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Una ofensiva atroz

Todo ocurre como si la jerarquía de la Iglesia católica se hubiera embarcado en una ofensiva de mucho calado contra las libertades civiles, por no mencionar otras religiosidades que albergan en su catálogo de conductas permisibles…

Todo ocurre como si la jerarquía de la Iglesia católica se hubiera embarcado en una ofensiva de mucho calado contra las libertades civiles, por no mencionar otras religiosidades que albergan en su catálogo de conductas permisibles un repertorio parecido de prohibiciones.

Oficialmente, en Irán no existen homosexuales ni abortos ni adulterios ni otras manifestaciones de conducta impropia, que es precisamente lo que el Vaticano y sus terminales locales desearían ver cumplido en los ámbitos donde se obstinan en mantener su resquebrajado magisterio. Una religión se parece a otra en la arbitrariedad no consensuada de las fórmulas de convivencia que propone, y todas ellas atentan contra la libertad del ciudadano, de manera que es más lo que las une que lo que las separa: el propósito de imponer dogmas de dudoso origen y escaso fundamento a modo de intromisión manifiesta en la conciencia individual. Restricciones a menudo estrafalarias de conducta que los mandatarios no siempre observan y mediante las cuales se asegura a sus fieles la infelicidad en este mundo y la gloria en un cielo futuro que goza de tantas variables de diseño como sus teologismos de referencia.

Ocurre también que los eclesiásticos son humanos, en ocasiones demasiado humanos, no tanto porque se hallen sometidos a las flaquezas de espíritu de lo humano sino porque se mueven según sus intereses, como todo el mundo. Naturalmente, no existen estadísticas fiables acerca del número de abortos de mujeres (porque será necesario recordar que siempre son mujeres las que abortan o son abortadas) embarazadas por clérigos o epígonos de primera mano, como tampoco son exhaustivas las que se refieren al abuso sexual de menores por gente de sotana o alzacuellos. Aquí todo es tan incompleto como la vida de un feto de dos semanas y el precepto de que constituye asesinato la interrupción voluntaria del embarazo. Quizás la Iglesia católica debería dedicar un mayor número de sus fúnebres embaucadores a indagar si el aborto involuntario (espontáneo, se dice) se anticipa sabiamente a algunos de los supuestos que lo convertiría en legal caso de ser voluntario. Y tampoco estaría de más que esa negra jerarquía, que con tanta alegría como desconsideración hacia el sufrimiento ajeno desaconseja cualquier método anticonceptivo, se preguntara cómo diablos se las apañan sus beatos matrimoniados para no pasar de la parejita de hijos sin desatender el engorroso débito conyugal.

Y ocurre que la tropa que con mayor ímpetu alienta el crecimiento del índice de natalidad es la que, supuestamente, menos contribuye a alcanzar tal objetivo, prisionera de una curiosa objeción de conciencia que no le impide masacrar sin conciencia alguna a las mujeres (adolescentes en su mayoría) que no sabrían cómo obedecer los dicterios eclesiásticos en el caso de alumbrar a la criatura que no desean tener. El derecho a decidir es más serio y definitivo que la bula ilusoria de unos eclesiásticos que no saben de la misa ni la cuarta parte. A fin de cuentas, ellos no quieren procrear, aunque lo han hecho, y lo hacen, en condiciones miserables y ajenas al modelo de familia que defienden. Pero no por ello desdeñan el acto que origina la procreación. Razón de más para identificarse con las mujeres que corren el riesgo de quedar embarazadas sin albergar propósito alguno de obtener descendencia a cambio.

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