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Sin noticias del más allá. Conversaciones con una atea, un librepensador y una laicista

Con indiferencia y hastío. Así viven muchos ateos, laicos y librepensadores la Navidad y toda la religiosidad que la rodea. A menudo pura performance y estrategia de marketing para que las nuevas catedrales del entretenimiento espiritual, los centros comerciales, dulcifiquen las almas. Todo es una mera evolución de los valores humanos. También lo sagrado. La humanidad celebró desde antiguo el solsticio de invierno, la victoria del sol y del día sobre la noche, que empieza a crecer entre el 20 y el 23 de diciembre en el hemisferio norte. En la antigua Roma, por ejemplo, se celebraban las saturnales. Se veía y se co-mía con ahínco. Y hasta los esclavos eran invitados, por un día, a la mesa del amo. Como en las cenas de em-presa de este tiempo.

Con el catolicismo todo pasó por el filtro de la Iglesia. El mesías llegaba con el sol, un 25 de diciembre. Y se aplicó un barniz divino. Tomás de Aquino cristianizó a Aristóteles y Agustín de Hipona a Platón. Después fueron santos. El pensamiento se volvió sagrado y lo irracional se convirtió en mito. Tantos siglos, tantas capas. Ateos, laicos y librepensadores abogan por practicar el nudismo intelectual. Los primeros niegan la existencia de Dios. Los segundos luchan por una separación real entre la Iglesia y el Estado. Los terceros practican la libertad de conciencia con añoranzas a la Francia del siglo XVIII, la Ilustración y la Enciclopedia.

Los últimos datos del CIS (Centro de Inves-tigaciones Sociológicas) afirman que el 25% de la población española se define como no creyente frente al 70,9% que se reconoce católica, aunque sólo un 14,2% va a misa en domingo y festivos. Otra cifra oficial alarma y enfada a los laicos: 11.300 millones de euros, el 1% del PIB, con que el Estado financia a la Iglesia con dinero público. Todo pese a que España es, según su constitución, un Estado aconfesional. Un sofisma, ya que, además, se mantiene el concordato con el Vaticano, algunos ministros juran el cargo ante un crucifijo y el código penal aún habla del delito de blasfemia.

Eso y conmemorar el Día Internacional del Laicismo y la Libertad de Conciencia, el 9 de diciembre, entre belenes y villancicos en las escuelas públicas, ambulatorios y organismos oficiales. Y no se trata de amargarse la Navidad, ya que los no creyentes también la celebran aunque no la llamen así. Como las bienvenidas a la vida que son los bautizos de los católicos o la entrada a la adolescencia que serían las comuniones. Quitar las capas y volver al origen, a lo intuitivo, a lo racional. A la libertad, en definitiva.

La Marea ha charlado con una atea, un ma-són y un laico. Que nadie espere noticia alguna desde el más allá.

AMPARO ARIÑO Doctora en Filosofía y miembro de AVALL (Asociación Valenciana de Ateos y Librepensadores)

«El ateísmo es un vía directa a la libertad»

Treinta años de docencia le han dejado la garganta y los bronquios al límite. No por debilidad, sino por pasión pedagógica. Nada que no suavice una infusión de jengibre y regaliz con un cacito de miel. “Hablo mucho, muy rápido, disfruto en clase”, asegura esta profesora de Historia de la Filosofía por la Universitat de València, ahora prejubilada, pero capaz de ofrecer, frente a una mesa de café, una lección sobre filósofos presocráticos y el existencialismo de Sartre y Simone de Beauvoir. Todo para encontrar raíces y razones en el ateísmo, “una vía directa hacia la libertad y la autonomía”.

Y eso es el saber. Sapere aude, atrévete a saber, según la filosofía kantiana. Una audacia que Ariño practicó desde joven. “Poco a poco te vas desengañando de la religión”. A los 14 años, tras la misa, abordó al cura en la sacristía de tan indignada por una homilía con exaltaciones al dolor, el sufrimiento y la fatalidad. “¿De verdad cree que Dios quiere que seamos infelices?”, reprendió a un sorprendido párroco. Y así, de uno en uno, fue ascendiendo todos los escalones del pensamiento hasta el abismo. “El cielo está vacío, estamos solos”, recita uno de los diálogos de Las Moscas, de Sartre.

Un espacio deshabitado que el ser humano ha ido llenando con voluntad de control social, castigo y consolación. Esa sería la esencia de la religión y del poder civil, dos elementos que, según Ariño, siempre van de la mano. Algo que ya inquietaba a los sofistas, entre los siglos V y IV antes de Cristo. “Eran racionalistas y materialistas y entendían el hecho religioso como algo social, determinado por factores políticos y económicos”, explica Ariño y añade: “Lo sobrenatural quedaba aparte”.

