La adopción de los principios y valores del laicismo en la Argentina a partir de 1880 constituyó un salto fundamental en términos de avance hacia una sociedad democrática, pluralista e inclusiva.
La construcción de un Estado laico, al servicio de todos los ciudadanos, con independencia de su confesión religiosa –o de la ausencia de ella– fue una de las bases de LA NACIONalidad argentina.
Se conformó, así, una sociedad pluralista que, más allá de algunos resabios de intolerancia e intentos de volver hacia atrás en esta senda –como la instauración de la enseñanza religiosa en las escuelas públicas bonaerenses, en la década del 30–, se caracterizó por la convivencia pacífica de hombres de todos los credos religiosos o no pertenecientes a ninguno de ellos. Este proceso de integración ha sido tomado como ejemplo en el mundo. En 1918, con la reforma universitaria, el laicismo arribó a los claustros y abrió las casas de altos estudios a todos los argentinos.
Desgraciadamente, esta laicización del Estado no llegó a todos sus niveles. No pudo penetrar en la Justicia, donde sólo en los últimos años se observa un proceso de mayor pluralismo en la selección de los jueces, ni en las Fuerzas Armadas y de seguridad. Como producto de una visión conservadora, que asociaba a la Patria con el Ejército y la Iglesia Católica, las FF.AA. continuaron practicando la liturgia católica en sus actos públicos, como si ésta fuera la religión del Estado, pese a que éste es, por mandato constitucional, laico.
El artículo 2 de la Constitución establece: “El gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano”, pero no dice que lo adopta. A renglón seguido, garantiza la libertad religiosa de todos los habitantes (artículos 14, 20, etc.). La reforma de 1994 afianzó esta senda al suprimir el requisito de pertenecer a la comunión católica para ser presidente de la Nación (art. 89), eliminar la obligatoriedad de toda referencia a los Evangelios en el juramento (art. 93) y suprimir también el antiguo régimen del patronato (art. 75, inc. 22).
Pese a ello, en los cuarteles existen iglesias y capillas, se practican oficios religiosos y se impone a todo el personal militar una suerte de religión oficial en detrimento de quienes no la practican.
El vicariato castrense – desde 1992, obispado– tiene una nefasta historia en nuestro país. Surgió de un acuerdo entre el gobierno de Aramburu y el Vaticano en 1957, para “proveer de manera conveniente y estable a la mejor asistencia religiosa de las Fuerzas Armadas de la tierra, mar y aire, según su tradición desde los orígenes y sus anhelos”. La expresión usada ya nos indica la ideología que animó el acuerdo: las Fuerzas Armadas son, por tradición, católicas, cuando en realidad en un país laico deben ser laicas.
Teniendo en cuenta la actuación de los anteriores vicarios castrenses, íntimamente ligados a las dictaduras más sangrientas –como los casos de monseñor José Miguel Medina y su secretario privado, el capellán Emilio Graselli, ambos señalados por la Conadep como encubridores y colaboradores de la represión–, resulta casi natural que el ex obispo castrense monseñor Antonio Baseotto se haya manifestado partidario de arrojar al mar con una piedra de molino atada al cuello a quienes propicien la despenalización del aborto, el mismo método usado por la Armada Argentina para hacer desaparecer a sus víctimas.
Si algo define a Occidente como tal es el proceso de secularización iniciado a fines de la Edad Media y que tuvo como resultado la separación de la Iglesia del Estado, del poder espiritual y del poder temporal, como se decía en aquel entonces. Como contrapartida, el rasgo característico de las sociedades cerradas y de todos los fundamentalismos es la identidad entre el Estado y una determinada fe religiosa que se impone a todos los individuos. Sólo se admite la convivencia con otras religiones como un acto de tolerancia y no como un derecho de los súbditos de ese Estado a profesar libremente su culto.
Al contrario de la posición integrista o fundamentalista en materia religiosa, la adopción del laicismo en la sociedad garantiza la más plena libertad religiosa, ya que elimina el elemento de coacción que surge de considerar la fe una cuestión de Estado. Por ello, la mejor forma de garantizar la más plena libertad religiosa a los miembros de las FF.AA. es suprimir todo elemento de coacción, que de por sí se plantea cuando la institución asume una confesión determinada como religión oficial o de Estado.
Por ese motivo, el 16 de marzo de 2005 presenté el proyecto de ley Nº 899, de mi autoría, que acompañaron diputados de distintas bancadas, por el cual se denunciaba el acuerdo con la Santa Sede del 28 de junio de 1957, aprobado por decreto 7623/57, y sus modificaciones aprobadas por decreto 1526/92 sobre jurisdicción castrense y asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas.
Dicho proyecto constituye hoy el antecedente inmediato por ser tenido en cuenta para que se suprima el obispado castrense y que en ningún caso se requiera a los integrantes de las Fuerzas Armadas y de seguridad, sean oficiales, suboficiales, soldados o personal civil, la declaración o manifestación de sus creencias religiosas o la ausencia de ellas.
El autor cumplió tres períodos como diputado nacional por el socialismo