Como el 9 de diciembre era el día mundial del laicismo y aprovechando el magnífico artículo publicado en estas páginas por la vicepresidenta de MHUEL, Alicia Alcalde, no resultara cansino insistir una y otra vez en que carece de sentido mantener en vigor unos acuerdos preconstitucionales que, para colmo, otorgan a una determinada confesión religiosa un intolerable trato de privilegio que va, desde la financiación abusiva con cargo al erario, hasta una posición hegemónica en el ámbito de la educación privada, también a costa del bolsillo de creyentes, ateos y mediopensionistas. A lo mejor, ya digo, resulta cansino, pero es que no dejan de dar motivos para insistir. Y, como a las razones que se esgrimen a favor de denunciar esos acuerdos se responde desde el poder poniéndose de perfil para seguir en las mismas, no queda otra que volver a decirlo.
Uno, en su ingenuidad, se pregunta por qué demonios (con perdón, monseñores) parece incapaz este país de deshacerse de un instrumento tan oneroso, pactado bajo presiones hace más de cuarenta años y promovido desde el Gobierno por militantes católicos, después de que la Constitución proclamase la aconfesionalidad del Estado. Se puede entender que la derecha de este país, tradicionalmente católica y bien provista de dirigentes que pertenecen a las ramas más integristas, se resista a denunciar el mal llamado Concordato. Puede uno admitir incluso que, en los primeros años de democracia, ni siquiera la izquierda se atreviese, dado el inmenso poder que aún tenían los curas sobre las conciencias de muchos (en una ejecutiva federal de aquellos tiempos se advirtió a la dirección de mi partido, el PSOE, de que la Iglesia era muy mal enemigo).
Pero cuesta comprender por qué 30 años después, cuando solo el 22% de las bodas se celebran bajo el rito católico, la mitad de los bebés quedan sin bautizar, España se sitúa en el puesto 16 de los estados menos religiosos del mundo, y solo un 13,9% de los españoles acude a actos religiosos con cierta frecuencia, incluso los gobiernos de izquierda se siguen mostrando remisos a dar el paso.
Y no solo eso. Como seguramente sabrán los lectores, la Iglesia Católica, aprovechando una norma aprobada por el gobierno del catolicísimo Aznar en 1988, se ha apropiado de unos 30.000 inmuebles sobre los que no tenía ningún título de propiedad. Esos son los datos que los registradores entregaron al Gobierno hace un año, los datos que ha solicitado un diario y que el Gobierno en funciones se niega a facilitar, incluso si el Consejo de la Transparencia y el Buen Gobierno ha fallado que tiene la obligación de hacerlo.
¿Qué está ocurriendo? ¿Por qué no tenemos derecho los ciudadanos a saber exactamente cuántos y cuáles son esos bienes que la Iglesia se apropió por la cara, y a cuánto asciende su valor en el mercado?
Estoy seguro de que muchos se sorprenderían si supieran la cantidad de fervientes católicos que anidan en la izquierda. Y no en lugares irrelevantes, sino en puestos de dirección. ¿Puede ser esa la causa de tan escasa disposición a cumplir las obligaciones? Pues puede ser, claro, ¿por qué no?
¿Tiene la Iglesia instrumentos de presión, más allá de la influencia que ejerce sobre la parte del electorado que aún permanece fiel a esas creencias? A simple vista parece que eso sería ir muy lejos, pero el secretismo y la ausencia de explicaciones son el mejor caldo de cultivo para la especulación.
Y presionar, presionan. Desde el primer minuto. Véase, si no, la terrorífica pastoral del cardenal Cañizares (a menudo excesivo y siempre dispuesto a amenazar con el Apocalipsis) nada más conocer el preacuerdo de gobierno entre el PSOE y Unidas Podemos.
En ese acuerdo («entre socialistas y socialcomunistas», dice monseñor), el cardenal atisba «un cambio cultural y la imposición de un pensamiento único», nada menos. Un pensamiento único que incluye «la aprobación de la eutanasia, la extensión a nuevos derechos, la ideología de género, el feminismo radical y la ampliación de la memoria histórica, que fomenta el odio y la aversión». Así que no es extraño que el belicoso prelado, tan en línea con Vox que calca su discurso, afirme que nos encontramos ante «una grave emergencia, la emergencia de España, que necesita una sanación urgente».
Esperemos que no se empeñen en sanarla a cañonazos, como hace ochenta años, cuando otros cardenales bendecían las armas con las que se impuso una larga y cruel dictadura ultracatólica.
Pero, por debajo de esa retórica inflada del obispo, a ningún lector medianamente avisado se le escapará que se oculta una amenaza, apenas velada, según la cual el nuevo Gobierno (si es que algún día llega) deberá tentarse las ropas con muchísimo cuidado antes de tocar un solo privilegio de la Iglesia. Como se comprenderá, al cardenal le importan un bledo la eutanasia y el feminismo radical. Es más, sabe que esas son puertas al campo que no puede poner (obsérvese que ya no habla del aborto, después de que el PP no se atreviese a tocar la ley). Lo que hace la pastoral es marcar territorio y advertir de la que se viene encima si los intereses terrenales de la Iglesia se ven amenazados. El cielo puede esperar, pero la generosa financiación y los inmuebles usurpados, ni tocarlos… o habrá que volver a «sanar» a España.
Ya les digo, ya… Inmatricula, que algo queda.
Antonio Piazuelo *Diputado socialista del Congreso constituyente