religiosa, forman parte integrante y principal de Derecho internacional de los Derechos Humanos, garantizándose desde instancias internacionales su efectividad. Todos los instrumentos internacionales universales y generales de derechos humanos se refieren a la misma. Así, en primer lugar conviene destacar el artículo 18 de la Declaración Universal de Derechos Humanos que establece que:
“Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual o colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”(D.U.D.H., adoptada y proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en su Resolución 217 A (III), de 10 de diciembre de 1948).
La Declaración Universal tiene una naturaleza jurídica no obligatoria, con un amplio valor político y axiológico, pero sin carácter normativo, por lo que su incumplimiento no genera en principio responsabilidad internacional de los Estados. Ante la imposibilidad política de lograr el consenso de los Estados que conformaban las Naciones Unidas tras la II Guerra Mundial, René Cassin optó por la estrategia de elaborar una Carta de Derechos Humanos que incluyera en primer lugar una Declaración sin valor jurídico obligatorio, y posteriormente dos Pactos internacionales, uno de Derechos Civiles y Políticos y otro de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, para que cada Estado ratificará el que quisiera de los dos, zanjando así la paralizante tensión que los bloques político militares lidiaban el terreno de los Derechos Humanos. Pero ni tan sólo esta declaración universal logró el consenso de los Estados miembros, aprobándose en 1948 con la abstención de los Estados socialistas, de Arabia Saudí y Sudáfrica. La cuestión de la libertad de conciencia y religión motivó, junto con el tema de la no discriminación por sexo, la abstención de Arabia Saudí, y las reservas de otros Estados islámicos como Egipto; y posteriormente ha centrado algunas críticas de los países islámicos que estaban bajo dominación colonial y no participaron en la elaboración de la Declaración.
Será pues el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos el encargado de positivizar, en un texto jurídicamente obligatorio para los Estados que lo aceptasen, la libertad de pensamiento y conciencia. En el artículo 18 del mismo proclama:
“1. Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de tener o de adoptar la religión o las creencias de su elección, así como la libertad de manifestar su religión o sus creencias, individual o colectivamente, tanto en público como en privado, mediante el culto, la celebración de los ritos, las prácticas y la enseñanza.
2. Nadie podrá ser objeto de medidas coercitivas que puedan menoscabar su libertad de tener o de adoptar la religión o las creencias de su elección.
3. La libertad de manifestar la propia religión o las propias creencias estará sujeta únicamente a las limitaciones prescritas por la ley que serán necesarias para proteger la seguridad, el orden, la salud o la moral públicos, o los derechos y libertades fundamentales de los demás.
4. Los Estados Partes en el presente Pacto se comprometen a respetar la libertad de los padres y, en su caso, de los tutores legales, para garantizar que los hijos reciban la educación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones ”.(PIDCP, abierto a la firma, ratificación y adhesión de los Estados por la Asamblea General de las Naciones Unidas 16 de diciembre de 1966).
En este Pacto con vocación universal y fuerza jurídica obligatoria plena para los Estados Parte, se profundiza más que en la Declaración Universal, y al derecho de manifestar su religión o su creencia se añade el de tener o adoptar su propia religión o creencias. Se prohíben expresamente las medidas destinadas a menoscabar este derecho, y se establecen como límites exclusivos la seguridad, el orden, la salud o la moral públicas, así como el respeto de los derechos y libertades fundamentales, límites que deberán estar legalmente previstos por los Estados, y para los que es necesario un test sobre su necesidad para darles operatividad. Además este artículo 18 no puede ser suspendido, en ninguno de sus extremos, ni tan siquiera cuando el propio Pacto permite la suspensión de derechos “En situaciones excepcionales que pongan en peligro la vida de la nación…”. Así, la libertad de pensamiento, conciencia y religión, tal y como está nuclearmente recogida en este artículo 18 del Pacto, al no poder ser objeto de suspensión, puede ser considerada como una norma imperativa de Derecho internacional, lo que denominamos una norma de ius cogens, contra la que no cabe pacto en contrario y que tan sólo puede ser derogada por una norma de la misma naturaleza.
