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Un crucifijo del nueve largo

Si Franco, en piedra y grabado de exaltaciones, va a salir de la Universidad de Valencia muy pronto, el padre Vendrell, S.J., salió del callejero de Alicante mediados los ochenta.

Si a Franco lo tiran a la escombrera los estudiantes de Els Quatre Gats y toda la comunidad académica, al padre Vendrell, S.J., lo tiró al contenedor de los residuos presuntamente evangélicos un acuerdo del pleno municipal y la avenida ya rotulada o en trance de rotular con su nombre se rotuló afortunadamente con el de Eusebi Sempere. Ya se pueden imaginar cómo ganó la ciudad, y aquella democracia de dodotis, con el cambio. A la luz de tantos mártires de la fe beatificados en una espectacular parada vaticana, chirrían las trazas de uno de esos curas trabucaires o rebosantes de fanatismo, que no escasean ni en la historia ni en la memoria de España. El padre Vendrell, S.J., fue un discípulo aventajado del cardenal Gomá, el confidente oficioso entre la Santa Sede y el Gobierno golpista de Franco. Si el cardenal Gomá dijo en Budapest, durante el Congreso Eucarístico celebrado en aquella ciudad en mayo de 1938: "Paz, sí. Pero cuando no quede un adversario vivo", el padre Vendrell, S.J., diría, no mucho después, a los republicanos prisioneros que iban a ser fusilados de madrugada: "No tened miedo, porque los moritos tienen muy buena puntería y no os harán ningún daño", y agregaba con fervor: "Vosotros sí que sois bienaventurados, puesto que conocéis el momento exacto en que ha de veniros la muerte, y así podéis poneros en paz con Dios, que es lo único que debe importaros". Tan cínico y piadoso consuelo no silenció el comentario que ya era un estrépito entre los sombríos muros de la cárcel: "El padre Vendrell, lleva un crucifijo del nueve largo bajo las sotanas". Y aquellos testimonios y comentarios se publicaron en 1978 y dejaron a cuadros a quienes sostenían que "el padre Vendrell era un santo". ¿Qué hubiera hecho Ratzinger con un personaje tan perverso? Si el padre Vendrell, S.J., llevaba un crucifijo del nueve largo bajo las sotanas, Benedicto XVI ya tiene una espada de oro y piedras preciosas, regalo de un rey saudí, como nos recordó Maruja Torres en su columna del jueves, en la que además sugería que el sumo pontífice debió de pensar: "En otros tiempos, bien habríamos podido usarla nosotros". Puede que antes, pero en la Guerra Civil, que se sepa, no usaron espadas de oro y piedras preciosas, pero sí le echaron bendiciones a los cañones y a las bombas de la aviación fascista y, que se sepa, la jerarquía eclesiástica no ha dicho aún ni pío a quienes les negaba la paz, mientras cometieran la insolencia de seguir vivos. Han beatificado a sus mártires y han cumplido, pero la soberbia les impide pedir perdón a sus víctimas. ¿Y para qué, si tuvieron la suerte de conocer el momento exacto de su muerte y los moritos tenían muy buena puntería? El padre Vendrell, S.J., tenía las cosas claras: acompañaba a los condenados al paredón y encima los bendecía. Y se quedó sin avenida. Pero nadie ha podido certificar, hasta hoy, si el crucifijo que llevaba bajo las sotanas era del nueve largo, o solo del nueve corto. Se exagera tanto.

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