El movimiento laicista se inserta en una larga trayectoria de lucha por la emancipación de los seres humanos, en el marco de la construcción de un mundo justo y solidario, capaz de realizar los principios superiores de libertad y de igualdad. Es obvio que semejante aspiración, cuya génesis se remonta hasta la Antigüedad, con pensadores como Epicuro, que hunde sus raíces más cercanas en el pensamiento ilustrado de la segunda mitad del siglo XVII y del siglo XVIII, y que desde las revoluciones americana y francesa ha sufrido cuantiosos avatares, no es hoy en día patrimonio de una sola corriente política.
Ello no hace, sin embargo, del laicismo una neutralidad vacía de todo contenido político y transigente con todas las maneras de configurar la sociedad, como pretenden pensadores de la talla de Norberto Bobbio: El espíritu laico no es en sí mismo una nueva cultura, sino la condición para la convivencia de todas las posibles culturas. La laicidad expresa más bien un método que un contenido. Antes bien, el laicismo sostiene un compromiso ineludible, allí donde se encuentra: posibilitar las condiciones políticas, jurídicas y sociales idóneas para el pleno ejercicio de la libertad de conciencia, carácter que lo enfrenta inevitablemente a toda configuración del Estado, del gobierno o de la sociedad civil que anule o restrinja dicha libertad en cualquiera de sus manifestaciones (ideológica, de pensamiento, de expresión…).
El contenido irrenunciable del laicismo se identifica, pues, con los derechos humanos de reclamación individual, garantes de la integridad física y psicológica o moral de los seres humanos tomados de uno en uno, concebidos como conciencias libres y como voluntades autónomas. La libertad de conciencia no es, por lo tanto, para el movimiento laicista, uno más entre los derechos fundamentales, sino el eje vertebrador que da sentido a los mismos. Sin ese sujeto individual, el ciudadano como conciencia libre, capaz de reconocer los derechos humanos como suyos, de reclamar su ejercicio, hablaríamos de ellos de la manera absurda en que hoy se habla de “los derechos de los animales”, como algo otorgado por no se sabe quién a seres tutelados a los que no se reconoce la facultad de pensar y de obrar libremente.
Situándonos en este núcleo que constituye el contenido irrenunciable del laicismo (los derechos fundamentales de reclamación individual y la libertad de conciencia como vertebradora de los mismos), es exigible ahora una mayor precisión que nos permita aprehender la noción misma de “libertad de conciencia”, distinguiéndola de fórmulas distorsionadoras que inevitablemente la acompañan desde su origen y a lo largo de todos sus avatares hasta la actualidad.
La libertad religiosa aparece como el principal elemento distorsionador, al ser reivindicada como un derecho universal, y ello por dos razones fundamentales:
1) Un derecho universal es, por definición, atribuible a todos y cada uno de los seres humanos y reconocible en todos y cada uno de ellos. Es obvio que no todas las opciones de la libertad de conciencia encierran un contenido religioso y que no todos los seres humanos se adscriben a una confesión. La pretensión de elevar la libertad religiosa a derecho universal resulta, pues, tan absurda como la formulación del derecho universal a ser marxista o del derecho universal a confiar en la astrología. El laicismo sólo puede concebir la libertad religiosa como un caso particular de la libertad de conciencia: como el derecho de cada ser humano a llenarla de contenidos cristianos, budistas, marxistas, astrológicos, etc., etc. Y ello exige un tratamiento político y jurídico de las doctrinas religiosas -y de las organizaciones que las sustentan- idéntico al de cualquier otro sistema particular de convicciones o de creencias.
2) Incluso así, la noción de libertad religiosa entraña una nueva dimensión distorsionadora, ya que desde su irrupción en el mundo moderno, con la Reforma protestante, aparece no como un derecho de los individuos sino como un derecho de las comunidades. Esta segunda razón precisa, tal vez, un análisis más pormenorizado.