La mayoría de los derechos civiles y políticos recogidos en el Pacto han sido objeto de convenciones específicas que los desarrollan y explicitan (así la no discriminación, los derechos de la mujer, los derechos del niño, la tortura, la nacionalidad, …). Sin embargo, para la libertad de pensamiento, conciencia y religión no se ha logrado un texto convencional que la desarrolle, y los trabajos del mismo se han dilatado y estancado en Declaración de la Asamblea General de las Naciones Unidas sobre la eliminación de todas las formas de intolerancia y discriminación fundadas en la religión o convicciones, proclamada en la Resolución 36/55 de 25 de noviembre de 1981. No se trata de un texto jurídico obligatorio, pero sin embargo, no está exento totalmente de obligatoriedad: En la medida que enuncia claramente principios, que ha sido aprobado con un amplio consenso en el seno de la Asamblea General de las Naciones Unidas, el máximo órgano deliberante de la sociedad internacional, y en tanto que supone una interpretación auténtica del artículo 18 del Pacto, no se puede negar su oponibilidad a un elevado número de Estados. Así lo demuestra el hecho de que en 1986 la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas nombrará un Relator Especial sobre la intolerancia Religiosa, mandato que se ha ido prorrogando trienalmente, que se ocupa de evaluar la aplicación de la Declaración, recibe quejas de los ciudadanos que contrasta con los gobiernos de los Estados afectados, formula observaciones a estos, e informa anualmente a la Comisión de Derechos Humanos, por medio de esta al Consejo Económico y Social, y por medio de este a la Asamblea General de las Naciones Unidas sobre su actividad.
Así, las violaciones al texto de la Declaración pueden llegar a divulgarse internacionalmente, y la Asamblea General puede decidir recomendaciones y adoptar resoluciones contra aquellos Estados que violan la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión. Si bien la práctica de este relator se ha centrado en el fenómeno religioso, nada impide que de recibir suficientes informaciones dirija también su atención a la libertad de pensamiento y conciencia. Os invito a que comparéis la situación de la libertad de creencias en España con el contenido de la Declaración para que os deis cuenta de la violación que nuestro Estado viene cometiendo en este terreno, y de las posibilidades de que internacionalmente se le llame la atención y se la inste a corregir. Así como otras vías internacionales, como son acudir al Tribunal Europeo de Derechos Humanos o al Comité de Derechos Humanos del Pacto internacional de derechos civiles y políticos tienen un complejo procedimiento y unas causas de admisibilidad muy rigurosas, que entre otras exigen el agotamiento de los recursos internos, que dilata mucho la internacionalización de la denuncia; en cambio, poner en conocimiento del relator especial contra la intolerancia religiosa informaciones sobre la violación de la Declaración, puede ser una vía efectiva y rápida para solucionar estos temas, y al mismo tiempo, con la internacionalización de la denuncia se realiza una tarea de pedagogía y de impulso al desarrollo progresivo de la libertad de pensamiento, conciencia y religión en el mundo.
Pero la más efectiva contribución de la Declaración sobre la eliminación de todas las formas de intolerancia y discriminación fundadas en la religión o las convicciones de 1981, está en su capacidad para plantear la centralidad de esta cuestión en las relaciones internacionales. Así afirma en su artículo 3 que “La discriminación entre los seres humanos por motivos de religión o convicciones constituyen una ofensa a la dignidad humana y una negación de los principios de la Carta de las Naciones Unidas, y debe ser condenada como una violación de los derechos humanos y las libertades fundamentales proclamados en la Declaración Universal de Derechos Humanos y enunciados detalladamente en los Pactos internacionales de derechos humanos, y como un obstáculo para las relaciones amistosas y pacíficas entre las naciones”. Así como en uno de los párrafos de su preámbulo en el que proclama: “Considerando que el desprecio y la violación de los derechos humanos y las libertades fundamentales, en particular el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia, de religión o de cualesquiera convicciones, han causado directa o indirectamente guerras y grandes sufrimientos a la humanidad, especialmente en los casos en que sirven de medio de injerencia extranjera en los asuntos internos de los Estados y equivalen a instigar el odio entre los pueblos y las naciones” Estas reflexiones nos abren las puertas para adentrarnos en la segunda parte de la ponencia que propongo, también brevemente, a vuestra consideración.
