Ante las numerosas cartas de lectores que en los últimos días se están publicando en diversos medios de comunicación referentes a la polémica suscitada por la denuncia de la presencia de crucifijos en los colegios públicos de Valladolid, como padre denunciante de esta situación en el colegio Macías Picavea desearía realizar alguna puntualización sobre dos argumentos que se reiteran en las citadas cartas, ya que suelen ser reproches directos a quienes realizamos tal denuncia.
Por un lado se dice reiteradamente que no podríamos pasear por la calle ya que en todos los lugares hay símbolos. No se si por desconocimiento o mala fe (quiero pensar que por lo primero) se quiere hacer creer que estamos en contra de los símbolos, cuando en absoluto es así. No me molesta ver por la calle cruces en las iglesias, ni monjas católicas con su vestimenta, ni personas con banderas de cualquier tipo de organización, ni jóvenes con estética punky, ni cualquier otra simbología… por la sencilla razón de que solamente identifican a sus portadores. Sin embargo en un edificio público, y más aún presidiendo la actividad educativa de un colegio, los símbolos presentes identifican a todas las personas que comparten el aula. La diferencia es evidente para todo aquel que quiera verlo con objetividad.
Es más, no solo no me molestan los símbolos ajenos, sino que incluso puede contar con mi apoyo todo aquel que vea vulnerado su derecho a disponer de sus símbolos. Pero de ahí a que alguien me imponga a mí esos símbolos va un trecho. El trecho que pasa de mi declarado respeto, a la falta de respeto hacia mí.
Para ilustrarlo, no quiero ser pesado recordando las sentencias y resoluciones (entre ellas del Procurador del Común de Castilla y León) que reconocen los principios de igualdad y de neutralidad ideológica de la administración. Pero sí me gustaría indicar que incluso el propio Gabinete de Asuntos Religiosos ha manifestado que “la neutralidad que debe presidir la enseñanza que se imparta en los centros públicos (…) puede entenderse que afecta no solo a los contenidos sustanciales, sino también a los símbolos tanto ideológicos como religiosos (…)”.
La segunda cuestión que reiteradamente se alude en las cartas publicadas es que un crucifijo carece de significado religioso y tiene un carácter cultural que supuestamente abarcaría a todas las personas. Sobre ello decir que me da pena que para justificar la imposición de un símbolo se recurra a renegar de él, negando su evidente carácter religioso confesional. Y que además lo haga quien dice sentirse representado por él. Según dicen, eso lo hizo San Pedro tres veces antes de que cantara un gallo, y por lo que se ve lo siguen haciendo.