La Restauración recuperaría el mito de la batalla contra los musulmanes convirtiendo el santuario en un fetiche de las derechas.
«Resulta tan viril el paisaje que el señor Pérez Galdós, no pudiendo contener su admiración ante los Picos de Europa, exclamó: “Esto no es Naturaleza, es Naturalezo”». Habla Pedro Pidal, marqués de Villaviciosa; corre el año 1916; defiende, el 4 de diciembre, en el Senado su propuesta de una ley de Parques Nacionales, inspirada en la estadounidense, y de la que quiere que el primer solar que su protección ampare sea un ilustre paraje de su tierra natal: la montaña de Covadonga. Creía el marqués en una «religión de la naturaleza» que debía ponerse en contraste con «la religión de las ciudades»; hacía parte con ello de una sensibilidad naturista que crecía y prosperaba en todo Occidente, acompasada a los avances y los estragos de la industrialización, pero también a las cuitas de un nacionalismo que, en aquellos años, completaba su viraje de la ideología progresista, revolucionaria, que había sido en origen («¡viva el Rey, muera la nación!», gritaban sus partidarios a Fernando VII) a baluarte reaccionario, antimoderno, frente a la hidra roja del movimiento obrero y las novedades desasosegantes de una era de avances tecnológicos vertiginosos. Los primeros clubes de montaña, fundados por aquellas fechas, buscan paisajes, pero también paisanajes, y los buscan espoleados por un sentido patriótico: el afán de conocer a las poblaciones aisladas que se consideraba que habían preservado de manera más prístina la esencia nacional; las viejas costumbres, los viejos romances. Y todo ello se entretejía de un torvo masculinismo, que la incipiente liberación femenina avivaba: también se anhelaba revigorizar a una juventud afeminada por la vida urbana, pensando ya en las guerras que asomaban en el horizonte.
El primer objeto de aquella mirada en España no podía ser otro que Covadonga: pocos lugares de tamaña belleza natural había en el país, pero este sumaba a ella un significado histórico y religioso de primer orden. Para Pidal, se trataba de proteger aquellos parajes en sus tres vertientes, y en ninguna más que en la otra. La Montaña de Covadonga —esto es, el macizo del Cornión— se convertirá en el primer parque nacional español —ampliado a todo Picos en 1995— en 1918, año del teórico duodécimo centenario de la batalla fundacional del reino de España, por impulso de aquel aristócrata de quien merece la pena la cita larga de sus razonamientos en el Senado, pues expresa bien cómo se mezclaban en él, en la época y en aquella declaración el afán naturista y el nacionalista:
«La conmemoración del centenario de Covadonga es un triple homenaje rendido al santuario de la Naturaleza, al santuario de la Religión y al santuario de la Historia. La Historia es el pasado; la Religión es el porvenir; la Naturaleza es el presente, el lazo que las contiene y que las une. Covadonga es un santuario de la Historia, el principal santuario de la historia patria, uno de los principales de la historia del mundo, porque allí se contuvo la invasión sarracena; porque los 70.000 árabes que derrotó Pelayo en el valle de Cánicas fueron un servicio prestado a la causa de la cristiandad y a la causa de Europa. Sin Pelayo no hubiera visto el Cid cómo se iba ensanchando Castilla delante de su caballo; sin Pelayo no hubiera visto Colón ensancharse el Océano delante de sus carabelas; sin Pelayo no hubiera visto Cervantes ensancharse el mundo delante del habla de Castilla.
»Covadonga es un santuario de la Religión, no solo por las tradiciones religiosas, no solo por el célebre anacoreta que entregó aquella tosca cruz de roble a Pelayo, la célebre Cruz de la Victoria, con la cual había de derrotar a los sarracenos; no solo por la antiquísima Virgen allí venerada, sino porque allí viven en armónico conjunto las agujas de las catedrales y las agujas de los picos, de los Picos de Europa, ante los cuales el espíritu, que es una especie de electricidad, encuentra sus naturales escapes para el cielo.
»Covadonga, además, es el gran santuario de la Naturaleza, por la grandiosidad de sus montañas, por la frondosidad de sus valles, por el colorido y el tono del paisaje».
Mil novecientos dieciocho: últimos compases del régimen de la Restauración, que arrastraba una grave crisis de la que también era expresión el crecimiento de los nacionalismos subestatales, singularmente el vasco y el catalán, y la dictadura de Miguel Primo de Rivera será, cinco años después, la consecuencia final. El interés en Covadonga tenía también que ver con ella. Con la conmemoración del 1200.º aniversario y la declaración del parque nacional se perseguía —expresaba Fermín Canella, rector de la Universidad de Oviedo— «una agitación de muy dilatados alcances del patriotismo en estos tiempos de dudas y vacilaciones, egoísmos e indiferencias, que quieren abrir una brecha en nuestra nacionalidad o la ponen al borde del precipicio por culpa de todos».
