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Sin conclusiones. Los velos de las Iglesias

Si uno las detiene en la retina reflexiva, las imágenes casi nunca valen más que mil palabras. Tarea nada fácil, salvo que uno sea un televidente pasivo. Si no, hay que adoptar la actitud del galgo ante la liebre, estar a la que salta para no comulgar con ruedas de molino. Hace bien poco y en medio de la banalidad de un telediario canario, contemplé la inauguración del primer centro comercial en la capital de Fuerteventura. Hasta ahí todo muy bien, un símbolo más del desarrollo económico de los majoreros. Lo que me llamó la atención, lo que se pegaba de bofetadas con la modernidad laica, era la presencia de un sacerdote bendiciendo las instalaciones. Supongo que los empresarios, dueños de una treintena de tiendas, desconfían tanto del sistema capitalista, tan temporal y terrenal él, que recurren a la Iglesia católica, tan eterna y celestial ella. Bajo su manto se amparan, por si fallan las reglas de la oferta y la demanda. Lo que la Iglesia española une en la tierra, no lo separa ni el más poderoso dios económico en el cielo. A veces, una simple instantánea es la mejor demostración de las corrientes profundas que empapan a una sociedad. Como es sabido, nuestro país no es, legalmente, laico. Es aconfesional y no está previsto que siquiera la izquierda se plantee la revisión de la Constitución en ese sentido. El Concordato con el Vaticano tiene un tonelaje histórico que no es fácil de adelgazar. Todo lo contrario, me temo, dado el peso creciente que los delegados del Vaticano están adquiriendo en el país del PP. Aun así, es decir, aun no habiendo encarnado el laicismo en nuestro esqueleto legislativo, la visión de un cura inaugurando un hipermercado o una nueva sede industrial –escena frecuente en los medios de comunicación– me retrotrae a una España que no cesa, al nacionalcatolicismo de tan infausta memoria y tan creciente actualidad. Hemos avanzado –bastante menos de lo que pregona el aparato propagandístico gubernamental– por la senda de la prosperidad económica y hemos adelantado mucho por la carretera de la tolerancia y demás valores y respetos cívicos. La sociedad española poco tiene que ver con la preconstitucional. Sin embargo, la presencia de la jerarquía eclesiástica en la vida civil se ha incrementado de forma notoria. No intramuros de la fe, no en el ámbito de los templos, sino en la calle de todos. Es el velo de la Iglesia católica que trata de tapar nuestra cara real.

Otros velos preocupan a los franceses. Mientras en España seguimos sintiendo el aliento católico en el cogote de la ciudadanía, en Francia la presidencia de la República, parte de la derecha y la izquierda y un significativo movimiento de mujeres se afanan en promulgar una ley que reafirme el laicismo del Estado. La urgencia legal viene promovida, sobre todo, por la necesidad de frenar el uso del velo islámico en las aulas –en su interior, todos iguales– y en la Administración pública. Se trata de poner un pilar más en el edificio de los valores republicanos, consensuados ya por su historia política. El problema no es el mismo en los dos países, pero el origen religioso sí. Allí la separación legal entre la Iglesia y el Estado está a punto de ser centenaria. Sin embargo, los representantes de las Iglesias cristianas en Francia empujan todo lo que pueden, se oponen al proyecto de ley y tratan de dinamitar ese nuevo dique laicista. Su argumento (?) se resume en el peligro que supondría crear mártires islámicos. Si se prohíbe o no se regula el uso del velo femenino, los islamistas, sermonean los prelados, harán de ello un banderín de enganche para engrosar las filas del fanatismo. Esa cerrazón puede llevar –¡paradojas de la historia!– a un frente islámico-cristiano en su lucha contra el Estado laico, cimiento hormigonado de la sociedad francesa. Al querer proteger algunos de los privilegios que aún le quedan a la Iglesia católica –capellanías en prisiones y hospitales, por ejemplo–, a los obispos franceses no les preocupa excavar una trinchera en el campo cívico de esa nación. Con la acostumbrada generosidad histórica de que ha hecho gala cualquier religión institucional e institucionalizada, la actitud de la Iglesia católica francesa puede tener dos consecuencias, a cual más peligrosa. Por un lado, mina las leyes de la República y por otro desmoraliza el combate por su emancipación que las mujeres sostienen en el mundo musulmán. En un país que alberga a unos cuantos millones de creyentes en la doctrina de Mahoma, retroceder en esa lucha es darle alas al fundamentalismo.

Son dos historias diferentes y una misma iglesia verdadera. La sociedad francesa trata ahora de solucionar un problema de integración social. Por su parte, la Conferencia Episcopal española con Rouco Varela al frente sí que es como un velo del pasado, un revival de naftalina (dicho sea con el permiso reglamentario de Grandes, el diputado del PP, autor de tan olorosa metáfora).

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