2. La laicidad como valor clave para una relaciones internacionales pacificas y amistosas.
Un diagnóstico necesariamente somero y breve del mundo actual podríamos concretarlo en los siguientes cinco ejes, que se interelacionan mutuamente:
En primer lugar, una profunda y brutal fractura entre un Norte industrializado y rico, y un Sur empobrecido, condenado a la miseria, y en muchos casos a la muerte. El desarrollo del Sur parece una misión imposible hábilmente camuflada para las domesticadas opiniones públicas: repartimos unas limosnas en forma de ayuda al desarrollo (menos del 0,2% del PIB del mundo desarrollado, lejos del 0,7% al que nos comprometimos), la mayoría de esta ayuda será en forma de créditos condicionados que les obliga a comprar nuestros productos (en ocasiones armas), generándose una voluminosa deuda externa con la que les mantendremos sumisos y asustados; al mismo tiempo cerramos nuestras fronteras a sus productos y a sus inmigrantes, subvencionamos hasta el ridículo nuestros productos agrícolas, y les exigimos que sus mercados estén abiertos a nuestros productos y nuestros elevados costes de patentes. Un ejemplo: La carne de vacuno europea está hiper-subvencionada, en absoluto es competitiva, la falta de espacio conlleva explotaciones ganaderas insalubres, altamente contaminantes del medio ambiente, genera escaso empleo, y la calidad y salubridad de la misma están en cuestión; pero a la carne argentina, más barata, mejor criada, más salubre, con explotaciones menos contaminantes y que les genera mucho empleo y desarrollo, le obligamos para entrar en Europa, a pagar unos aranceles hasta igualarla al precio de lo que cuesta la nuestra con subvención incluida. La mejor ayuda al desarrollo sería liberalizar el comercio mundial, la mejor ONG sería “carne (avellana, banana,…) sin fronteras. Nos engañamos pensamos que ayudar al desarrollo es dar limosnas más elevadas.
En segundo lugar el mundo se caracteriza por una utilización arbitraria de la violencia y de la fuerza armada a nivel global, algunos desde el terrorismo, otros desde la impunidad como superpotencias: Estados Unidos ignora al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, no le pide permiso para utilizar la fuerza armada contra Afganistán, cuando los cinco miembros del Consejo le autorizarían sin problemas. Pero prefiere ser el único gendarme mundial, que impone su ley sin reconocer superior alguno y desde la dialéctica amigo/enemigo, o conmigo o contra mí.
En tercer lugar, la pervivencia de múltiples conflictos locales, en los que clanes, tribus, patrias, naciones, familias eternizan sus luchas fratricidas que solo parecen tener fin cuando se aniquilen definitivamente. Y detrás de las banderas, una vez más, intereses mezquinos, ajenos a los de las poblaciones contendientes, …beneficios para unos pocos. El cóctel de armamento con nacionalismo excluyente es el mejor negocio que jamás se ha realizado.
En cuarto lugar, una brutal devastación ecológica, un despilfarro brutal a costa del medio ambiente, una miseria contaminadora, unas fuentes energéticas obsoletas, una actitud depredadora e inconsciente.
Y por último, el quinto eje, unas fracturas culturales y civilizatorias en acelerado crecimiento. Aquello que Huntington denominó el “choque de civilizaciones”, y que tiene sus más alarmantes manifestaciones en las diferentes concepciones del ser humano.