“La Restauración recurría a Covadonga contra su propia agonía tal como, décadas antes, lo había hecho el reinado de Isabel II”
La Restauración recurría a Covadonga contra su propia agonía tal como, décadas antes, lo había hecho el reinado de Isabel II, primera monarca española que visitó el lugar y que lo hizo —en 1858— como parte de una política de viajes por el país, destinados a revitalizar su declinante popularidad, baños de masas y gestos populistas como vestir trajes regionales mediante. En la cuna de España —que se hace accesible para los soberanos merced a una importante inversión en carreteras y puentes—, el padre Claret, confesor de la reina, celebra una misa y preside la confirmación del joven Príncipe de Asturias y su hermana; y la reina añade a la larga lista de nombres de su hijo el de Pelayo; y la visita también proporciona a Covadonga un obelisco pagado por los duques de Montpensier en el lugar en el que se decía que Pelayo había sido coronado (El Repelao) y un surtido de ropas ricamente bordadas para las imágenes de la Virgen y el Niño, regalo de la reina para los canónigos de la colegiata.
La visita de Isabel II era, en todo caso, un chispazo de atención en una noche de olvido y abandono que venía de atrás y perduraría después, hasta la instauración del régimen canovista. Si bien se pensó entonces —escribe Fermín Canella— «en trabajos y edificaciones dignas de la cuna de la Reconquista», rápidamente «se desvanecieron los propósitos». Covadonga apenas había recibido atención antes de aquella visita, más allá de la construcción de una pequeña ermita en la cueva en 1820, y siguió sin recibirla más tarde. En 1868, un argayu reducía a ruinas la colegiata, sin que nadie se molestase en reconstruirla. Cuatro años después, en 1872, un horrorizado arzobispo, Benito Sanz y Forés, visita el lugar y, a la vista de aquellos escombros, exclama: «¡Esto es Covadonga! ¡A esto ha quedado reducida la cuna de la restauración de España! ¡Esto es lo que recuerda los grandes beneficios de la Madre de Dios a los hijos de su nación querida, y los gloriosos triunfos de aquellos héroes de nuestra historia!».
“En 1868, un argayu reducía a ruinas la colegiata, sin que nadie se molestase en reconstruirla”
Sanz será el impulsor de la construcción de un templo «digno de María» que recordase a todo aquel «que se precia de católico y de español» que Covadonga fue «la primera página de una gloriosa epopeya de siete siglos […] que hizo nuestra nación grande sobre las naciones del mundo y le mereció del cielo el descubrimiento y la dominación de lo nuevo». Construcción que el nuevo régimen sí favorecerá vigorosamente: el mito triple de Covadonga —nacimiento de la nación, renovación de la Monarquía y restauración de la religión— era ahora un instrumento contra el regreso del espíritu revolucionario y republicano del Sexenio, pedagogía de la unión nacional en torno al trono y el altar frente al divisionismo de las ideologías. Ya en 1877, Alfonso XII asiste a la colocación de la primera piedra de una nueva basílica, y en 1884, el Gobierno Cánovas declara el santuario monumento histórico y proporciona subvenciones para mejorar la calidad de las instalaciones del clero.
La declaración del parque nacional era la guinda final de aquel esfuerzo por adecentar un lugar de memoria digno para la España conservadora; uno al que se verá, en el siglo subsiguiente, ser vuelto a utilizar, no solo por los regímenes nacionalcatólicos de la centuria o los monarcas de nuestra vigente Segunda Restauración, sino también por políticos reaccionarios en campaña: el Santiago Abascal que inicia una campaña para las elecciones generales de 2019 en el santuario; antes el José María Gil Robles que, al frente de la CEDA, lo había hecho en septiembre de 1934, con el lema «ante todo, España, y sobre España, Dios» y entre protestas de los mineros que, un mes después, emergerían de las entrañas de la tierra para tratar de asaltar los cielos con la última comuna obrera de Europa occidental. Esta afluencia de fanfarrias conservadoras a Covadonga se corresponde casi siempre con el mismo tipo de momentos: aquellos en los que las élites y las fuerzas conservadoras se sienten débiles, bien porque se ven amenazadas por un desborde progresista, bien porque acaban de derrotarlo, y no las tienen todas consigo al respecto de su triunfo. La ira santa y las piedras de Pelayo y sus astures son para ellos los «espectros del pasado» que Marx decía al principio de “El dieciocho de brumario de Luis Bonaparte” que convocan, temerosos, los hombres que se disponen a hacer una revolución. En su caso, aspiran a realizar o a consolidar una nueva reconquista. Los nuevos moros eran en 2019 los siguientes para Santiago Abascal, perorando bajo la estatua de un musculoso Pelayo: los «progres», los comunistas y los «islamistas».