Por ejemplo, Protágoras ya se declaró agnóstico e incapaz de determinar la existencia o no de los dioses: “Me lo impide la oscuridad del tema y la brevedad de la vida humana”. Y apuntó a que si los leones y caballos tuvieran manos, pintarían a sus dioses con forma de caballos y leones. Pródico escribió que la religión diviniza lo que el ser humano precisa para sobrevivir. Como el pan. Y por eso Celes era la diosa de los cereales. O Trasímaco, otro sofista, mostró el mismo desdén hacia los dioses que los dioses podían mostrar, teóricamente, hacia los humanos: “Si existen, no les importamos, ya que, de lo contrario, no habrían descuidado el mayor de los bienes, que es la justicia”, parafrasea Ariño.

Y en la cumbre de la intromisión y la lucidez hallamos a Platón, quien en Las Leyes describió la ciudad y de qué forma la religión debía ser una cuestión exclusiva del Estado, con sus dioses reglados, sus fiestas de guardar y la represión, hasta el exterminio llegado el caso, de los incrédulos. “Para Platón, los principales enemigos eran los ateos que eran buenos ciudadanos, el mal ejemplo siendo un buen ejemplo”. Su República era totalitaria, alienadora, pero con elevadas dosis de eficacia política. Las mujeres debían participar de la política para no desaprovechar a la mitad de la población. Y los gobernantes vivirían bien, pero sin propiedades privadas. “No se fiaba en absoluto e intuía lo que está sucediendo ahora”, añade Ariño sobre la corrupción institucionalizada.

“La libertad es responsabilidad y ésta nos angustia, pero al mismo tiempo es esa libertad lo que nos permite construir nuestra propia existencia, sin una esencia previa que nos determine, ni unas leyes divinas que nos obliguen”, relata en un salto de siglos hasta la Francia del mayo del 68. Una idea que recorre las tres décadas de docencia abriendo mentes frente al miedo y la superstición, educando hacia la libertad. El conocimiento, la duda y la curiosidad. El único más allá posible de la filosofía, el más ateo de los saberes.

LUIS PLA  Venerable Maestro de la Logia Blasco Ibáñez

«Ser masón me ha enseñado a escuchar y racionalizar»

Luis Pla llegó a la masonería desde el anarquismo. En concreto la CNT, sindicato al que estuvo afiliado. Y sucedió cuando supo que su admirado Francesc Ferrer i Guàrdia, pedagogo y librepensador, había sido masón. “Si él lo fue, algo bueno debe de tener la masonería”, se dijo hace 11 años, cuando contactó con la logia a través de un foro de Internet. Pla explica que al principio le chocó la simbología, aquello de las velas, la escuadra y el compás presidiendo el taller y el mandil, los guantes y la banda. Una indumentaria que ahora utiliza de manera natural. “No tiene ninguna connotación esotérica, sino como herramienta de comunicación y ritual para dejarse los metales fuera”, advierte.

Los metales son los prejuicios y la tenida, la reunión. Los hermanos, los miembros, trazan sus planchas o temas escritos para debatir. Se habla del mazo y el cincel, de la rectitud que impli-ca la plomada. Y se pasa la llana para domesticar los conflictos. Palabras clave, referidas a los masones primitivos, los constructores de las catedrales medievales. Todo para edificar un orden moral muy arraigado a la Ilustración, el enciclopedismo y el librepensamiento que se agitó y agigantó durante la Revolución Francesa.

“Libertad, igualdad, fraternidad y laicismo son valores de gran vigencia”, así sintetiza Pla la hondura de un universo masón no exento de corrientes y laberintos. La Blasco Ibáñez es una de las 12 logias españolas federadas al Gran Oriente de Francia, con 52.000 miembros y unas 1.200 logias. Los llamados francmasones son más abiertos, los grupos son mixtos y los temas sociales han ganado importancia. Pero también están la Gran Logia Simbólica de España, la Gran Logia Femenina y El Derecho Humano. Y enfrente, la Gran Logia de España, más dogmática, sólo masculina y en un 95% conformada por jubilados británicos afincados en la costa. “Ni nos hablamos con ellos ni nos reconocemos mutuamente”, sostiene Pla.

