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Te Deum y democracia

Tenemos la obligación moral y política de acabar con aquellas costumbres que conculcan los derechos de alguien. 
Según han ido avanzando los principios democráticos, han desaparecido costumbres que los contradecían. Estamos ante un caso así.

La democracia es una forma de organización de la sociedad que aspira a ser justa, a que sean respetados los derechos de todas las personas en condiciones de igualdad. Es cierto que, en la práctica, nunca se da de forma perfecta y, por eso, vivir en democracia es vivir siempre en tensión para detectar y subsanar aquellas situaciones en las que los derechos de alguien sean conculcados.

Bajo esta perspectiva, toda la población de Valencia puede sentirse satisfecha ante la noticia de que el ayuntamiento suprime el Te Deum que se ha venido celebrando el 9 d´Octubre. Sin duda, se trata de una buena noticia ya que hace más justo nuestro sistema democrático: el gobierno municipal ha sido elegido para gobernar a toda la población y, sabemos, que ésta es plural en cuestión de creencias y convicciones y todas ellas han de ser tratadas en condiciones de igualdad por sus gobernantes. Así lo establecen los artículos 14 (igualdad de todos) y 16.3 (aconfesionalidad de los poderes públicos) de la Constitución. Un acto de un credo concreto no puede representar a las personas de otros credos ni a las que no se adscriben a ninguno.

Felicidades, pues, a los munícipes que han tomado la decisión y, sobre todo, a toda la ciudadanía de Valencia ya que con ella, aunque sea un pequeño paso, nos acercamos al ideal democrático de una sociedad laica en la que todas las instituciones públicas garanticen la libertad de conciencia de todos y actúen siempre con absoluta neutralidad en cuestión de creencias.

Llama la atención, entonces, la enorme polvareda que esta decisión ha levantado cuando, en realidad, con ella el consistorio sólo ha cumplido un mandamiento democrático: representar a toda la ciudadanía. El llamamiento que el alcalde Joan Ribó ha hecho a la unidad en la celebración hay que entenderlo como un intento de resaltar aquello que une a toda la población: los principios y valores democráticos, especialmente los de libertad e igualdad. Al mismo tiempo, se invita a obviar en el espacio público aquello que nos separa, lo particular, como es el caso de las creencias religiosas: cada persona goza de libertad para adherirse a la que crea oportuna, o a ninguna.

¿Dónde está entonces el problema? Quienes reclaman el Te Deum y que la bandera vaya a la catedral apelan a la tradición. Pero es bien sabido que hay tradiciones que por ser ética y políticamente inapelables merecen ser conservadas. En cambio, tenemos la obligación moral y política de acabar con aquellas costumbres que conculcan los derechos de alguien. Según han ido avanzando los principios democráticos, han desaparecido costumbres que los contradecían. Estamos ante un caso así. Cada persona es libre de abrazar el credo y practicar el culto que quiera. Pero debe ser descartada para siempre por anacrónica, por injusta, la pretensión de que alguien pueda imponer a toda la sociedad sus creencias y sus prácticas religiosas.

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