Si pensamos un momento, los cinco ejes nos dan un mapa mundial y un mapa mental explosivo: si ubicamos en el mapamundi los cinco ejes: subdesarrollo, violencia global, conflictos locales, devastación ecológica y culturas civilizatorias enfrentadas, el mapa es el de un occidente reducido, rodeado de enemigos, atrincherado en la defensa de sus valores, con las fronteras cerradas a la silenciosa invasión de la inmigración, armado hasta los dientes, militarizado contra el terrorismo, protegido con el paraguas anti-misiles… Esta es la foto que quieren enseñarnos, esta es la excusa que permite mantener concentrado el poder en pocas manos, imponer retrocesos a la libertad, pervertir las democracias, enfrentarnos a enemigos invisibles, desconfiar del aquel al que no conocemos, refugiarnos en la placidez burguesa de nuestros hogares…
Repensemos desde la laicidad una película diferente, donde el reconocimiento fraternal del otro nos lleve a rechazar de plano sus míseras condiciones de vida, donde la búsqueda individual de la propia felicidad exija unas condiciones mínimas de vida digna para todos, donde se establezcan espacios para el diálogo intercultural, donde la diferencia sea percibida como riqueza, donde el ser humano afirme la riqueza de sus múltiples identidades (sexuales, laborales, étnicas, de creencias, religiosas,…) negándose a reducirlas a una bandera o a un símbolo absoluto y omnicomprensivo. La revolución laica es principalmente una revolución personal, basada en la libertad de conciencia, en el libre examen, donde cada ser humano afirma su radical diferencia como base para el reconocimiento dialogado del otro.
En el contexto internacional, la laicidad como valor, aparece incorporada implícita pero estrechamente en la idea de la dignidad humana que alumbra el preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas: “Nosotros los pueblos de las Naciones Unidas, Resueltos, (…) a reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, (…) a crear condiciones bajo las cuales puedan mantenerse la justicia (…), a promover el progreso social y a elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de libertad, y con tales finalidades, a practicar la tolerancia y a convivir en paz como buenos vecinos, (…) hemos decidido aunar nuestros esfuerzos para realizar estos designios”. Sin embargo, el orden mundial imperante imposibilita el desarrollo de la laicidad como valor regulativo de la convivencia entre las naciones, imponiendo modelos de relaciones basados en la dominación, la explotación y la sumisión.
El paso definitivo, y en el que creo que debemos comprometer los esfuerzos del libre pensamiento moderno, las energías y sinérgias laicas, estriba en el tránsito de una Sociedad Internacional a una Comunidad Internacional. Debemos asistir a la muerte de la obsoleta Sociedad Internacional de Estados, basada en la meras relaciones de coexistencia, en el recurso arbitrario a la violencia, en la escasa institucionalización, donde se impone el poder imperial del más fuerte, una sociedad sin espacio público, sin instancias democráticas, la mera suma de las sociedades nacionales cerradas en si mismas. Y debemos ayudar al nacimiento de una Comunidad Internacional, de lo que me he atrevido a denominar entre nosotros, con toda la complicidad del lenguaje y de los símbolos, la República Mundial: un espacio público internacional, donde además de los Estados, las Organizaciones Internacionales, las organizaciones no gubernamentales, los pueblos y las personas, participen en su diseño y acontecer; una comunidad de valores, capaz de globalizar la democracia y el respeto a los derechos humanos, un espacio progresivamente institucionalizado, con instancias de poder reales y efectivas y con una ciudadanía mundial global y postnacional crítica y activa.
La pluralidad y diversidad de la Sociedad Internacional hace de esta el campo privilegiado para que la laicidad, en tanto que norma regulativa de la convivencia, encuentre su más pleno desarrollo, puesto que la aceptación de la misma, no significa una reformulación negativa del principio de no intervención en los asuntos que pertenecen esencialmente a la jurisdicción interna de los Estados, sino la aceptación de unas normas mínimas de Derecho internacional que posibiliten la participación de todos en el “agora” internacional. Se trata de las normas imperativas, de las llamadas normas de ius congens, obligatorias para todos los Estados, y contra las que no cabe acuerdo en contrario. Frente a la generalidad de las normas internacionales, que tienen una naturaleza meramente dispositiva dependiendo su obligatoriedad de la voluntad del Estado de someterse a ellas, las normas imperativas o de ius cogens, por el contrario, configuran los valores básicos y constitucionales sobre los que se fundamentará la Comunidad Internacional, como son la prohibición de la amenaza y de la fuerza armada, el respeto a los derechos y libertades fundamentales, la soberanía de los Estados, el cumplimiento de buena fe de los tratados, … Surgen, también como las normas dispositivas, de la voluntad de los Estados, única fuente material del Derecho internacional, los cuales, en una aproximación axiológica a la Comunidad Internacional identifican sus principios y valores fundamentales, apartándolos de la contingencia convencional y reservándoles un rango superior en el ordenamiento jurídico internacional.
