Las fotografías guardadas del franquismo suelen captar momentos trascendentales en la vida de un antepasado. La boda de unos abuelos, el picnic que inaugura la primavera o el primer viaje al pueblo en un radiante Seat 600 para trasegar en Navidad.
En cambio, el ejercicio que propone David Pallol en Tipismo franquista: recuerdos de una sociedad perdida es el de darle contexto a esos momentos personales e intransferibles. Mediante un exhaustivo trabajo, el historiador ha logrado recabar hasta 500 retratos que sirven para complementar memorias en blanco y negro.
«He querido enfocarlo desde un punto de vista popular. Salvo un capítulo –el primero, La España uniforme–he presentado el franquismo desde las figuras de la calle, las que lo padecieron día a día», cuenta el escritor.
La nostalgia del pasado suele confundir y convierte lo que se fue en bonitos recuerdos. Tipismo franquista consigue evitar que la memoria endulce el ayer, marcado por la pobreza, la escasez y el silencio. «La gente joven que vota a Ciudadanos y a Vox tiene idealizado el franquismo, pero aún en los 70 éramos un país pobre, nos salvaron los fondos europeos», apunta el autor.
La nueva obra de Pallol, que también ha escrito sobre la huella del fascismo en la arquitectura de Madrid, expone casi para neófitos los rasgos, peculiaridades y momentos icónicos del régimen; un libro que trata desde la División Azul hasta los niños traperos que separaban la basura y que tiene tanta documentación que bien valdría como manual en institutos o como iniciación para extranjeros.
Esta obra pretende, también, servir de guía hacia otros productos culturales, películas y publicaciones; no deja de ser una pequeña enciclopedia sobre el régimen: «Algo hay de eso, pero hay mucho tabú y es difícil trabajar de esta manera. He querido reflejar en el libro la realidad de todo un país, que se sufrió igual en todos lados, pero no hay medios para digitalizarlo todo».
La labor expeditiva de Pallol ha escarbado hasta llegar a imágenes tan crueles como niños mendigos pegados a una lumbre callejera u otras tan nuestras como las piperas de la Plaza Mayor de Madrid. Instantáneas emocionantes sobre los oficios que solo existían porque la pobreza se había acomodado en España y que poco a poco abandonaron los mercados en pro de una industrialización y un progreso tan apabullante como incuestionable. La democracia trajo inversiones y las inversiones dieron puerta a negocios más propios del Lazarillo de Tormes que del siglo XX.
Pallol reconoce un leitmotiv en las fotos seleccionadas. Ha querido resaltar a las mujeres, tejedoras de la memoria: «Nuestras abuelas, madres, tías… Media España se quedó con el culo al aire, hubo depuraciones masivas y hubo que buscarse las habichuelas. Entre el marido preso y el marido fusilado…, tiraron para adelante como pudieron. Es un papel no reconocido todavía, fueron luchadoras natas, unas leonas».
Al hojear el libro es habitual toparse con mujeres falangistas, muchachas en busca de trabajo o madres al cargo de familias. Una manera de hacer justicia al silencio al que fueron condenadas, al ostracismo de teja y mantilla.
La verbena, la religión y el porno
Fortuna mediante y fruto, en parte, de llegar donde nadie ha llegado, Pallol asegura que ha tenido entre sus manos verdaderos tesoros del franquismo. En las manos equivocadas en el momento adecuado habrían supuesto auténticas crisis de Estado. «He tenido que hurgar y me he llevado sorpresas. Encontré fotos porno hechas para los capos del régimen, realizadas por Santos Yubero, fotógrafo del franquismo por excelencia. Si las ves, son bastante explícitas, lo que muestra que bajo ese manto nacionalcatólico había mucha hipocresía», relata. El lector más curioso debe saber que éstas imágenes no han sido integradas en la obra.
Tal vez la estética del ámbito católico ha sido el que menos se ha transformado. Las fotos de los niños de comunión, las misas y las procesiones mantienen el mismo dramatismo casi 80 años después. Modificar un belén navideño es todavía un sacrilegio y alabar a gritos a la virgen en Semana Santa continúa como costumbre imperecedera. El franquismo trajo la religión para dejarla, y el paso del tiempo confirma que aunque el catolicismo ha abandonado gran parte del terreno que había conquistado, las maneras de rendir culto durante el régimen dictatorial –según las imágenes recogidas en el libro– se han conservado hasta nuestros días.
Ante la cafrada de la semana que regala cualquier político se tiende a citar a Berlanga, pero el auténtico Luis García Berlanga, el que retrató su época con humor y agridulce cariño, se encuentra resumido en pequeñas píldoras en esta obra. De la Guardia Mora a las giras circenses de las Hermanas Colombinas –dos mujeres obesas que se exponían como animales exóticos– pasando por Las monjitas del Jeep, que publicaron disco en 1967.
El autor encuentra el cambio más drástico en «la desaparición de sotanas y uniformes», sintomático de la desacralización que ha atravesado España. Pero en costumbres que se mantienen, en cambio, identifica la fiesta y la jarana, tal vez el concepto bajo el que toda la península se siente unido: «La verbena del pueblo sigue siendo la verbena: la gente se emborracha y baila agarrado», confiesa con humor Pallol.
Un «aguero negro» tópicos, comida e información
Pallol reconoce que lo verdaderamente complicado ha sido pelear contra la escasez de información y define los años 50 y 60 como un «agujero negro». «No se desclasifican documentos, así que es muy difícil desentrañar una época cuando todo el rato te encuentras negativas», comenta, para luego reconocer una brecha entre autores que investigan la dictadura de Francisco Franco. «La España oficial sigue existiendo y nos sitúa a gente como a mí en tierra de nadie, porque operamos al margen y no tratamos el franquismo desde la versión oficial», relata.
Las imágenes se suceden pero abundan del final de la guerra y de los últimos años del régimen, que ya dejaba entrever visos de europeísmo progresista. Las minifaldas y las vedetes muestran que los ciudadanos caminaban a un ritmo mucho más acelerado que el Gobierno, que se quedó anclado en los años 40.
Pero aunque escaseen las imágenes, el hambre de la época debe ser inolvidable. «Cuando un pobre come jamón, o está malo el jamón o está malo el pobre», dice un dicho español sobre el embutido español por excelencia, un lujo al que los comunes solo tenían acceso en forma de sopa cuando yacían enfermos. Este refrán, recogido en el libro, quiere servir de mensaje a recordar de estos años: «El hambre que se pasó marcó a todo el país. Cuando mueran nuestros padres y abuelos, el recuerdo del hambre se olvidará. Mi padre está obsesionado con la comida. Por ejemplo, un yogur no te lo podías comprar en causas excepcionales», apunta.
La idea original que hace atractiva esta obra es la que terminó por obsesionar al autor: evitar las figuras tópicas. Marisol, Carmen Sevilla o Alfredo Landa quedan relegados a un segundo plano en favor de retratos anónimos, irreconocibles y del todo prescindibles. Un objetivo tan ambicioso como complicado a la hora de recoger grandes panorámicas de las ciudades, siempre ocupadas por carteles de artistas y toreros.
Este libro es capaz de transmitir la esencia de la dictadura franquista, que siempre se movió entre clichés y ocultismo institucional; de los «sabañones y aceite de ricino» que cantaba Joaquín Sabina al garrote vil. Pallol confiesa, con algo de dramatismo, que hay fases de la dictadura de las que no se podrá escribir, porque hay episodios que no se han logrado superar: «Hay un franquismo que no se ve pero que está por todas partes».