El dictador se construyó por conveniencia una imagen pública de católico devoto mientras mantenía disputas políticas con Juan XXIII y Pablo VI
Francisco Franco se envolvió en el manto del nacionalcatolicismo, procesionado bajo palio por los obispos, para decidir el nacimiento del Valle de los Caídos, un costosísimo complejo religioso en una España de sangre, campos de concentración y racionamiento. Los textos de la época, la mayoría llevados al BOE, abundan en la parafernalia que acompañó al dictador hasta su muerte, siempre a su lado el brazo incorrupto de la santa Teresa de Ávila. Unos ejemplos: “Santa Cruzada contra la tiranía de los sin Dios”. “Salvar la civilización cristiana”. Dios, Patria y Fe. Victoria. Caídos. Peregrinación. Santa Cruz. Basílica…
Los primeros párrafos del decreto de la Jefatura del Estado sobre Cuelgamuros, de 1 de abril de 1940, son como un sermón de la época: “La dimensión de Nuestra Cruzada, los heroicos sacrificios que la Victoria encierra y la trascendencia que ha tenido para el futuro de España esta epopeya, no pueden quedar perpetuados por los sencillos monumentos con los que suelen conmemorarse en villas y ciudades los hechos salientes de Nuestra Historia y los episodios gloriosos de los Hijos de Dios”. Así se anuncia la creación del Valle de los Caídos. Sin embargo, Franco no había sido un meapilas, según frase del general Gonzalo Queipo de Llano. Fueron su intuición de que Adolf Hitler y Benito Mussolini, no podrían vencer en una guerra contra el resto del mundo, lo que le impulsó a tratar con mimo obsesivo a la Iglesia católica, su principal apoyo, mostrándose en público como un devoto de misa diaria, rosario antes de cenar y cuatro días de ejercicios espirituales cada año con los jesuitas.
Esos afanes cristianos se exaltan en el primer decreto sobre el Valle, pero conviene subrayar la decisión de construirlo frente a Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, tan lejos de Madrid. Como Carlos V y Felipe II, Franco soñaba con liderar su propia Iglesia nacional, con poder sobre el Vaticano, y consolidar el papel de salvador de la civilización cristiana. En cambio, los papas, sobre todo Juan XXIII y Pablo VI, le pararon los pies en un combate político que culminó en la cuaresma de 1974, cuando el cardenal Vicente Enrique y Tarancón acudió al palacio del Pardo con el decreto de excomunión y advirtió al dictador que ejecutaría la sanción papal si el Gobierno persistía en la idea de mandar al exilio al obispo de Bilbao, Antonio Añoveros. Según Tarancón, el Caudillo, muy enfermo, se echó a llorar y musitó que él siempre había sido un fiel cristiano.
Para entonces, la dictadura llevaba años permitiendo un rabioso anticlericalismo de derechas, había abierto una cárcel solo para curas en Zamora y le discutía a Pablo VI la elección de los obispos, que Franco quería nombrar a su capricho. Siempre se creyó más papista que el papa. En 1937 prohibió que se publicase en España la encíclica Mit brennender Sorge (Con ardiente preocupación), que condenaba con estrépito teológico el nazismo. Ni Hitler se había permitido esa licencia. Franco lo pagó caro. Quien estaba detrás de la encíclica emitida por Pío XI fue el futuro Pío XII, exnuncio en Alemania y secretario de Estado aquel año. Se tomó una cierta venganza. Franco soñaba en 1939 con firmar deprisa un ventajoso concordato con el Vaticano, después de otorgar a la Iglesia romana cuantos privilegios quiso tomar. Pío XII lo hizo retrasar hasta 1953. Pese a todo, Franco ordenó publicar en el BOE el Concordato con este encabezamiento: “En el nombre de la Santísima Trinidad”.
