Se cumplen 375 años de la muerte de Galileo Galilei, un genio que revolucionó la formas del conocimiento enfrentándose a los mayores poderes de su época.
“He amado a las estrellas con demasiado cariño como para tener miedo de la noche” es una frase atribuida al astrónomo, filósofo, físico y matemático italiano. Nacido en Pisa en el año 1564 en el seno de una familia de la baja nobleza. Su padre, Vincenzio Galilei era músico y matemático. De joven Galileo mostró interés por las letras y el dibujo. Su pasión por este último arte abrigó su deseo de convertirse en pintor. Sin embargo, su padre lo obligó a estudiar medicina con la esperanza de recuperar la condición económica de su familia. En 1581 ingresa a la Universidad de Pisa, donde luego de 4 años abandonó sus estudios médicos a pesar de que le permitieron entrar en contacto con los clásicos: Aristóteles, Platón y Euclides.
Sus anteriores preocupaciones artísticas se renovaron con los conocimientos relacionados a ella: la matemática y la geografía. Contradiciendo la voluntad de su padre se abocó hacia las matemáticas a través de las enseñanzas de un profesor amigo. A partir de allí se dedicó a ejercer como profesor privado en Florencia y Siena. Su pasión por Arquímedes lo llevarían a escribir dos estudios: un teorema sobre los centros de gravedad en los sólidos y un estudio sobre hidrostática. Estos manuscritos le valdrían un puesto en la Universidad de Pisa. En el año 1592 obtuvo un cargo similar en Universidad de Padua, donde junto a la geometría y la mecánica, sus enseñanzas abarcaba también a la astronomía.
El centro no es una cuestión menor
Las formas de conocimiento precapitalistas eran distintas a las modernas. Si hoy en mayor medida o menor medida podemos trazar una línea divisoria entre ciencia y religión; anteriormente los conocimientos, la religión y la filosofía se enraizaban en la misma carne. Entre ellas también se encerraba la cosmología y la comprensión del universo. Para la época de Galileo, existía una curiosa unión entre las ideas aristotélicas, la astrología ptolemaico y la religiosidad cristiana. Se concebía un universo finito y completo, es decir sin vacío, con una tierra en el centro del mismo, inmóvil, con los astros girando alrededor de ella. A la vez basándose en las ideas aristotélicas se comprendía un universo dividido en dos: El mundo sublunar y el supralunar. Cada uno de ellos tenía leyes diferentes. El mundo sublunar correspondiente a la tierra era un mundo imperfecto, mientras el supralunar era un mundo perfecto dominado por una quinta esencia de cualidades misteriosas.
Con el auge de las universidades a fines de la edad media, estas ideas son puestas en discusión. Si bien el método para hacerlo era un tanto particular. Se buscaba argumentos que contradijeran la inmovilidad con el fin de negarlos y confirmar el anterior sistema. Un ejemplo de ello es Nicolás Oresme. No obstante, esto permitía un legitimado clima de cuestionamiento. En 1543 se publicó póstumamente Sobre las revoluciones de los cuerpos celestes de Nicolás Copernico. Si bien el modelo heliocentrista (sol en el centro y tierra móvil) no era novedosa -ya en siglo III A.C. había sido propuesto por Aristarco de Samos con escaso éxito- su publicación generó un gran revuelo. Cierto es que el antiguo sistema no podía responder muchas preguntas sobre lo que se observaba en los cielos y se había añadido tantas complejizaciones para remediarlo que se había vuelto casi incomprensible.
Sin embargo, el propio sistema copernicano arrastraba elementos del anterior sistema como por ejemplo los epiciclos. Pero tal vez el mayor problema era un misterioso prefacio escrito por un tal Osiander que presentaba al sistema copernicano tan solo como una hipótesis matemática probable. El propio Galileo no se sintió atraído en un comienzo por este sistema. En unos de sus libros plantea que lo llevo a cuestionarse la importancia del planteo copernicano es que quienes abandonaba la antigua concepción jamás volvían a ella. Sin embargo, su confirmación llego a través de un elemento inesperado.
