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El dictador Francisco Franco, acompañado por el general Mola.Archivo

Las Trece de Cabuérniga: las mujeres que sufrieron represión en el primer franquismo

En los primeros años del franquismo, la represión sobre las mujeres alcanzó cotas muy intensas. Presidio, malos tratos y humillaciones eran la respuesta a acusaciones muchas veces totalmente ficticias. Esta es la historia de trece mujeres que, en Cantabria, sufrieron tal injusticia.

Se llamaban, ellas, Fermina González Gutiérrez y Secundina Leonsegui Balbás. Se llamaban, todas ellas, Manuela Castañeda, y Jesusa Macho García, y Elvira González Gutiérrez, y Enriqueta Martínez. Eran Rosario Puente, Inés Martínez, o Hilaria Fernández, también Purificación Solares. Fueron, las trece, Emilia Molledo, María Morante y Javiera Puente. Dieciocho y dieciséis años tenían algunas.

Las mujeres, les dijeron a todas. Las mujeres de Cabuérniga.

Vivieron tiempos injustos, tiempos de gris y azul, tiempos en que volvieron banderas victorias.

Pagaron, solo, por ser mujer.

Esta es su historia.

Dicen que todo empezó con una pintada. En el suelo.

Una pintada sobre la carretera. Una que apoya a la República, hecha con tiza. Es otoño de 1937 en el Valle de Cabuérniga, en el corazón de Cantabria. Es otoño de 1937, y en verano de 1937 entraron italianos y (mal-dichos) nacionales por El Escudo, por Pozazal. Es otoño de 1937 y no puedes, en las vegas que amanecen brumas, decir o escribir según qué cosas…

Dicen que todo empezó así aunque, realmente, de la pintada poco más se supo.

Pero el escándalo. Ellas, fueron, ellas. Que tienen aire de rojas, que no les gusta el nuevo orden. Ellas. Trece mujeres de Cabuérniga y Lamasón. Selores, Valle, Terán. Ellas. Tienen entre 58 y 16 años, pero «aún sin cumplir cuando sucedieron los hechos”, leeremos después.

Las moiras, las nornas, las fatae. Niña, mujer, anciana; Cloto, Láquesis, Átropos. Presas en muros verdes.

Cuanto mejor si hubieran sido erinias.

Porque se hizo redada en Cabuérniga, y todas tenían de qué avergonzar en aquella España imperial y tiránica. Alguna estuvo afiliada a las Casas Campesinas, otra participó en manifestaciones de rojos. Las de más allá hicieron actividades en Casas del Pueblo, ya ves, quién iba a pensarlo. Se alegraban por el Frente Popular, miraban torvas a los nuevos representantes del nuevo-viejo orden. De Elvira González dicen que reclutó algunos derechistas y los obligó a que limpiasen locales ocupados por los marxistas. Purificación malresponde a una vecina cuando esta le dice “adiós”… no hay Dios, qué va a haber Dios, a mí dime siempre “salud”. De otras susurran que hacían propaganda, que asistían a no sé qué, hasta que su marido era de los infieles. A un par, incluso, se les señala como de buena conducta y moral irreprochable, pero rojas…

Se las llevan a Santander desde las orillas del Saja. Se las meten en la cárcel con acusación de Josef K.

Estarán allí un año y pico.

Lo cuenta Esteban Ruíz en una obra, Crónicas secretas de la guerra civil en Cantabria, publicado recientemente por Editorial Contenidos. Esteban rescató relatos de la época republicana y sigue, ahora, el devenir del tiempo. Historia de historias.

Estremece leer allí informes, transcripción, relato. Estremece ver papeles amarillos, manchitas de humedad. Tiene faltas de ortografía, tachón, confunden nombres de mujeres sobre cuyo destino tratan, edades, hechos. Mezclan y corrigen, repiten líneas con tacataca de olivettis oscuras.

Estremece ver, siempre, que el Mal resulta cutre, casposo, chapucero.

Pero sigue siendo Mal.

Hay, según estadísticas oficiales, 500 reclusas en 1934.

Suman, según estadísticas oficiales, 23.000 en 1940.

Viven en el presidio de Ventas, según estadísticas oficiales, siete mujeres en celdas pensadas como individual, doce si es celda doble.

Así fue.

Durante la Segunda República quiso cambiar las condiciones penitenciarias Victoria Kent, pero tampoco la dejaron mucho. Llegan, con todo, avances, también entre las féminas. Pero, después, el horror, la ruptura civilizadora de la que habló Norbert Elias.

El horror.

