En el presente artículo estudiaremos la inclusión de la enseñanza de la religión y moral católicas en los planes educativos del estado liberal y el control que ejerció la Iglesia Católica en el seno de la escuela pública española.
El liberalismo español estableció la secularización de la enseñanza. Si la Iglesia había ejercido casi el monopolio educativo durante el Antiguo Régimen, en el nuevo sistema político surgido de la revolución liberal española, el Estado asumió el protagonismo en la enseñanza, aunque permitiese la existencia de la escuela privada. Por un lado, la Constitución de 1812 elevó la educación a un derecho, aunque, posteriormente los textos constitucionales no la incluyesen, y, por otro lado, la desamortización desposeyó a la Iglesia de la mayor parte de sus establecimientos educativos. Pero una cuestión era que el Estado regulase todo lo relacionado con la enseñanza y otra muy distinta que esa enseñanza fuera laica. El liberalismo español siempre consideró imprescindible la enseñanza de la religión católica en los niveles primario y secundario porque partía del reconocimiento constitucional de esta confesión como oficial en España. El artículo 12 de la Constitución de 1812 señalaba que la religión de la nación española era y sería “perpetuamente la religión católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”. El mandato constitucional era inequívoco y contundente, siendo una de las pocas concesiones a los diputados absolutistas de las Cortes de Cádiz. Pero, además, el propio texto constitucional ordenaba que en las escuelas de primeras letras había que enseñar el catecismo de la religión católica, del mismo modo que los alumnos debían aprender las “obligaciones civiles”. Por su parte, la Constitución de 1837 en su artículo 11 establecía que la nación estaba obligada a mantener el culto y los ministros de la religión católica, que profesaban los españoles. Por fin, la Constitución de 1845, además de seguir estipulando la obligación de la nación a mantener el culto, en la misma línea que el texto constitucional anterior, señalaba, previamente, que la religión de la nación española era la católica, apostólica y romana.
Así pues, en consonancia y derivando de los mandatos constitucionales, el sistema educativo liberal incluyó la religión católica en los planes que se fueron elaborando y sucediendo. El Proyecto de Decreto para el arreglo general de la enseñanza pública de 1814 establecía que en las escuelas de primeras letras los niños debían aprender el catecismo religioso y moral “que comprenda brevemente los dogmas de la Religión y las máximas principales de buena conducta y buena crianza”. Los autores del dictamen de este proyecto legislativo defendían la necesidad, junto con el inicio del estudio de los derechos y deberes de los ciudadanos, de que se grabasen en el corazón de los niños los principales dogmas de la religión católica. Esta enseñanza debía emprenderse a través de catecismos breves y claros. En cambio, la religión no tenía cabida en el nivel de segunda enseñanza, seguramente, porque no lo especificaba la Constitución, como sí lo hacía en el caso de las escuelas de primeras letras. El Reglamento de Instrucción Pública de 1821, en el Trienio Liberal, recogía el espíritu y letra del Proyecto de 1814 al establecer el aprendizaje de los dogmas de la religión en un catecismo. De la misma manera que lo presentado en las Cortes en 1814, el Reglamento del Trienio no decía nada de la enseñanza de la religión católica en el nivel educativo medio.
El Plan del duque de Rivas del año 1836 introdujo la religión entre las asignaturas que debían impartirse en la instrucción secundaria pública. Tanto en el nivel elemental como en el superior se enseñarían “Elementos de Religión, de Moral y de Política”, aunque con más extensión en el segundo, al igual que pasaba con el resto de materias.