Esta es en gran medida la propuesta que nos hace John Rawls en su reciente obra “El derecho de gentes” en la que extrapola a las relaciones internacionales su Teoría de la Justicia, para ver en que condiciones pueden haber una teoría ideal que permita convivir lo que él denomina “pueblos liberales razonables con pueblos no liberales pero decentes”, y una teoría no ideal de como deben actuar estos frente a lo que él define como Estados proscritos que se niegan a observar las reglas mínimas de convivencia. Nos propone una Utopía realista que en sus palabras “nos reconcilia con nuestro mundo social al enseñarnos que es posible una democracia constitucional razonablemente justa como miembro de una sociedad de los pueblos (también) razonablemente justa”. Y afirma que esta teoría “Establece que un mundo como tal puede existir en algún lugar y en algún momento, mas no que tiene porque existir o que existirá”, pero sigue diciendo “Mientras creamos por buenas razones que es posible un orden político y social autosuficiente y razonablemente justo, en lo interno y en lo externo podemos esperar de manera razonable que nosotros u otros, en algún momento y en algún lugar, lo alcanzaremos” y acaba su excelente ensayo afirmando “Si no es posible una razonablemente justa sociedad de los pueblos cuyos miembros subordinen su poder a fines razonables, y si los seres humanos son en gran medida amorales, si no incurablemente egoístas y cínicos, podríamos preguntarnos con Kant si merece la pena que los seres humanos vivan en la tierra”.
En definitiva una propuesta de sociedades liberales, abiertas y laicas que establecen unas normas de juego en común con sociedades “no liberales pero decentes”, a las que la propia dinámica de aceptación de la laicidad como norma de convivencia con los Estados liberales les acaba internamente abriendo, liberalizando y laicizando. Y que tienen como principal arma frente a los Estados proscritos, rebeldes, objetores agresivos y persistentes de las normas básicas de convivencia laica, la pedagogía, y como recurso último la acción colectiva coercitiva, incluso armada, en defensa de la convivencia libre y pacífica. No olvidemos que el Consejo de Seguridad ya ha autorizado la utilización de la fuerza armada, en más de una ocasión, contra Estados cuyas violaciones de los derechos humanos eran definidas como una amenaza contra la paz y seguridad internacional. Sin embargo, el carácter arbitrario, selectivo, hipócrita y parcial de la actuación del Consejo de Seguridad, autorizando por ejemplo medidas contra Iraq para proteger los derechos humanos del pueblo kurdo, pero mirando a otro lado cuando Turquía persigue y masacra a los kurdos, le quitan toda legitimidad. Con toda la dramática gravedad que tiene este doble rasero internacional propiciado por el imperialismo americano: ¿cómo podemos hacer pedagogía de la democracia y de los derechos humanos en los Estados islámicos, después de nuestros cómplices silencios en las masacres de palestina, en el trato a los talibanes secuestrados y deportados a Guantánamo, o en el apoyo a regímenes integristas y totalitarios cuando nos conviene?
En un mundo de sociedades, estatales o incluso continentales abiertas, nos tocará convivir con Estados rebeldes, defensores de los valores propios de sociedades cerradas. Y estos utilizarán todos los medios, y principalmente la violencia y la fuerza armada terrorista, para desarticular el mundo pretendidamente libre. Tenemos el deber de estar preparados para poder responder. No bastará, seguramente y por desgracia, con hacer pedagogía de nuestro mundo, seguramente habrá irreductibles que no entenderán que la democracia y la libertad son ideas inexcusablemente unidas a las de dignidad de la persona. Y entonces quizás, no tendremos más remedio que recurrir a la fuerza. Pero tengamos muy claro, como afirmó Jean Paul Sartre que: “Antes de morir por la democracia es preferible estar seguro de vivir en ella”.