A principios de siglo XVII, llegó a sus oídos el rumor de que un holandés había inventado unos cristales que pretendían aumentar la visión. Galileo se las ingenió para acceder a ellos y luego los perfeccionó inventando el telescopio. Primero, presentó su invento a la aristocracia local el cual revestía un gran interés para la navegación. Pero Galilei tenía objetivos más ambiciosos y con su flamante instrumento observó los cielos. Sin saberlo estaba inventando la ciencia instrumental. Primero se dedico a observar la luna, allí descubrió que lejos de ser un astro perfecto, como planteaban los antiguos, esta presentaba montañas y depresiones semejantes a las terrestres. Luego estudió Júpiter revelando cuatros lunas que giraban a su alrededor, es decir, había astros que no giraban alrededor de la tierra. Publicó sus descubrimientos en El mensajero de los astros(1610) las leyes de los cielos y la tierra convergían.
Recepción y juicio: una nueva forma de comprender
Los descubrimientos fueron recibidos de buena forma en un primer momento, inclusive el cardenal Barberini, futuro Papa urbano VIII le escribió una carta de felicitación y un poema. Galileo profundizo sus investigaciones: estudió las fases lunares, analizo las manchas solares y concluyo que los planetas no producían luz sino que la reflejaban (hasta entonces se creía que los planetas eran estrellas móviles, planeta en griego significa justamente errante). Pero no se detuvo allí, tiró por la borda las antiguas concepciones aristotélicas sobre los objetos flotantes y el peso. Trajo consigo la novedosa idea de que la ciencia debía explicar los hechos.
Sin embargo, las cosas comenzaron a complicarse, frente a una objeción de la duquesa Cristina de Lorena, basada en las sagradas escrituras, Galileo respondió en una carta abierta que las mismas no se debían tomar de forma literal ya que ellas al igual que la naturaleza provienen de dios, y dios le había otorgado la razón al hombre para comprenderla. La Iglesia temerosa de un nuevo Lutero, cambió su actitud hacia Galileo. Tal fue el temor que despertó que el obispo de Fiésole ordenó el encarcelamiento de Copérnico que para su suerte había muerto setenta años antes. En 1616 se censuró el libro de Copérnico, y se buscó desacreditar el telescopio de Galileo. Se dijo que un artefacto construido en el mundo sublunar (imperfecto) no servía para entender el supralunar (perfecto), incluso sectores de la iglesia llegaron a afirmar que si dios hubiese querido que los hombres tengan un instrumento semejante para observar, simplemente hubiera otorgado tal poder a su visión. Galileo no se amedrentó y siguió produciendo descubrimientos, inclusive publicó Diálogos un libro donde discutían un representante de cada teoría y en el cual el defensor del sistema aristotélico-ptolemaico oportunamente llamado “Simplicio” quedaba ridiculizado. En 1633 es llevado a Roma para afrontar su juicio. Galileo temeroso de morir en la hoguera, como Giordano Bruno, es obligado a retractarse. El papa lo condenó a prisión domiciliaria de por vida, una vez escuchada su sentencia, Galileo declaró: “eppur si muove” (y sin embargo se mueve).
En prisión se las ingeniaría para escribir su última gran obra diálogos y demostraciones en torno a dos nuevas ciencias, estas dos eran la resistencia de los materiales y la dinámica, con la ley de caída libre y su aplicación a la trayectoria de los proyectiles. En 1992, la comisión que encargó Juan Pablo II, para la revisión del juicio y la disputa teórica, concluyó que Galileo no tenía suficientes elementos probatorios para el heliocentrismo y reivindico el proceder de la Iglesia. Por suerte, hombres más interesados en el conocimiento ubicaron a Galileo Galilei en el lugar que un genio de su talla merece.
Agustín Grubisíc Estudiante de Historia UBA
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