A propósito de quienes hablan de laicismo radical
En los últimos años, y quizás con mayor intensidad en los últimos meses, circula entre los ámbitos eclesiales una expresión absolutamente errónea y distorsionada que parece pretender desprestigiar la postura de muchos ciudadanos que defendemos la libertad de conciencia y el librepensamiento como eje medular y articulador de cualquier sistema democrático. Me refiero a la expresión “laicismo radical”.
El Arzobispo de Valencia, por ejemplo, afirmó en diciembre de 2007 que “el laicismo radical conduce al fin de la democracia”. En febrero de 2008 el Cardenal Cañizares manifestaba en una entrevista que “el laicismo radical, al ser intolerante, se convierte en una amenaza para la paz”. En enero de 2009, el Cardenal Rouco Varela expresaba, en los mismos términos, que “el laicismo radical acabó en el nazismo”. Acusado el actual Presidente del Gobierno de plantear reformas laicistas “radicales” -a pesar de mantener intactos, e incluso acrecentar, los ingentes privilegios de la Iglesia en España-, está en el punto de mira y bajo presión de la alta curia eclesiástica.
Decir que el laicismo es radical es de una incoherencia verbal, semántica e ideológica aplastante, y de nuevo muestra la tendencia de los ámbitos religiosos a utilizar el lenguaje como herramienta de manipulación, y a asociar a conceptos de significado muy claro calificativos que pervierten su significado. El laicismo nunca puede ser radical. Laicismo es, en esencia, respeto. Es respeto a las creencias de toda la ciudadanía, es respeto al derecho intrínseco de cada persona a pensar según sus propios criterios, es respeto a todo posicionamiento religioso o espiritual que no vulnere los derechos ajenos. Y el respeto no puede ser radical, como sí lo puede ser, y de hecho lo es, el irrespeto.
Quizás se trate de una distorsión mental producida por observar en los otros las posturas propias. Porque sí se puede calificar como radical cualquier actitud de imposición a los otros de las propias creencias y postulados, y en esto las religiones son muy expertas. ¡Y de qué manera! Ninguna persona laicista pretende imponer sus ideas al resto de los ciudadanos. Simplemente aspira a que la religiosidad de los ciudadanos no vulnere la asepsia ideológica a la que están obligadas las instituciones, y a que todos, profesemos la religión que profesemos o no profesemos ninguna, tengamos cabida, en igualdad de condiciones, en la sociedad plural y tolerante que es propia de toda democracia.
El laicismo defiende pura y simplemente la separación entre las instituciones del Estado y las iglesias u organizaciones religiosas; el laicismo garantiza la libertad de conciencia, que en España está contemplada en la Constitución, y avala el cumplimiento del respeto a la libertad de pensamiento y a la libre elección de la moral privada de cada ciudadano. Por lo tanto, el laicismo no impone, pero sí defiende los derechos ciudadanos ante la imposición. Si eso es ser radical, que me cuenten lo que es, por ejemplo, la supuesta condena, por no seguir su ideario, al fuego y al castigo eterno.
El laicismo es tolerancia, el laicismo garantiza la hermandad y la concordia. El laicismo nada tuvo que ver con el nazismo, sino todo lo contrario, y el laicismo no sólo no conduce al fin de ninguna democracia, sino que, justamente, ninguna democracia es tal si no es laica, si no respeta la libertad de creencias de la ciudadanía. Cuando se habla de libertades, es curioso como a veces ni se menciona la libertad más esencial y profunda que consagra el resto de todas ellas: la libertad de cada ser humano a pensar por sí mismo.
Les recomendaría a las personas empeñadas en desacreditar el laicismo que se leyeran con atención los derechos fundamentales contemplados en los acuerdos internacionales que, como la Carta Magna de los Derechos Humanos, pretenden salvaguardar a los ciudadanos del mundo de cualquier modo de explotación o tiranía; esos mismos derechos que algunos no respetan ni quieren respetar en absoluto.
Y como epílogo a este pequeño aserto en defensa del sano pluralismo que otorga la libertad de conciencia, tomo prestadas unas palabras que pronunció Joan Manuel Serrat en su discurso magistral cuando fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad Complutense. Palabras que, lejos de aspirar a manipular conciencias de nadie, son ejemplo vivo del uso más decente y excelso del lenguaje. Son palabras que al poeta le salieron del alma como expresión de su verdad, una verdad pura, limpia, humana, profunda y sin distorsiones: “El hombre, al defender los valores democráticos, al enfrentarse a la discriminación y a la intolerancia, al defender la riqueza del pensamiento libre y plural, no hace otra cosa que actuar en defensa propia”.
Coral Bravo es Doctora en Filología y miembro de Europa Laica