El Edicto de Nantes, promulgado en Francia por Enrique IV, ignoraba y anulaba por completo cualquier noción de libertad individual: los hugonotes franceses gozan, gracias al mismo, de libertad de culto sólo en cuanto miembros de una organización religiosa, confinados en un territorio y sometidos a la tutela de su confesión (que es, y no los individuos, sujeto del derecho). Semejante proceso tiene lugar también en las posiciones de Lutero, una vez que la reforma protestante está asegurada en Alemania: “un príncipe, una religión” es su lema, en completo desprecio a la libertad de conciencia como derecho exclusivo de los seres humanos tomados de uno en uno. Pero son, sobre todo, los escritos de Locke sobre la tolerancia, en pleno siglo XVII, los que de un modo más directo han influido (para el laicismo, de manera nefasta) en el nacimiento de sociedades democráticas, como la surgida de la revolución americana. La noción de tolerancia de Locke, aplicable únicamente a las distintas sectas cristianas, excluye de entrada a los ateos. Locke los considera seres indignos, incapaces de sostener una verdad, de ser citados como testigos fiables en un juicio, etc., etc., ya que al no creer en Dios son esencialmente seres depravados… Lo que Locke propone no es ni más ni menos que un mosaico de confesiones que gozan de libertad como tales. Es cierto que Locke también excluye de su tolerancia a los católicos, por razones diferentes a las utilizadas en el caso de los ateos: son papistas, sirven a una potencia extrajera. Las tesis de Locke llevadas al continente europeo y/o a la democracia norteamericana abren las puertas a la Iglesia Católica, como una secta cristiana más, en el mosaico de religiones que se reparten el pastel en los países de la secularización (que no del laicismo). A nadie escapa que la democracia estadounidense es una gigantesca teocracia plurirreligiosa, pese a la separación formal de las iglesias y el Estado.
También en pleno siglo XVII, pensadores como Pierre Bayle, autor del Diccionario histórico y crítico, comienzan a combatir firmemente esta exclusión de los ateos, de los no religiosos en general, de los derechos positivos, abriendo camino a la libertad de conciencia como derecho atribuible a los seres humanos tomados de uno en uno, emancipados de las tutelas confesionales.
Tras las revoluciones americana y francesa del siglo XVIII, que inician el proceso aún incompleto de liquidación del Antiguo Régimen (las monarquías y las castas nobiliarias perviven en numerosos países), las revoluciones y las contiendas de los siglos XIX y XX han desarrollado en la mayor parte del planeta procesos, parcialmente exitosos y a veces de rotundo fracaso, para instaurar sociedades democráticas, basadas en los principios de libertad y de igualdad, donde -la mayor parte de las veces de manera precaria- se insinúa el ser humano individual, ciudadano concebido como conciencia libre, como sujeto de los derechos fundamentales.
Al margen de las fórmulas aberrantes que la intención emancipadora adoptó en el orbe de la antigua Unión Soviética o en la China actual, tan lesionadoras de la libertad de conciencia como el más recalcitrante clericalismo, una de las tareas fundamentales a emprender por las nuevas sociedades democráticas surgidas durante los dos últimos siglos, con la noción de Estado de derecho, fue intentar desprenderse de la tutela clerical y del monopolio moral sobre los ciudadanos ejercido por las confesiones religiosas, amparadas en Estados confesionales o configuradas como religiones de Estado.
En este sentido, el caso de la Iglesia Católica resulta especialmente significativo, hasta el punto de que condiciona todo el proceso emancipador de la tutela clerical en el ámbito mundial, incluso allí donde dominan otras religiones, ya que es la única confesión que al mismo tiempo se configura como un Estado. Se trata, es cierto, de una parodia de Estado (carece de elementos idisociables de esta noción, como la presencia de ciudadanos mujeres y niños), creada por Benito Mussolini en 1929, pero reconocida por la ONU y con la capacidad jurídica internacional necesaria para firmar acuerdos concordatarios con numerosas naciones. Dichos Acuerdos o Concordatos, al tener el alcance de tratados internacionales, se inscriben como un artículo constitucional invisible, obligando a los poderes públicos de los países firmantes a una lectura confesional de sus respectivas constituciones, aun en el caso de que en ellas se postule una separación formal de las iglesias y el Estado o se contenga una declaración explícita de laicidad o de aconfesionalidad.
Es notorio que la noción misma de “laicidad” es utilizada por la Iglesia Católica para anular la libertad de conciencia, cuando la propia libertad religiosa -en el sentido histórico analizado arriba- sólo es aceptada tras el Concilio Vaticano II. Así, Juan Pablo II declaraba el 24 de enero de 2005: “(…) en el ámbito social se va difundiendo también una mentalidad inspirada en el laicismo, ideología que lleva gradualmente, de forma más o menos consciente, a la restricción de la libertad religiosa hasta promover un desprecio o ignorancia de lo religioso, relegando la fe a la esfera de lo privado y oponiéndose a su expresión pública.”