Desde la logia Blasco Ibáñez se pretende romper con ese estigma esotérico que envuelve a los masones. Los premios de laicidad, que otorgan cada año, han ayudado a disipar la niebla. En 2016 galardonaron a Joan Ribó, alcalde de València, tras impedir que la Real Senyera, la bandera de la ciudad, entrara en la catedral durante la procesión cívica anual y por recibir en el balcón a las tres magas republicanas que encarnaban los valores esenciales del pueblo de París en aquel 14 julio de 1789 que puso fin a la Edad Media.

“Vivimos un boom de solicitudes”, se refiere Pla a los 12 miembros en lista de espera que deben pasar tres entrevistas personales y después otra frente a todos los hermanos de la logia, unos 40. “Tratamos de evitar el calentón, ya que ser masón no es ni mejor ni peor, sino una manera de crecer, de racionalizar, de escuchar”. “No somos secretos, sino discretos”, añade sobre las reuniones un par de veces al mes, donde el rito es un elemento como cualquier otro para crear una atmósfera. “¿No es acaso un rito reunirse una vez a la semana para comer la carne de alguien y beberse su sangre?”, devuelve Pla la pregunta. “No nos comemos ni bebemos a nadie”, insiste, pese a reconocer que cuando van a los institutos nunca falta la pregunta: “¿Pero podéis comer de todo?”.

JOSÉ GARRIGÓS Presidente de Cullera Laica

«Nací católico por obligación y moriré laico por convicción»

La frase suena solemne en el viejo casino republicano de Cullera, local de la banda de música Santa Cecilia. Son palabras pronunciadas con intención, muy bien entonadas. Una voz cavernosa de garganta esculpida por el tabaco. Y un rostro de árbol, las arrugas limpias y una mirada sin más fe que en el ser humano. Ese es el verdadero oficio de José Garrigós: ser humano. A él se dedicó desde que, con seis años, quedó huérfano de padre y abandonó la escuela para repartir levadura y confitura de calabaza y membrillo. Después fue distribuidor en carro de sifones, limonadas y barras de hielo, albañil, operario en un almacén de naranja, fotógrafo, carpintero nueve años en París y mago.

En el bolsillo de la chaqueta lleva una baraja española y la chiquillería del pueblo le sigue pidiéndole trucos. Un mago que trabaja para magos. “Cosas para que ellos aparenten que hacen sin hacer”. Como esas cajas que parten en dos los cuerpos sin que sea así. Una fantasía. “Como Dios y la creación ¿Quién se puede creer que el mundo se hiciera en seis días?”. De hecho, a Garrigós, los curas le parecen, y no es despectivo, meros prestidigitadores. Como él los domingos, cuando a la paella le sigue la cazalla y los amigos le piden que convierta en real lo que no existe. Pura misa fraterna.

¿Y cómo hacer desaparecer lo que sí existió? A Garrigós los ojos le lloran y le ríen cuando recuerda a su madre, “socialista de una pieza”, con sus alpargatas rotas y su hambre de madrugada para que la poca comida de casa llegara a la boca de su hijo Pepe. Y si la vida fuera magia, a Garrigós le resbalarían por la manga, por el camal del pantalón, como una deyección de vida turbia, aquellas bocinas en los campanarios llamando al templo, las beatas tocando a las puertas y la Guardia Civil apostada en los puentes de madera y de hierro que cubren el Xúquer. “¡Levantaros cullerenses, eso que llueve no es nada, sino las lágrimas de la Virgen porque no venías a verla!”, recita el recuerdo de los altavoces durante la posguerra. “Cullera era muy anarquista y aquí se aplicaron a evangelizarnos”, explica Garrigós.

Y es por eso que no soporta que la procesión del santo siga pasando por su puerta en Semana Santa ni que en verano, en la parroquia de San Antonio, otros altavoces reproduzcan las misa en la calle para que los turistas la oigan mientras suben al castillo. “No soy anticlerical ni voy en contra de ningún pensamiento. Que vayan a misa, pero sin imponerla”, protesta Garrigós, uno de los fundadores de Cullera Laica, con 20 años de historia, una treintena de activistas y una pródiga biografía de acciones hasta convertirse en una especie de conciencia racional de la localidad. “Aquí no hay símbolos franquistas, tenemos una escuela laica y ahora nos han aprobado una sala en el tanatorio sin símbolos religiosos”, expone Garrigós.

“Son cosas que han ido viniendo poco a poco”, insiste sobre el trabajo asociativo, pero también sobre su evolución personal. 76 años de tránsito entre la imposición y la libertad. “Moriré laico. Y ateo”. Palabra de viejo mago.

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