Mussolini se había adelantado un año en construirse un monumento en el puerto del Escudo, entre Burgos y Santander, para acoger allí a medio millar de soldados, pero al dictador español el homenaje funerario del líder fascista, en el que todavía hoy se conoce como “el cementerio de los italianos”, le pareció una falta de respeto histórico. Él se construiría uno que llamaría la atención del mundo por los siglos de los siglos. Su primo y secretario de mayor confianza, el general Francisco Franco Salgado-Araujo, contó en sus memorias (Mis conversaciones privadas con Franco, 1976), que el dictador solía mirar durante horas los dibujos que sus arquitectos le iban proponiendo. El primo lo compara con Napoleón III, que derribó barrios enteros para ensalzar a su gusto el centro de París, e incluso con Hitler, que también se extasiaba tardes enteras mirando la maqueta de una ciudad nueva que había encargado al arquitecto del Tercer Reich, Albert Speer.
Franco no haría una ciudad. Su régimen fue intelectualmente pedáneo, caótico, chabolista. Él construiría un enorme conjunto coronado con una cruz de 150 metros, de los que 25 corresponden al basamento con los cuatro evangelistas (de 18 metros cada uno); 17 metros al cuerpo intermedio con las cuatro virtudes cardinales, y 108 metros al fuste de la cruz. A todo ello hay que sumar la altura del risco de la Nava utilizado a modo de pedestal rocoso, otros 150 metros más.
¿Por qué escogió el caudillo el peñascal de Cuelgamuros? Evidentemente, para compararse con Felipe II. Dice la orden de erección: “Es necesario que las piedras que se levanten tengan la grandeza de los monumentos antiguos, que desafíen al tiempo y al olvido”. El decreto-ley por el que, 16 años más tarde, el 23 de agosto de 1957, se crea la Fundación de la Santa Cruz del Valle de los Caídos y se entrega todo el poder a los benedictinos, insiste en lo mismo. Era, dice el BOE de ese día, “un magno monumento destinado a perpetuar la memoria de los Caídos en la Cruzada de Liberación, para honra de quienes dieron sus vidas por Dios y por la Patria y para ejemplo de las generaciones venideras”.
Así consta cómo el Valle de los Caídos, en contra de lo que suele afirmar la Iglesia, nunca ha sido un monumento de reconciliación, sino de enaltecimiento de la victoria y de aplastamiento de unos españoles contra otros. “Contra la tiranía de los sin Dios y para preservar la Santa Cruzada que emprendimos para salvar la civilización cristiana”, escribió José María Pemán.
Franco nunca pensó en ser enterrado allí. Tampoco su familia lo quería. Esto escribió en 2011 su nieto Francisco Franco Martínez-Bordiú en el libro La Naturaleza de Franco. Cuando mi abuelo era persona: “Mi abuelo nunca dijo que le enterraran en el Valle de los Caídos. Hacía años que mi abuela y él tenían un panteón en El Pardo y siempre pensó que allí, cerca de donde había pasado la mayor parte de su vida, descansaría. Pero cuando murió, las más altas instancias nos preguntaron si nos parecía bien enterrarle al lado de José Antonio Primo de Rivera. Mi abuela accedió. Lamentaría el resto de su vida no poder compartir con su marido la tumba de El Pardo que compraron juntos”.
La decisión del entierro la rubricó Juan Carlos I, en la idea de alejar de Madrid a los falangistas del búnker que, liderados por José Antonio Girón de Velasco, querían aprovechar la ocasión para manifestar el enfado contra la apertura que percibían que emprendería el nuevo Jefe de Estado. Lo cuenta el cardenal Tarancón en sus memorias (Confesiones. 1996). Fue quien advirtió al Rey de las torcas intenciones de los ultras. El prelado de Madrid tenía otro motivo. El jefe del Gobierno, Carlos Arias Navarro, se había dirigido a él con el ruego, que parecía una orden, de que al entierro acudiesen “todos los obispos y alguien importante del Vaticano”. Pensó Tarancón que pocos obispos aceptarían la orden si se les obligaba a ir en procesión hasta Cuelgamuros.