Conste en primer lugar que yo no soy mucho de Paz Vega, pero he de reconocer que esas fotos de la iglesia, con sus pestañas retocadas y la peineta y el tul y la blanca carne que aflora debajo, serían más que suficientes para promoverla a los altares. Definitivamente, y a pesar de todo el revuelo que se ha montado en torno al dichoso escenario, la Vega comparte algo con sus acérrimos enemigos del momento, los curas: gana cuando no habla. La sesión respira sensualidad, es cierto, pero sin caer en estridencias de taller de neumáticos, y el ambiente de cerrado y sacristía acrecienta turbiamente, como entre nubes de incienso, el oscuro objeto del deseo. En fin, la polémica estaba servida, como siempre que alguien encuentra gusto en algo que sólo debe imponer respeto: como si nos divirtiéramos en un museo, vaya, o soltáramos carcajadas recorriendo el Quijote. La Iglesia anda alborotada porque no le parece bien que estas cosas se hagan en un templo, no señor. Tira de las orejas a la hermandad de Gerena, pueblo de Sevilla que ha autorizado a la Vega a desnudarse delante de su icono, y recuerda a propios y ajenos que Dios, que por lo demás lo ve todo, prefiere mirar para otro lado cuando estas indecencias tienen lugar en su casa. Lo de siempre: mojigatería, cerrazón, sotana, moralina de seminario y cafetería de viejas. La historia viene de largo: como cuando Lennon afirmó, sin acordarse de los telepredicadores, de que los Beatles eran más famosos que Jesucristo, o como aquella otra vez en que a Madonna se le ocurrió revolcarse con un mulato frente a un altar cubierto de palmas y puñales. Vistas de lejos, estas blasfemias dan más risa que otra cosa, si excluimos la vergüenza ajena.
Alegan los gerifaltes del episcopado que las fotos de nuestra actriz más osada faltan al decoro e hieren el sentimiento de lo sagrado que alumbra el corazón de todo feligrés. Yo no lo creo así: más bien lo exalta. A mí, que no me tengo especialmente por místico, se me ha subido a la cabeza un rumor de campanas y he visto nubes miríficas después de mirar las imágenes. Y he llegado a la conclusión, nada novedosa por otro lado, de que existen muchas formas de trascendencia y de comunión con lo innombrable de las que el Vaticano no posee patente. En las fachadas de viejos templos de la India conviven estatuas de la divinidad con los cuerpos desnudos de mujeres que exhiben sus ángulos; en ciertas religiones orientales se propone el orgasmo como un método directo e infalible de alcanzar el panteísmo. Identificar el deseo, la liberación carnal y el éxtasis con la verdad es un precepto religioso muy anterior a los tristes dogmas de castrado que impuso el cristianismo: por eso creo que el reportaje de la Vega promueve un auténtico sentimiento de lo sagrado en el espectador, y lo digo sin asomo de guasa ni ganas de buscar polémica. Quienes se asomen a un tratado de antropología o de historia de las religiones se quedarán literalmente patidifusos de la cantidad de coitos, violaciones, desvirgamientos, onanismos, sexo individual, en grupo, de una u otra acera que ha formado parte constante del ritual con que el hombre se enfrenta a lo inefable o trata de convocarlo junto a sí. Antes de la renuncia y del pecado, el misterio se expresaba a través del cuerpo: había algo profundo, terrible, revelador en nuestra fibra y nuestros músculos, y el hombre podía comunicarse con lo alto sacándolo a la superficie mediante sudor y jadeos. No sean tan bisoños, señores de la jerarquía: el torso en cueros de Paz Vega no es menos sacrosanto que la figura que la contempla con perplejidad desde la pared del fondo. Aunque nadie le rece, de momento.