La deformación clerical, producto de la mala fe, de la distinción entre lo público y lo privado, se hace evidente para cualquier analista que, desde Kant, haya seguido la evolución de los llamados «estados de derecho». La “expresión pública”, la manifestación a través de los medios de comunicación y/o de actos públicos, de todas las ideogías y sistemas de convicciones o de creencias, religiosos o no, no ha pretendido jamás ser reprimida desde los postulados laicistas, sino que constituye precisamente un derecho fundamental especialmente reivindicado por este movimiento y ferozmente combatido por la Iglesia Católica en el mundo contemporáneo, en la línea ejemplarizada por el Sílabo de Pío IX. Algo muy direrente es la consideración de la esfera de lo público (del derecho público que concierne a todos los ciudadanos) y la esfera de lo privado en el ámbito del derecho, donde deben instalarse las asociaciones de tipo religioso, en estricta igualdad con las restantes organizaciones que agrupan a los individuos en torno a sistemas de convicciones o de creencias particulares, cosa que sí exige ardorosamente el laicismo en nombre de la libertad de conciencia.
Para la Iglesia Católica de nuestros días, la “laicidad” del Estado se fundamenta en la distinción entre los planos de lo secular y de lo religioso. Entre el Estado y la Iglesia debe existir, según el Concilio Vaticano II, un mutuo respeto a la autonomía de cada parte. Con ello se pretende, insertando el concepto histórico de libertad religiosa para oponerlo a la libertad de conciencia, perpetuar el papel de los “poderes temporales” como brazos seculares del “poder espiritual”, desde Teodosio monopolizado por la Iglesia Católica y hoy compartido con resignación con otras confesiones. Así se llega a fórmulas concordatarias en las que se produce una curiosa separación formal de sentido unívoco entre la Iglesia y el Estado, de manera que aquella se sitúa por encima de la leyes y puede obrar con completa impunidad en el seno de este.
Las consecuencias son notorias en las políticas nacionales de los Estados con Acuerdos concordatarios, convirtiendo a la mayor parte de estos en brazos seculares de adoctrinamiento en una ideología particular, a través de órdenes religiososas, parafuncionariados de curas y de obispos financiados con fondos públicos y ejércitos de catequistas en las escuelas. En la mayor parte de ellos se produce también una aberrante protección penal de las ideologías religiosas, que perpetúa el delito de “blasfemia” bajo la máscara de “ofensa a los sentimientos religiosos”, distorsionando así lo que es exigible desde los derechos humanos y desde la libertad de conciencia: la protección de la integridad psicológica o moral de los individuos, no de las ideologías sustentadas por estos. Si una similar protección se extendiera a las convicciones de carácter no religioso, tipificando como delito las ofensas a los sentimientos filosóficos, políticos o estéticos, el colapso sería completo en lo que a la libertad de pensamiento y de expresión se refiere.
Pero este monopolio espiritual que la Iglesia Católica conserva, a veces compartido con otras confesiones, bajo la coartada de “laicidad” frente a laicismo, de libertad religiosa frente a libertad de conciencia, de separación formal de los Estados en dirección unívoca, conlleva también terribles consecuencias en política internacional: la noción de libertad religiosa, triunfante desde hace siglos en los países con predominio de las iglesias reformadas, y ahora utilizada como arma por la Iglesia Católica, fuerza a los estados a contemplar las relaciones internacionales desde una óptica casi exclusivamente religiosa, donde los derechos humanos y la noción misma de democracia quedan mediatizados por el mosaico de confesiones dominantes en cada contexto geopolítico.
Así, el diálogo mundial promovido por los gobiernos se convierte en diálogo interreligioso, no en diálogo entre todo tipo de convicciones; la tan cacareada “multiculturalidad” identifica tendenciosamente cultura con religión, mientras las actuales conflagraciones mundiales se auspician como “cruzadas” y “guerras santas”.
En este panorama, la firme defensa de los derechos fundamentales de reclamación individual y la afirmación de la libertad de conciencia, depurada de distorsiones manipuladoras, como eje vertrebrador de los mismos hacen del movimiento laicista el motor indisociable de las aspiraciones democráticas. Sin él, los principios elementales de libertad y de igualdad, así como su desarrollo a través de diferentes propuestas políticas, están condenados a ser meros adornos retóricos y vacíos.