A nadie se le escapa que el tránsito que propongo de nuestra caduca Sociedad Internacional a una Comunidad Internacional, ni es fácil ni puede ser lento, pero tener claro el horizonte universalista de nuestras utopías, además de reconciliarnos con nuestros orígenes libertarios y federalistas, nos puede ofrecer alguna de las claves para concretar una actuación pragmática y cotidiana. Sin ánimo de exhaustividad os propongo para finalizar concretar algunas líneas de acción posibles:
– La Sociedad Internacional contemporánea era inicialmente ciega a la forma de organización interna de los Estados, ya fueran estos, democráticos, autoritarios o totalitarios, teocráticos, confesionales, aconfesionales o laicos. La emergencia del principio de respeto a los derechos humanos y la afirmación de su universalidad, se han impuesto a la restrictiva visión de los que alegaban la no intervención en los asuntos internos de los Estados, y progresivamente va dando paso al principio democrático que lleva implícito un alto componente de laicidad. La defensa de la universalidad de los derechos humanos, su desarrollo progresivo, la creación de instancias de vigilancia y control de su cumplimiento, su promoción y su pedagogía se convierten así en un enorme potencial transformador.
– Potenciar y apoyar el trabajo de las instancias internacionales, defender su competencia y legitimidad son otro eje importante. La reciente entrada en funcionamiento de la Corte Penal Internacional es un ejemplo paradigmático de ello, que necesitara de todos nuestros esfuerzos para su desarrollo y consolidación. Pero también las Naciones Unidas, que con todos sus handicaps. limitaciones y errores son preferibles a la unilateralidad estatal de los imperios.
– Debemos además organizar la participación del libre pensamiento en las instancias consultivas de las organizaciones internacionales. La mayoría de Organizaciones No Gubernamentales (ONG) que trabajan en temas humanitarios y por el desarrollo tienen un origen y unos fines religiosos. Todas las religiones, y con especial predominio la católica están activamente presentes en las Conferencias Mundiales de las Naciones Unidas. Así por ejemplo, la alianza entre El Estado Vaticano y los Estados islámicos, acomparsados por sus respectivas ONG’s lograron acallar la voz de la lógica científica en la última cumbre sobre población celebrada en El Cairo hace unos años, impidiendo la difusión de métodos de control de la natalidad en el tercer mundo y condenando genocidamente al SIDA a millones de seres humanos en el África Negra.
– La pervivencia de la personalidad jurídica de la Santa Sede y de la Soberana Orden de Malta, reconocidas por poco más de una decena de Estados –entre ellos el nuestro-, supone una desigualdad de facto con otras creencias, religiosas o no, al tiempo que distorsiona el modelo de relaciones interestatales. Así los acuerdos de un Estado con la confesión católica toman la forma de Concordatos o acuerdos internacionales, que se sitúan por encima de la legislación del Estado, y no como meros acuerdos sometidos a la legislación nacional como con las otras religiones.
– La existencia del Estado Ciudad del Vaticano, es también claramente cuestionable. Es el único Estado del mundo que no es miembro de las Naciones Unidas. Su escaso territorio, la concesión graciosa de la nacionalidad, la confusión del poder político-territorial con su pretendida universalidad espiritual, su origen en los Pactos de Letrán entre Mussolini y la Iglesia Católica…hacen que sea cuestionable su soberanía y existencia como Estado.
Y podríamos, seguir, la agenda no es corta, y son muchas las causas a las que estamos llamados, pero permitidme resaltar una entre todas: el sagrado deber de la pedagogía. La potencialidad pacificadora y regulativa de la laicidad para la convivencia internacional, su capacidad transformadora permanentemente activa, así como su impulso dignificardor del ser humano, hacen necesario que desarrollamos nuestras capacidades pedagógicas para hacer que un mundo hoy fracturado y convulso pueda ser la patria de toda la humanidad.