Según el Decreto de expulsión los judíos tendrían un plazo hasta finales de julio para marcharse si no se bautizaban. En ese tiempo estarían amparados por los monarcas para poner en orden sus asuntos y vender sus bienes, aunque no podrían sacar oro y plata ni algunos tipos de mercancías. Aunque es difícil precisar datos concretos, se calcula que la decisión afectó a 90.000 judíos en Castilla frente a unos 12.000 en la Corona aragonesa. Los judíos sufrieron muchas penalidades en la salida. Los que sobrevivieron se asentaron en Portugal, en el norte de África, Italia, y en posesiones turcas en Grecia y Palestina.
La expulsión coronaba una situación de persecución que había comenzado en 1391, cuando la relativa convivencia se truncó. En ese año estallaron persecuciones, comenzando en Sevilla, y promovidas por parte de la nobleza y el clero, que provocaron muertes y destrucciones. Muchos judíos se convirtieron, comenzando el fenómeno de los judeoconversos o marranos, aunque una parte importante de los mismos seguía practicando el judaísmo en la clandestinidad.
El odio, la violencia y el recelo se instalaron en los distintos reinos cristianos peninsulares a partir de entonces. Se mantuvo la relación entre parte de la minoría judía y la realeza en lo referido a las finanzas, ya que el creciente poder de las Coronas necesitaba grandes aportaciones económicas, pero en lo político y administrativo los judíos fueron desplazados.
Los Reyes Católicos no desarrollaron en el inicio de su reinado una política especialmente negativa hacia los judíos, pero a partir de 1480-81 la situación cambió, y comenzó una clara presión sobre los mismos, con la dispersión ordenada de las zonas consideradas como peligrosas. Unos pocos años antes se había establecido la Inquisición moderna, encargada no sólo de velar por la ortodoxia, sino, sobre todo, de vigilar la sinceridad de la conversión al cristianismo. Esa nueva Inquisición no dependía de Roma sino de la Monarquía, y fue durante mucho tiempo casi la única institución común a todos los reinos a través del Consejo de la Inquisición.
La unidad religiosa, establecida por los Reyes Católicos, tuvo una clara repercusión en muchos ámbitos de la España moderna, desarrollándose una verdadera obsesión por la “pureza” de la sangre, con la división entre cristianos viejos y cristianos nuevos, estableciéndose los estatutos de limpieza de sangre como requisito para poder ingresar en muchas instituciones.