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40 años de la escuela pública española (1898-1938)

Hasta el día uno de septiembre estará abierta en el Museo de Historia de Madrid, en el antiguo Hospicio –c/ Fuencarral, 78-, una exposición de gran interés para comprender esos 40 años cruciales de la historia de la Educación en España. La parte documental ocupa la mayor parte de la planta baja del museo que gestiona el Ayuntamiento, y se complementa con mesas redondas y conferencias en una sala de Centro-Centro, en plaza de Cibeles.

El atractivo de esta muestra procede, en primer lugar, de la mirada que proyectan sus organizadores: el concepto de  “ciudad educadora” permite explicar las múltiples relaciones que existen entre el mundo educativo y su entorno. Tratar de evidenciarlas en los años elegidos añade un plus de valor por ser uno de los períodos históricos que permiten entender muchas características principales que –después de 80 años- marcan la situación estructural del sistema educativo español. Para descifrar los cambios, límites y condiciones educadoras que tenga actualmente Madrid y, en gran medida, otras geografías educadoras de España, es relevante.

Escuelas o colegios

El núcleo de esta muestra es la escuela pública en su sentido más estricto. Trata, casi en exclusiva,  de la red que el Estado había dispuesto, desde 1857, para generalizar la enseñanza.  De cómo ese eje de aplicación del derecho a la educación, que venía de la Constitución de 1812, fue constituido de manera lenta y precaria. Reducida  durante más de un siglo a la Primaria, su obligatoriedad -ante todo nominal- abarcó de los 3 a los 6 años de edad hasta 1901, en que se amplió hasta los 12. Y aunque entre 1913 y 1918 se permitió al magisterio que capacitase pre-profesionalmente alumnado  de 12 a 15 años en oficios diversos, la inmensa mayoría de las clases humildes no pasaba de ahí, especialmente las mujeres y más en zonas rurales.

Esta variada obligatoriedad de la escolarización, siempre a cargo de profesionales de Magisterio, deja fuera de la consideración explícita a la red educativa privada y a otros profesionales de la educación. El término “concertada”, por ejemplo, empezaría a usarse en 1985 y, por otro lado, la enseñanza obligatoria actual (ESO), que alcanza hasta los 16 años desde 1990, se lleva a cabo, al menos en parte, en centros distintos de  aquellas escuelas primarias y con profesorado que continúa en los IES  las etapas que, desde los once años, tenía un Bachillerato que,  todavía en la reforma de 1953 era, según Ruiz Jiménez, propio de las clases medias.

El gran motivo de esta exposición, en torno al tránsito de las escuelas “unitarias” a las escuelas “graduadas” entre 1898 y 1938, evidencia, ante todo, una lentísima preocupación del Estado. Lo documentó  sobradamente Luis Bello, entre 1925 y 1931, en su Viaje por las escuelas de España.  Y el catedrático de la Universidad de Murcia, Antonio Viñao, lo acaba de reflejar magníficamente  en una de las conferencias de Centro-Centro. El pobre gasto presupuestario de todo el período en Educación y las altas tasas de analfabetismo son el reverso de la tardía, excepcional y escasa construcción de escuelas “graduadas”, ese otro indicador que materializó la precaria estructura de una escuela para pobres mientras los colegios para gente bien se arropaban, en su mayoría, en privilegios del Concordato de 1851.

Lo que el diablo se llevó

En su preocupación por la escuela pública, la exposición incide, además,  en cómo, en paralelo se produjo, un profundo cambio, sobre todo a partir de los años 20, que eclosionaría en la II República con un Estado preocupado por la  dotación económica,  construcción de centros, recursos y preparación de maestros y profesores de sus escuelas e institutos. Ahí están las arquitecturas de Ballesteros y Flórez -todavía ejemplares- y múltiples iniciativas que muestran una riqueza de objetivos integrales más allá de “leer, escribir y contar”: la expresión artística en las aulas, la expansión de la higiene, la preocupación por la salud o la educación social, una cultura de colaboración no solo entre maestros de las escuelas graduadas -con directores o directoras-, sino también en los trabajos escolares de niños y niñas, metodologías de la “escuela nueva” superadoras del memorismo,  experimentación en el aula y preparación para la vida. Y ahí está, asimismo, el apoyo de personalidades modélicas como Giner y la ILE, Justa Freire, Manuel Alonso Zapata, Clara Campoamor, Rodolfo Llopis, Luis Huerta, Sidonio Pintado, Asunción Rincón, Eduardo Canto o Estrella Cortichs, y el de quienes pensaban que con una educación digna se podría construir una España más de todos.

El colofón de la muestra, dedicado a cómo el Madrid republicano cuidó las escuelas públicas en medio de la negritud que va de julio de 1936 a primeros de abril del 39, refuerza la  idea de cómo el optimismo educativo anterior fue especial. El dietario de Justa Freire anotando qué sucedía en su centro día a día –el amparo que podían dar a los niños y niñas en medio del horror de los bombardeos-, al lado de fotografías de los destrozos y los testimoniales dibujos infantiles, desborda la metáfora bajo la que se documenta esa tapa : “…y vino el diablo y se lo llevó todo”.

Persistencias

El abatimiento profundo que supuso a quienes habían puesto su esperanza en la escuela pública tardaría muchos años en saldarse. Cierres de colegios e institutos, cambios de nomenclatura y contrarreformas profundas en la organización interna acompañaron –especialmente hasta casi los setenta- una sistemática depuración inquisitorial de maestros y profesores hoy bien conocida. Cronológicamente, no es este el objetivo de la exposición, pero hay guiños a esa despiadada postguerra y su después. Cuando Lora Tamayo accedió al Ministerio de Educación (1962-1968), todavía el 65% de la red escolar pública era de “escuela única”, con pobres recursos y un maestro o maestra en el aula para una pluralidad de edades. Además, la voluntad de hacer llegar la educación obligatoria a todos los menores de 14 años –que dijo la LGE de 1970- no llegaría hasta finales de los años ochenta. Gloria Fuertes –testigo relevante de muchos de esos años-, decía que no era lo mismo estudiar en un “colegio” o en una “escuela”, algo que debieran explicar quienes se recrean en bizantinismos hipócritas como el de “libertad de elección” mientras no erradican la discriminación económica, social, cultural o religiosa que exige la CE78. Igual que siguen aplazando -entre otras urgencias de este incierto presente-   una preparación de los maestros y profesores no puramente voluntarista, digna de un país que pretenda ser moderno.

Sin la existencia de un Centro Documental consistente, capaz de aglutinar información relevante dispersa, concerniente a la totalidad de la historia educativa  española del siglo XX, será difícil prevenir que el conocimiento de ese pasado no acabe reducido al revival o la nostalgia: la turistificación y la seriación televisiva lo invaden todo. Pero esta exposición todavía tiene gran rigor para advertir a las nuevas generaciones -incluidos maestros y profesores de la actual enseñanza obligatoria-, cómo en lo tocante a la educación de todos perviven marcas repetitivas, obstáculos en que seguir tropezando si no se modifican. Atentos a las posibles coaliciones o acuerdos de estos días.

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