El proceso iniciado por la revolución y la independencia en las primeras dos décadas del siglo XIX se vio continuado por una fragmentación política producida por la debilidad del poder central instalado en Buenos Aires. En este contexto, las diócesis existentes en el actual territorio argentino quedaron sumidas en una profunda crisis ya que los diezmos dejaron de ser percibidos con regularidad; se vieron cortados sus canales de distribución y los obispos que sobrevivieron al proceso revolucionario no pudieron mantener la obediencia de las provincias que integraban sus jurisdicciones. Por otra parte, la desvinculación con las autoridades eclesiásticas europeas provocó que los obispados atravesaran prolongadas vacancias que a su vez obstaculizaron tanto la formación del clero como la designación de párrocos y redundaron en una deficiente atención espiritual de la feligresía. Esta crisis, que fue vivida tanto por el clero secular como por las órdenes religiosas, motivó los intentos reformistas que se llevaron a cabo en Buenos Aires, Mendoza y San Juan. La reforma eclesiástica de Buenos Aires fue la única que logró ser aplicada, aunque parcialmente y estuvo orientada a revitalizar las instituciones de la Iglesia. Recién a partir de 1853, con la sanción de la Constitución Nacional, la Iglesia Católica pudo iniciar también su camino de consolidación institucional.
En el contexto de construcción del Estado nacional y de los estados provinciales de la segunda mitad del siglo XIX, en la vicaría foránea de Tucumán, que estaba bajo el gobierno del obispo de Salta, Buenaventura Rizo Patrón (1863-1884), se produjeron los debates en torno a las llamadas «leyes laicas» de creación del registro civil, promulgación del matrimonio civil, secularización de cementerios y educación laica. Ante un Estado que buscaba modernizarse y asumir su rol de control de la población, la Iglesia vivió un proceso de reacomodación no sin tensiones. Con diferentes acentuaciones, la definición de los ámbitos de competencia entre el Estado provincial y la Iglesia de Tucumán continuó desarrollándose durante el largo período de gobierno del obispo de Pablo Padilla y Bárcena (1897-1923) primer obispo de la diócesis de Tucumán, creada en 1897.
Padilla afrontó la ineludible cuestión obrera en una provincia marcada por el crecimiento de la industria azucarera, desde los postulados del catolicismo social. Estuvo inmerso en los debates sobre el matrimonio civil y la educación religiosa mientras que asumía una clara opción de fortalecer las estructuras diocesanas. Fomentó las misiones populares, la prensa católica y las asociaciones laicales, que produjeron un gran fortalecimiento de la acción eclesial. A esto se sumó la intensificación de la formación de sacerdotes y la acogida de nuevas congregaciones religiosas femeninas y masculinas que llegaban principalmente de Europa para sumarse a un proyecto diocesano en claro crecimiento.
Ante un Estado empeñado en definir sus campos de intervención social en pugna con los espacios que antes eran de exclusividad para la Iglesia, podemos observar en este período, una institución eclesial que lejos de quedarse arrinconada en el ámbito de lo privado se lanzó a la conquista del espacio público a través de la fundación de nuevas parroquias, y del desarrollo de una red de asociaciones y de prácticas de acción social o devocionales que impregnaron la vida pública del nuevo Estado provincial (Lida 2015).