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Ruido de báculos

España ha pasado del ruido de sables al de báculos. A algunos portadores de este símbolo de poder, más terrenal que espiritual, se les ha visto por ciudades levíticas como San Fernando o Jerez. Rodeados de sus turiferarios y escribas para volver la historia del revés, como en Jerez, y presentársela así al pueblo incauto, los prelados blanden amenazantes sus cayados contra el “peligro” de un Estado laico y republicano.

Quizá busquen a un caudillo como Dios manda que les devuelva, por las buenas o por las malas, sus antiguos privilegios y así poderlo incensar con delectación, como lo hacía con Franco el obispo de Madrid, Leopoldo Eijo y Garay, apodado el Obispo Azul por su identificación con la Falange. “Nunca he incensado –le decía el prelado a Franco– con tanta satisfacción como ahora lo hago con V.E.”. A un caudillo que firme sentencias de muerte tomando chocolate con picatostes, como Franco, que deje a la Iglesia decidir cuál es el mejor momento para administrar el sacramento de la extremaunción a los condenados. “Después de la primera descarga, antes del tiro de gracia”, prescribía uno de los más famosos canonistas y moralistas de los tiempos de la Cruzada y siguientes, el sacerdote jesuita Eduardo Fernández Regatillo. Y es que, tal como arengaba el catolicísimo José María Pemán –por algo está enterrado en la catedral de Cádiz–, hay que despejar el camino de mala hierba. “Los incendios de Irún –relata Pemán en sus Arengas y crónicas de guerra–, de Guernica, de Lequeitio, de Málaga o de Baena, son como quema de rastrojos para dejar abonada la tierra de la cosecha nueva. Vamos a tener, españoles, tierra lisa y llana para llenarla alegremente de piedras imperiales”. Pero, ojo, “la violencia no se hace en servicio de la anarquía, sino lícitamente en beneficio del orden, la Patria y la Religión”, como apuntaba el arzobispo de Zaragoza, Rigoberto Doménech. Tal vez busquen a un caudillo victorioso que ofrezca nuevamente su ensangrentada espada al primado de España y la deposite a los pies del Santo Cristo de Lepanto, a otro enviado de Dios a quien concederle otra vez la Orden Suprema de Cristo. Qué menos. A un caudillo, en definitiva, que los deje imponer –sin que nadie ose apelar a la objeción de conciencia– el otrora obligatorio Catecismo patriótico español, del sin par fray Albino González Menéndez-Reigada, quien decía de Franco que era el “hombre providencial, elegido por Dios para levantar España”, que los enemigos de España eran, entre otros, “el liberalismo, la democracia y el judaísmo” y que “con la gran Cruzada esos enemigos” habían “quedado vencidos, pero no aniquilados; y ahora, como sabandijas ponzoñosas”, se escondían “en mechinales inmundos para seguir desde las sombras arrojando su baba y envenenando el ambiente”. Y es que, claro está, “el conocimiento de los dogmas y de la moral católica, debe imponerse por la coacción y por la fuerza”, según decía el monárquico y ultracatólico ministro de Educación Nacional, Pedro Sáinz Rodríguez, cuya amistad con Franco no lo libró de ser destituido por éste cuando se enteró de que utilizaba el coche oficial para ir a casas de lenocinio.

Expuesta esta pequeña muestra (no tengo espacio para más), se me hace muy pesado de digerir eso que dice monseñor Amigo –en la entrevista concedida a Información San Fernando– de que toda persona religiosa “siempre tiene un código de conducta moral muy apreciado bajo todos los puntos de vista”.

Y aunque San Fernando siga oliendo a una mezcla de sollado cuartelero y humedad de sacristía, aunque se resista a dejar de ser la Orbajosa galdosiana o la Vetusta clariniana, aunque los políticos isleños se peleen por llevar la pértiga más gorda en la primera procesión que se tercie y pierdan toda lucidez intoxicados por el humo de los incensarios, aquellos tiempos de ignorancia y oscurantismo, de modelo único y opresión eclesiástica, no volverán.

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