Los Manuscritos del Mar Muerto describen a un ‘Maestro de Justicia’, anterior a Cristo, que salvaría a los judíos
Cuando el futuro emperador Tito destruye el segundo templo de Jerusalén en el año 70 después de Cristo, arrambla con candelabros de siete brazos y las trompetas de Jericó, y destruye valiosas fuentes documentales de Palestina. Ese año se levanta en la historia como un muro de silencio para los investigadores de los textos sagrados. El resto más antiguo después de esa fecha es ya del año 200, la Mishná. Con la destrucción de Jerusalén desaparecen también descripciones y muchas pruebas de la biodiversidad de sectas judías que poblaban Tierra Santa antes del singular éxito del judaísmo rabínico, del que deriva el actual, y de otra secta judía, el cristianismo.
Sin tener ni idea de la magnitud de lo que hacía, un pastor beduino derribó ese muro una tarde de 1947. En compañía de otros dos pastores, parientes suyos, Muhammed Ahmed el-Hamed quería hacer bajar a sus cabras de unos riscos porque caía la noche sobre el desierto de Judá. Se aventuró a escalar hasta ellos. Le llamaron la atención dos pequeñas aperturas en la roca. No cabía por ellas y lanzó una piedra dentro. Oyó el sonido de una cerámica al romperse. Había que volver allí cuando se pudiera, si se trataba de un tesoro. Lo era. El pastor descubrió la primera de las muchas cuevas y vasijas de barro donde se alojaban los Manuscritos del Mar Muerto, un monumental conjunto de textos, en algún caso, escritos 250 años antes de Cristo, más de mil años más viejos que los textos bíblicos considerados hasta el momento de su descubrimiento lo más antiguos. Databan de una época en la que la Biblia no era aún un texto unificado, sino una miríada de leyendas y relatos dispersos.
Los más recientes se habían redactado unos cien años antes del nacimiento de Jesús de Nazaret.
Uno de cada cuatro o cinco de los 2.000 documentos encontrados se correspondía con un texto bíblico: una maravilla para cotejar si las Sagradas Escrituras que habían sobrevivido hasta el siglo XX eran fidedignas o las copias de siglos y siglos las habían tergiversado.
El resto estaba compuesto por himnos y salmos, textos legales, referencias a tesoros… y unos textos sectarios que parecen describir a la que los investigadores llamaron la «secta del Qumrán», por el nombre de lugar donde aparecieron. La única carta que aparece, aunque muchas veces reproducida, habla de un «Maestro de Justicia» que envía Dios para guiar a los judíos azotados por el cólera en torno al año 196 a. C. Contra él se levanta un «Hombre de mentiras» que lo hace huir junto a sus seguidores hacia Damasco. «Allí adoptaron ‘una nueva alianza’ y allí […] el Maestro fue ‘recogido’. Asimismo esperaban que retornara como Mesías ‘al final de los días».
¿Les suena de algo la historia? Este relato se refiere a un mesías aparecido con anterioridad al 196 a. C. y es obra del investigador bíblico estadounidense Hershel Shanks en su apasionante libro Los manuscritos del Mar Muerto (Paidós). Algunos autores identifican esa secta con la de los esenios, a la que quizá perteneció Juan el Bautista.
A pesar de su valor, los documentos sufrieron toda clase de desventuras, se deterioraron en su trasiego de mercader en mercader, pero también sufrieron custodiados por académicos descuidados y celosos. Algunas inscripciones se borraron a la luz del sol después de aguardar dos mil años a la sombra. De algunos solo quedan fragmentos algo mayores que una uña, pero aun así preñados de información valiosa.
¿Quiénes los dejaron allí, en el desierto? Para algunos estudiosos, como el arqueólogo francés Roland del Vaux, formaban parte de una biblioteca inserta en una especie de monasterio. Quizá se resguardaron en aquellas cuevas porque las gentes conocían su valor y los sabían amenazados por los romanos. «Para los judíos, el nombre de Yavé es sagrado y no puede destruirse. Hay ceremonias para enterrar los rollos de la Torá que, por el desgaste de su uso, ya no pueden leerse en las sinagogas», ilustra oportuno el director del Santuario del Libro de Jerusalén, Adolfo Roitman. Él es el guardián de ocho de estos rollos, los mejor conservados, que descansan protegidos en esta dependencia del Museo de Israel. La joya es el Libro de Isaías, de más de siete metros de longitud, que puede verse digitalizado a una resolución de 1.200 megapíxeles. La traducción de algunos rollos está disponible en español.
Hasta fecha reciente, muchos de ellos no han estado disponibles al acceso ni siquiera de los investigadores. Tanto secreto «obsesivo», como lo define Shanks, parecía seña de que los textos socavarían «los dogmas fundamentales del cristianismo o del judaísmo». El autor, para decepción de conspiranoicos de nivel Código Da Vinci, descarta esa teoría. Adolfo Roitman se conforma con afirmar que, al menos en su museo, quieren «evitar la dispersión de estos documentos, que haya fácil acceso, que al fin exista transparencia.»