Florencia vive en Bandera, Santiago del Estero. Junto a otras dos jóvenes denunció penalmente al cura Carlos Dorado por abuso sexual. Los hechos ocurrieron hace una década. Un relato sobre cómo sobrevivir al dolor, romper el silencio y dar pelea contra la impunidad de una institución encubridora de que sigue protegiendo a pedófilos. El testimonio de una de las denunciantes.
Bandera es una ciudad de doce mil habitantes, cabecera de Belgrano, uno de los 27 departamentos que conforman la provincia de Santiago del Estero. Desde hace unos meses la ciudad es noticia en los portales provinciales. Tres jóvenes denunciaron penalmente por abuso sexual a Carlos Dorado, respecto a hechos ocurridos cuando se desempeñaba como profesor y seminarista en el Instituto Monseñor José Weimann. Ellas entonces tenían 16 años.
Después de un largo proceso de silencio, dolor y mucha vergüenza, pudieron poner en palabras el calvario que pasaron en su adolescencia y por el que hoy reclaman justicia y que los culpables paguen.
“Mis ojos son los ojos de Cristo”
Florencia se encontraba cursando el secundario, cuando en el año 2009, Carlos Dorado llegó al Instituto Monseñor José Weimann, colegio perteneciente al Obispado de Añatuya. Le faltaba poco para ordenarse como sacerdote. Mientras daba clases de Antropología Cultural y Doctrina Social de la Iglesia, Dorado invitó a todo el alumnado a formar parte de un grupo misionero. “Llegó con su energía y sus ganas de cambiar la realidad de los jóvenes de Bandera”, cuenta la joven a este diario.
Si bien Florencia no era practicante, su madre consideró que sería un buen espacio de socialización. Como otras y otros jóvenes se acercó al grupo. Allí comenzó lo que, recuerda hoy, se volvería su “infierno”.
Al principio el grupo era numeroso, con el pasar del tiempo se fue reduciendo. Dorado hacía una elección de quién se quedaba y quién no, para formar lo que Florencia llama “el grupo de los elegidos”.
Como buen estratega, desde el poder que ostentaba a través de la sonata, supo generar dudas e incluso temor en las y los adolescentes. “Nos daba charlas de espiritualidad, todo centrado en el pecado. Llegué a pensar que cualquier cosa que hacía era motivo de pecado para mí. Entonces nos teníamos que confesar solo con él porque era el líder del grupo”, recuerda Florencia. La manipulación que ejercía era tal que hasta lograba romper amistades entre las y los adolescentes.
Florencia comenzó a dedicarse en un cien por ciento a la Iglesia. Reflexionó sobre la posibilidad de volcarse a la vida religiosa como le había sugerido Dorado. Le decía que ella “tenía una vocación religiosa muy fuerte, que sus ojos de sacerdote eran como los ojos de Cristo y que nunca se equivocaba”.
Los encuentros se volvieron cada vez más frecuentes y Florencia sentía que esas “direcciones espirituales” se iban desvirtuando. Allí comenzaron los acercamientos físicos, algo que le hizo mucho ruido a pesar de sentir lástima por el padecimiento que expresaba el cura debido a problemas familiares. “Él se ponía a llorar y me pedía que lo abrazara abrace. Ahí empezó todo”, recuerda aún conmovida.
Florencia decidió participar menos de los espacios de la Iglesia, sin embargo, el cura siempre conseguía que volviera. En una de esas vueltas y con la excusa de realizar la limpieza de la iglesia, Carlos Dorado abusó de ella por primera vez.
Enseguida, siguiendo el manual del cura abusador, Dorado le pidió perdón a la vez que le sugirió a ella, la abusada, que se confesara por lo sucedido. Pero como no podía hacerlo con él, terminó llevándola a Añatuya (75 kilómetros), a decirle a otro cura que tuvo “ocasión próxima con un sacerdote”, tal como él le señaló que debía decir.
Parte del abuso y la violencia psicológica que Dorado ejercía eran las mortificaciones alrededor del “pecado”, pidiéndole perdón cada vez que abusaba de ella. Y así, por temor, vergüenza y culpa Florencia calló todo durante años lo que había vivido.
Donde hay un cura que abusa, hay una iglesia que encubre
Al finalizar la escuela, Florencia se trasladó a Santiago capital. En 2012, en uno de sus viajes a Bandera, se enteró que una compañera del grupo misionero había pasado por lo mismo. Posteriormente una amiga le contó sobre los abusos que sufrió por parte de Dorado.
Todos los hechos sufridos por las tres ocurrieron entre 2009 y 2011. Finalmente pudieron juntarse, encontrarse en los relatos y tomar coraje. En abril de 2013 decidieron recurrir al obispo de Añatuya de ese momento, monseñor Adolfo Uriona, y contarle todo lo sucedido.
Uriona les dijo que les creía y que iba a iniciar una investigación canónica. De ese proceso interno participaron sacerdotes de Salta y de Buenos Aires.
Luego de un año y tras insistir a las autoridades de la diócesis, recibieron la resolución del juicio eclesiástico: Dorado había sido encontrado culpable pero, al reconocer los hechos y mostrar arrepentimiento, le impusieron una pena expiatoria que consistía en no volver a Bandera de manera perpetua, no oficiar como párroco por el término de 10 años, no confesar a niños y adolescentes por el término de un año y un retiro espiritual por seis meses. Recién en 2017 las jóvenes denunciantes pudieron pudo obtener una copia de la resolución.
Sin retirarle el estado clerical pese a reconocer los delitos que había cometido lo perdonaron. “Nosotras no podíamos creer lo que estaban diciendo porque sabíamos que nunca se había arrepentido”, dice Florencia con bronca. Ellas buscaban respuestas, pero para el arzobispo estaban incurriendo en un “ensañamiento” contra el sacerdote.
Como suele suceder, la sanción no fue otra cosa que papel mojado. Las víctimas supieron que Dorado mantiene contacto con niños y adolescentes en la localidad de Santos Lugares, lugar donde fue trasladado. También supieron que imparte misas de forma virtual por la pandemia. “Fueron estratégicos en mandarlo ahí, es un paraje chiquito, con gente sumisa, donde la máxima autoridad es la Iglesia”, describe Florencia.
La iglesia, fiel a su estilo, abofeteó a las víctimas siguiendo el camino que más conoce: silenciar, encubrir, ocultar y trasladar a sus protegidos.
La hora de la Justicia
Florencia y sus amigas, intentaron salir adelante. En 2016 conocieron a la Red de Sobrevivientes de Abusos Eclesiásticos. “Fue el puntapié para empezar el proceso penal”, manifiesta hoy.
Entre agosto de 2019 y julio de 2020 las tres amigas realizaron la denuncia penal. La fiscal que entiende en la causa, Andrea Darwich, dio lugar a las denuncias e imputó al párroco por abuso sexual agravado por su condición de sacerdote.
Florencia sabe que su pelea no es solo por ella y sabe que su historia y su pedido de castigo es un grano de arena en la visibilización de los crímenes que se cometen y esconden bajo la sotana. “Hoy se está conociendo cada vez más. Hacerlo público y ponerlo en palabras es un paso muy importante, es el primer paso para empezar a sanar”, dice con firmeza.
Ella ya no tiene ningún vínculo con la Iglesia y asegura que en breve realizará el trámite de apostasía; no quiere tener nada que ver con una institución que en todas partes del mundo encubre de la misma manera. “No conozco a ningún sacerdote que haya hecho algo contra el sistema de abusos. Si se cubren entre ellos es porque todos tienen algo que esconder”, sintetiza Florencia.