Este año se cumplen 700 años de la muerte de Dante Alighieri, sin duda el mayor poeta de lo que ahora llamamos Europa, y uno de los genios del verso de cualquier época y cultura.
Y lo que es más importante para el lector moderno: un modelo de hombre libre. Si la libertad es un atributo que asociamos a la poesía y a los poetas, además de uno de los fundamentos del mito de la modernidad, la libertad de Dante deja pequeña cualquier consideración que nos podamos hacer de lo que es ser libre en verso.
Hay poetas que no se empeñan específicamente en una búsqueda liberadora a través de la poesía, sino que esta se produce por defecto. No es el caso de Dante. En la Divina comedia, el proteico poema al que por economía y veracidad simbólica —pues contiene sus demás libros— hay que reducir su obra, el Dante personaje busca la libertad ansiosa y afanosamente, nada menos que fuera de la tierra, en el subsuelo —el infierno— y en las alturas —en el monte del purgatorio y en los cielos del paraíso. Pero la libertad que Dante persigue no es exactamente la misma cosa a la que ahora llamamos “libertad”. La podemos llamar así, o, en terminología menos agresiva para un autor medieval, “Dios”, esto es, el conocimiento total (Dante, para sorpresa de los tiempos, puede leerse desde el ateísmo).
En la Divina comedia Dante emprende su rojo, verde y azul viaje para saber más, para conocer las realidades últimas que sus anteojeras de intelectual cuasi sartriano le han ocultado. Dante, que todo lo fía a la razón, pone a contribución a lo largo del viaje todos los saberes de su tiempo, los de las ciencias profanas y los de las ciencias sagradas, complementarias según su concepción, lo cual incluye la experiencia mística, con la que culmina el poema.
Los tres asuntos mayores de la Divina Comedia son el mal, el trabajo y el conocimiento. Cada uno se corresponde con los tres reinos de ultratumba y con los tres tipos humanos que los habitan: condenados, penitentes y salvados.
El infierno es el reino donde el mal se castiga y se escenifica. Es el reino más popular de la Divina Comedia, el que todo el mundo conoce, pues el mal como entidad ontológica nos resulta más nuestro, tras el siglo XX, que el bien. El infierno es espectacular, en el mejor y en el peor de los sentidos del término. Tiene algo de Cecil B. DeMille y sus grandes masas, con ratitos de Stroheim y su retrato de la caída del individuo. Hay monstruos, pero no es literatura fantástica, lo extraño dantesco pertenece a lo medieval maravilloso, que es obra divina, no fruto de la razón morbosa (eso vendrá con la modernidad). El fragmento más asombroso de la historia de la poesía occidental está aquí: el encuentro cuerpo a cuerpo de Dante y su guía Virgilio con Lucifer, aferrados a cuyas negras cerdas gatean para salir del infierno.
El purgatorio, la etapa verde, pues sucede a la luz del día y en la superficie terrestre, es un reino de trabajo y esfuerzo. Tiene algo de falansterio doloroso, casi feliz. Es el lugar, como le dice Virgilio a Dante, donde “se sufre, pero no se muere”. El penitente-trabajador lucha por su salvación, que es segura, ya que la logró en la tierra, solo tiene que perfeccionarse y subir la montaña. El trabajo es digno, sin explotación ni condena, si bien no llega a la perfección de la alegría.
El paraíso es el reino del conocimiento, donde los salvados disfrutan de lo incondicionado, esto es, de la unidad de la existencia, y, hasta cierto punto, de la indiferenciación con Dios (hay que ver a Dios como el conocimiento, la realidad última, el aquí sin contra aquí). Es un reino por descubrir para la mayoría de los lectores, que lo juzgan abstruso y no se sienten llamados a sutilidades místicas. Pero no solo es quizá el más fascinante desde un punto de vista plástico, por su poética de la luz y la sabiduría, sino que es donde culmina, en su redonda totalidad, la dantesca política de lo poético, su constante gestión de lo real. Aquí Dante se enseñorea por fin del mundo y de la historia, que habían sido juzgados en el infierno y en el purgatorio, y de sí mismo, que al comienzo del poema era un polluelo desvalido, perdido en la célebre “selva oscura”, y ahora es un hombre pleno que se sume en Dios. Es el reino en que brilla la fascinante Beatriz, la amada terrenal, sin la que nada sería posible para Dante, transfigurada aquí en realidad última, sapiencial. Es en el último de los cielos, el Empíreo, donde se pronuncian los versos decisivos, que resumen la peripecia del poema. Le dice Dante a Beatriz: “Tú de siervo me has hecho un hombre libre / por todos los caminos y los medios / de que tienes poder para servirte”.
La grandeza de la etapa paradisíaca radica en que con la subida por los cielos ptolemaicos Dante se trashumana (este neologismo es una de las grandes invenciones léxicas del poema, que tiene muchas). Esto quiere decir que Dante deja lo humano y entra en lo divino, donde la realidad humana se completa. El poema, que es una suma de conquistas de todo tipo, se corona con esta fusión del hombre con la totalidad.
Hoy, 700 años después del último verso, hay que volverse a mirar, junto al viaje del héroe, el viaje que la propia obra dantesca ha hecho por los siglos. Como todos los clásicos, Dante va en busca de una actualidad definitiva, no demasiado sujeta a las necesidades del momento, si bien ya sabemos que eso es una quimera, que mañana soplará el viento de otro lado.
Dante ha soportado demasiadas actualidades relativas. La ilustrada, que lo desdeñó; la romántica, que lo adoró y distorsionó; la victoriana, que lo metió en formol; la del modernism de Pound, que lo hizo un poeta del siglo XX, sobre todo por los esplendores de la forma; la nacional, aún vigente, ya que en Italia Dante es un tótem, un protector de la tribu, más que Leonardo o Miguel Ángel, que Petrarca o Boccaccio, que Leopardi o Manzoni. Pero superadas ya las contaminaciones del orden nacionalcatólico, que inevitablemente lo manchó a ojos ateos; superado ya incluso, o en vías de ello, el paradigma ateo, Dante puede leerse hoy en términos abiertos y universales, como expresión de la búsqueda de un orden político justo y de un orden espiritual que complete al individuo.
El gran crítico de todo, el exiliado que ante la guerra de banderías optó por el partido de sí mismo y que no obtuvo la recompensa que soñaba, que Florencia le coronase poeta en el baptisterio de San Giovanni, fue siempre un empeñado visionario de la totalidad de lo real, que es lo que hace humano al ser humano.
Jorge Gimeno es poeta. Su último libro es Barca llamada Every (Pre-Textos, 2021). Ha publicado una nueva traducción y edición de la Divina comedia, de Dante Alighieri (Penguin Clásicos, 2021).