Más de tres milenios antes de Cristo existía un régimen tributario que financiaba la costosa corte de los faraones y otorgaba privilegios fiscales a los sacerdotes
“En el mundo no hay nada seguro, salvo la muerte y los impuestos”. Lo dijo Benjamin Franklin hace más de dos siglos, pero lo sabían ya los antiguos egipcios, que fueron precisamente los que inventaron el primer sistema fiscal sofisticado de la humanidad. Más de tres milenios antes de Cristo existía un régimen tributario que financiaba la costosa corte de los faraones. La economía se basaba en las vastas tierras fértiles que propiciaba el río Nilo con sus desbordamientos anuales. Los campesinos pagaban más o menos un 20% de impuestos sobre su cosecha, que se basaba en un cálculo de Hacienda, no en el resultado real. Para eso, los funcionarios de los faraones se servían de unas estructuras similares a pozos, los llamados “nilómetros”, que permitían medir el nivel de agua del río y presagiar si iba a ser un año bueno o malo para la cosecha. También existían ya impuestos indirectos sobre el aceite, productos manufacturados o la cerveza.
Los encargados de recaudar los tributos eran los escribas. Durante mucho tiempo acompañaban al propio faraón en sus viajes río arriba y abajo, aprovechando sus estancias para cobrar a los contribuyentes. Para evitar la corrupción, a los escribas se les pagaba muy bien y existían mecanismos de control de las actividades recaudatorias. Estos inspectores de Hacienda eran temidos porque, en muchas ocasiones, propiciaban palizas a los campesinos y demás ciudadanos que se negaban o no podían pagar sus impuestos. Mucha gente acababa en la cárcel por incumplimiento fiscal. En otras épocas, el Gobierno optaba por la benevolencia y permitía que a los agricultores pobres se les condonara dos tercios de la deuda. Los faraones eran conscientes de que la tributación tenía un potencial peligroso y podía alimentar revueltas populares.
La mala gestión y las reformas de Akenatón –el marido de Nefertiti– en el siglo XIV a.C. provocaron una rebelión que sacudió al país, especialmente por su empeño en introducir el monoteísmo. En consecuencia, el faraón se vio obligado a conceder la inmunidad fiscal a los sacerdotes. Los poderosos templos, que controlaban un tercio de las tierras, ya no tenían que pagar más impuestos. Es más, empezaron a servir como refugio para los que huían de los escribas, que tenían vetado el acceso, un derecho llamado “asilo”.
En siglos posteriores, Egipto pasó a ser gobernado por fuerzas extranjeras: persas, nubios, asirios o griegos, que acabaron con la exención fiscal de los sacerdotes, aunque no con el asilo para los refugiados de Hacienda. Hizo falta otra gran revuelta para que los templos recuperaran sus privilegios. Dos siglos antes de Cristo, se produjo una auténtica guerra civil motivada en buena parte por los altos impuestos para financiar las diversas guerras con las otras potencias de la región. “La acumulación de impuestos no pagados debió llegar al máximo. La confiscación masiva de propiedades privadas destruyó el país, se despoblaron aldeas, se dejaron de trabajar muchas tierras y varios diques a lo largo del Nilo necesitaban ser reparados para evitar inundaciones”, explica Charles Adams en For Good and Evil: The impact of taxes on the Course of Civilization (Para bien y para mal: el efecto de los impuestos en el desarrollo de la civilización).
En el año 197 a. C., el faraón Ptolomeo V puso fin a los disturbios con un decreto que ha llegado hasta nuestros días por su inscripción en la famosa piedra de Rosetta. Los sacerdotes recuperaron su inmunidad fiscal. A los demás ciudadanos se les condonó su deuda con Hacienda y se liberó a todos los presos por delitos fiscales. “La liberación de los rebeldes fiscales muestra que las cárceles estaban llenas, y que el país necesitaba urgentemente mano de obra”, escribe Adams. Aquella amnistía fiscal, una de las primeras que se conocen, “señala que Egipto estaba lleno de fugitivos que habían abandonado sus hogares para escapar al castigo por no pagar impuestos”, añade.