El Reglamento de las Escuelas Públicas de Instrucción Primaria Elemental de 1838 dejó muy clara la importancia de la enseñanza religiosa y desarrolló de forma exhaustiva cómo debía ser dicha enseñanza en este primer nivel educativo. La “instrucción moral y religiosa” era considerada como fundamental para la educación de los niños, y como un medio para evitar “la corrupción de costumbres”, aunque se reconocía que era difícil el ejercicio de las “facultades morales”, ya que no existía una didáctica clara sobre cómo enseñar valores como la paciencia, la sobriedad, el valor o la docilidad. En todo caso, era fundamental que la enseñanza que recibiese el pueblo fuese religiosa. El capítulo quinto del Reglamento se dedicó monográficamente a la religión. En primer lugar, se ordenaba que en las escuelas primarias el estudio de la religión católica quedaría bajo la inspección directa del párroco o del miembro eclesiástico de la Comisión local. Las autoridades eclesiásticas conocerían de antemano todas las lecciones y ejercicios relacionados con la religión que se iban a impartir en la escuela. Las clases comenzarían siempre con una oración. Todos los días se enseñaría la doctrina cristiana aplicándose a una parte de la historia sagrada. Cada tres días, durante un cuarto de hora, un alumno leería un capítulo de la Biblia, especialmente del Nuevo Testamento, terminando con una explicación por parte del maestro. Los niños debían ir a la misa dominical con su maestro. La tarde de los sábados estaría dedicada, exclusivamente, al examen de la doctrina e historia sagrada estudiadas en la semana, así como al estudio del catecismo. Los alumnos debían aprender las preguntas y respuestas del catecismo y se harían preguntarse unos a otros. El párroco o el miembro eclesiástico de la Comisión local debía examinar sobre este particular, al menos una vez al mes. La sesión vespertina del sábado terminaría con la lección del Evangelio del día siguiente, el rezo del rosario y una oración por la salud de los reyes y por la prosperidad del país. Los maestros tenían la obligación de acompañar a los alumnos, una vez que hubieran hecho la primera comunión, a la Iglesia para que se confesasen cada tres meses, con el propósito de que fueran adquiriendo los hábitos relacionados con los actos religiosos. Para que los beneficios que proporcionaba la enseñanza religiosa no se perdiesen fuera de la escuela se instaba a los maestros a que mantuviesen reuniones con los padres de sus alumnos.
El Plan Pidal de 1845 también incluía la religión católica en la segunda enseñanza. En el nivel elemental de la misma, en el segundo curso, los alumnos aprenderían principios de moral y religión, aunque no aparecía en el nivel de ampliación de la segunda enseñanza.
Por fin, la Ley Moyano de 1857 establecía el aprendizaje de la doctrina cristiana y de la historia sagrada adaptada a los niños en el nivel de primera enseñanza elemental. En el primer nivel de la segunda enseñanza existía una asignatura parecida a la de primaria aunque, presumiblemente con más contenido. En el segundo nivel de esta enseñanza la materia pasaba a denominarse “religión y moral cristiana”.
Para terminar el artículo tenemos que aludir a la importancia del Concordato de 1851 en relación con la educación. Aunque el liberalismo español siempre consideró la religión católica como la confesión oficial del Estado español y se incluyó su enseñanza en los diversos planes educativos, como hemos puesto de relieve, las relaciones iniciales que mantuvo con la Iglesia Católica fueron harto complicadas. La desamortización y el reconocimiento de derechos y libertades, hicieron que una parte importante del clero abrazase la causa carlista o que sin llegar a ese extremo optara por criticar al nuevo sistema político. El liberalismo moderado intentó recomponer las relaciones con la Santa Sede en la Década Moderada. El instrumento de la reconciliación entre el Estado español y la Santa Sede fue el Concordato de 16 de marzo de 1851. Aunque la Iglesia tuvo que reconocer los hechos derivados de la desamortización de Mendizábal obtuvo una serie de contrapartidas que se convirtieron en los pilares fundamentales del poder eclesiástico en España hasta el siglo XX. En relación con la educación, se estableció que la instrucción que se impartiese en todos los niveles educativos debía ajustarse a los principios de la doctrina católica. Las autoridades eclesiásticas estarían facultadas para ejercer una labor inspectora sobre la “pureza de la doctrina de la fe y de las costumbres, y sobre la educación religiosa de la juventud”, incluidas en ese control las escuelas públicas.
Por Eduardo Montagut Contreras. Doctor en Historia Moderna y Contemporánea.
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