Un proceso opaco, arbitrario. Una parte condena pública de carácter redentor, otra condena privada que retrocede siglos. Moral y delincuencia como algas filiformes que van unidas, el retorno a la religiosidad en cárceles. Presas políticas. “Rojas”, les dicen. También todas las que no cumplan el canon del Régimen en su vida puertas adentro. Madres solteras, adúlteras, féminas de orientación sexual distinta a la única que nos da en conocer…

Hacinamientos, hambre. En 1944 se modifica el rancho para las mujeres, alcanzando las 1.500 calorías diarias. Hasta entonces, menos.

Muerte en diferido.

(También hubo muertes en directo, pero de esas hablamos en otra ocasión).

Humillaciones, claro. El pelo al rape, sobre todo a las menores de 40. Es para evitar piojos, cuenta la oficialidad. Es para humillar, para eliminar feminización, para hacer menos a quien menos consideramos. Primera posguerra, los niños de hasta tres años con sus madres, después que marchen a casa de algún familiar, a instituciones que eduquen. El contagio marxista siempre acechante. Poco trabajo en el presidio, búscate las habichuelas de otras formas.

¿Reeducación y reinserción?

No hoy.

“La cárcel de Ventas es un almacén de rojas. Más de diez mil rojas hacinadas. Rapadas que no comulgan ni cantan y el recuerdo de trece rosas prensadas”, escribe, bellísimo, Paco Cerdá en su maravilloso Presentes (Alfaguara, 2024).

Realmente hablamos de represión. Ni siquiera delito político, delito de conciencia, qué tan poroso el nombre, qué tan grande acotación.

Ni siquiera eso.

Solo asustar y ahuyentar. Asustar personas, ahuyentar ideas.

Cebarse con la parte que ha quedado. No hay hombres, no quedan hombres. Están en presidios, están escondidos, están las montañas, en majás y brañizas, están pasando noches en invernales de vientos que ajuyan, en cuevas de sapuletus y salamandras. No hay hombres, así que descargamos, educamos, ajustamos… con ellas.

Que tomen nota, que sepan comportarse. Mujeres que quisieron ser algo más que cocineras y paridoras. “Dios está entre los pucheros”, dijo Santa Teresa de Jesús, y Franco tenía su bracito en la mesilla de noche. “Dios está entre los pucheros”, dijo la santa, y aquellas mujeres, puro pecado, querían vivir vidas fuera del hogar y la admonición de padres y hermanos, de maridos, de curas. Sean ejemplo, dijeron quienes vencen, ya que no quieren ser ejemplares. Sean ejemplo de lo que ocurre, del nuevo orden, de la nueva España. Ver, oír, callar, agachar la cabeza.

Humillarse.

Represión, dijimos.

El 25 de julio de 1939 se dicta sobreseimiento provisional a la causa. Nada cuentan, los papeles, sobre aquella pintada inicial, la que sirvió de excusa. Nada cuentan, no, sobre los meses en prisión, sobre lo que allí se vive y allí se muere.

Son tan fríos, los papeles.

Porque, además, continuó el asunto. Tribunal de Responsabilidades Políticas de Santander. Se pidieron, en septiembre de aquel año (Primero de la Victoria, trémulas tardes, tapias y gritos), informes sobre las muchachas. A fuerzas vivas… Párroco, jefes de Falange, la Guardia Civil. Hombres, obvio. De Secundina Balbás, a quien llaman La Burina, dicen cosas graves. Muy graves. 

Que si es listísima, que si es activista, que si no tiene corrección posible. Cuentan, también, que sale por las noches, que habla con otros de su calaña, que, susurremos, actúa como enlace para los que siguen y ya no están, para los que están y quieren seguir.

El monte.

Dicen de La Burina que es “hipócrita, zalamera, inteligente y hábil”, que llora y gime, que engaña con las herramientas propias de su sexo. Dicen que era cocinera de Azaña durante sus veraneos santanderinos; dicen que dio un navajazo a cierta viuda, hace unos añucos, por no sé qué lío de faldas, sin concretar. Y, concluyen, “sabe santificarse”, lo que la convierte en espía perfecta por su capacidad de mímesis, supongo. A ella, a La Burina, le imponen ocho años de inhabilitación para desempeñar cargo público, también 250 pesetas de multa. Costaba, entonces, 15 céntimos el diario ABC

El resto salieron absueltas. Que si eran buenas chicas, que si rojas pero sin exagerar. De Elvira González dijo Segundo García de la Torre, párroco de Cabuérniga, que “tanto ella como su marido sé que procuran educar a sus hijos en el temor de Dios y el amor a la Patria”, y que fue “detenida algún tiempo, pero, creo yo, no fue por cosa importante, sino por chismerías de mujeres”.

Chismerías de mujeres, dice el párroco.

Absueltas, dice el documento.

Absueltas. Tras dos años, tras tantos meses en la cárcel.

Absueltas salieron, ellas.

El castigo lo llevaron siempre.

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