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Una Iglesia empecinada

Ya en la anterior legislatura, la Iglesia española resucitaba ese perfil tan extremista que le llevó a apoyar una guerra civil a la que convirtió en cruzada y a un posterior nacional-catolicismo durante los 40 años del régimen franquista .

En la pasada legislatura, su actitud ultraconservadora se justificaba por el giro a la derecha del PP y, a diferencia de los sectores empresariales que no se unieron a ese acoso, se posicionaba como siempre en nuestra historia junto a los grupos más intransigentes de la derecha española a los que atrae como un imán, sin que se distinga claramente quién es el imán y quién el metal.
Era más que curioso, ilustrativo, comprobar las constantes diferencias con la curia vaticana más moderada y cauta, y eso que está comandada por un Papa que ha acentuado su perfil conservador que, como argumenta el filósofo italiano Flores d´Arcais, responde a un proyecto de reconquista religiosa que supone una regresión que respaldan junto a los fundamentalistas religiosos americanos. Los problemas se divisan y juzgan de manera distinta según el contexto geográfico, se valora objetivamente el laicismo positivo en Francia y en la islámica Turquía, y se combate con saña en España, sin reconocerlo como un pacto de convivencia entre sociedades e individuos que tienen diferentes creencias morales y religiosas. Aquí se nos niega lo que se acepta como normal en Europa.
Qué lejos quedan los años de la transición, las épocas de monseñor Tarancón que despertaron tanta irritación en el franquismo cuando se posicionó en defensa de la conversión a la democracia rompiendo con su propio y cercano pasado. Se le criticaba su hipocresía y oportunismo, pero se le reconocía su aportación a la convivencia.
Durante los ocho años de Aznar se abstuvieron de reclamar lo que habían demandado con dureza al Gobierno de Felipe González, en publico y en la calle, donde protestaban por la aprobación de legislaciones que hoy en día siguen vigentes. ¿Por qué no exigieron a Aznar la derogación de la ley de divorcio y, sobre todo, la madre de todas las preguntas, por qué no clamaron por la abolición de la tan denostada ley del aborto? ¿Es que durante los ocho años del gobierno PP no se «asesinaron no natos», como acusaban a Felipe? ¿Es que el aborto sólo es pernicioso con el PSOE y comprensible con el PP? Durante esos ocho años, ni una sola vez la jerarquía católica planteó finiquitar con ese «genocidio», como lo definen ahora, y mucho menos organizar manifestaciones callejeras con tal pretensión. Pero una vez proclamado Zapatero presidente del Gobierno, la inercia se resucita: lo bueno es malo y lo claro, oscuro.
Tuteló, utilizando plataformas ciudadanas afines, manifestaciones denunciando el supuesto acoso y persecución por parte del Gobierno al aprobar legislaciones derivadas de las promesas electorales por las que había ganado los comicios. Lejos de la cristiana costumbre de implorar por los que nos gobiernan, se tergiversa y magnifica hasta la más absoluta exageración: «Se elimina la religión de las escuelas», «ya no existe libertad religiosa», «la Iglesia está perseguida en España» y un largo etcétera. Y unió a sus recuperadas reivindicaciones el terrorismo, olvidando ese principio tan cristiano del perdón y omitiendo con una inmensa amnesia colectiva que nunca se pronunciaron cuando Aznar negoció en mayo de 1999 en Zurich el final de la lucha armada con ETA .
Ahora que el PP intenta por estrategia electoral y con tremendas dificultades internas moderar y atemperar su discurso, la jerarquía eclesiástica española sigue empecinada en mantener posiciones ultraconservadoras que sólo se pueden explicar analizando con sumo cuidado los cambios en su composición sociológica interna y el avance imparable de sus corrientes más intransigentes, que sintonizan con el extremismo religioso que se vive en EE UU, fruto del desarrollo de las ideas neocon.
El problema no es que la Iglesia defienda sus posiciones con absoluta libertad y legitimidad, sino la virulencia con la que las defienden, la rudeza con la que las argumentan, la radicalidad con la que las exponen y, sobre todo, la absoluta incapacidad para el diálogo y el acuerdo con los que no opinan como ellos. Su imperiosa necesidad de imponerse sobre la totalidad de la población, profese o no su fe, y esa sensación dogmática que transmiten como poseedores de la verdad absoluta, hecho que la historia ha desmentido constantemente. Intentan por todos los medios imponer su punto de vista a través del Estado.
Pero lo que realmente me preocupa de ese conjunto de actitudes es su completa incapacidad de convivir con un gobierno que presumen de signo distinto a sus creencias, lo que les encamina a situarse fuera de los conceptos básicos de un Estado democrático y de Derecho, donde las leyes se aceptan y se cumplen con independencia de lo que opines de ellas, en tanto en cuanto han sido aprobadas por los representantes de la mayoría de los ciudadanos. Esto les sitúa en una oposición por definición, por principios, sin elementos constructivos y sin voluntad de entendimiento.
No voy a terminar con la tan quijotesca frase de «con la iglesia hemos topado», pues puede y debe combatir una opinión respetando a la persona o colectivo que la emite y aceptar, aunque no compartir, la voluntad mayoritaria de una sociedad que sitúa a la religión en el ámbito de lo privado y no aprueba que interfiera en sus vidas imponiendo sus categorías morales.

*Economista

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