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¿Qué es el laicismo?

¿Qué es el laicismo?

Ponente: César Tejedor de la Iglesia

Conferencia pronunciada en el Curso de Verano “Laicismo y democracia”, en la Universidad de Santiago de Compostela (29-31 de julio de 2015)

  1. Algunas precisiones terminológicas

 La laicidad es un ideal político del Estado cuya repercusión se extiende a todas las instituciones públicas. Es comúnmente aceptado que la nota definitoria más característica de la laicidad es la separación entre Estado e Iglesias a partir de una delimitación entre el ámbito público y el ámbito privado de los asuntos humanos, y tiene por finalidad garantizar el cumplimiento de las libertades individuales en régimen de igualdad. Baste recordar la exhortación de Locke a “distinguir exactamente entre las cuestiones del gobierno civil y las de la religión, fijando, de este modo, las justas fronteras que existen entre uno y otro”[1]. El principio de laicidad es heredero de los ideales de la Ilustración, a partir de los que se va poco a poco forjando un nuevo concepto de nación como “posibilidad moral y legal”, tal y como decía Sieyès, con la finalidad de que los ciudadanos fueran en lo sucesivo “libres e iguales”[2].

Laos Vs Demos

El origen etimológico de la palabra “laicidad” es a la sazón muy instructivo. Proviene del término griego laos, que designa a todo un pueblo en tanto que unidad indivisible. Debemos distinguirlo del demos, en tanto que poder en el que arraiga la democracia. Demos hace referencia al pueblo, pero únicamente al pueblo que tiene la capacidad de participar en la escena política. Es bien sabido que el demos en Grecia sólo lo constituía una parte muy pequeña del laos. Partiendo de su origen etimológico, Peña-Ruiz ha definido perfectamente al “laico” como “el sujeto del pueblo que no es distinguido por ninguna misión, por ningún privilegio, por ningún poder sobre el prójimo”[3]. Así pues, el principio de laicidad hace referencia a la universalidad del laos. “Universalidad” (aquello que es de todos sin excluir a ningún individuo) se diferencia por una parte de “particularidad” (aquello que es de algunos) y por otra de “singularidad” (aquello que es exclusivo de un solo individuo). En este sentido, la laicidad es un principio universalista, desde el momento en que se opone a cualquier privilegio de un credo particular en la esfera pública, que por definición es la esfera de lo universal, de lo que es común a todos.

Laicismo o laicidad

En España con frecuencia se ha querido distinguir entre “laicismo” y “laicidad”. Quienes consideran fundamental esta distinción suelen argumentar que el término “laicismo” hace referencia a una ideología dogmática y violenta hacia las creencias de ciertos grupos de personas que se ampara en una serie de principios abstractos para encubrir un proyecto de dominación. Alude dicho término a las reacciones violentas que tuvieron lugar en la época de la segunda República contra el clero (quema de conventos, asesinato de sacerdotes, etc.) por parte de un grupo de radicales que manipularon el principio de laicidad ilegítimamente. Aquellos actos no fueron más que una desviación interesada del principio genuino de laicidad, cuyo anticlericalismo no pretende demonizar a ningún credo y menos aún servir de estandarte a acciones violentas de ningún tipo, sino simplemente defender y garantizar la libertad de conciencia y la igualdad de todos los seres humanos frente al enquistamiento del clero en los organismos e instituciones del Estado. Laicidad y laicismo significan al fin y al cabo lo mismo. Quienes se afanan en distinguirlos son habitualmente los que con mayor vehemencia y más interesadamente se niegan a aceptar tal principio por temor a perder los privilegios públicos que ostentan ilegítimamente, y buscan precisiones absurdas para recriminar cualquier despiste de quienes defendemos un principio universalista que acabaría con la posición ilegítima de privilegio de algunos.

  1. Los principios de la laicidad

Antes de nada, cabe señalar que el concepto de laicidad es un concepto estrictamente político. La laicidad no se basa en lo dado, en la existencia real de distintos pueblos o de distintos grupos de personas, existentes de hecho. Por el contrario, se sitúa en el nivel más elevado de la política, tratando de crear un espacio que haga posible a priori las libertades individuales de todas las personas, no sólo reales, sino también posibles. Catherine Kintzler ha señalado el carácter trascendental, en el sentido kantiano del término, del concepto de laicidad, en cuanto que “produce un espacio que está más acá del funcionamiento social real, una condición de posibilidad de la coexistencia de las libertades […], puesto que se trata de pensar, no el derecho de una persona real, sino el de una persona posible”[4]. Despejaremos muchos malentendidos si tenemos en cuenta que el problema al que hace frente el concepto de laicidad no es el de la coexistencia real de las personas tal como son o de los distintos grupos existentes en una sociedad dada, sino el de la coexistencia a priori de todas las libertades posibles en una situación de igualdad. El concepto de laicidad no es por tanto un concepto empírico (no se deriva de la observación ni busca una solución a partir de las comunidades existentes) ni tampoco un concepto trascendente (no supone ninguna referencia fuera del mundo de la experiencia natural para fundar el orden social, más que los principios que se derivan de la razón ilustrada). Se trata de asegurar las condiciones de posibilidad de un espacio público libre de toda tutela particular que de hecho no existe antes de la refundación laica. Nos sitúa por ello al margen de toda consideración empírica de la sociedad. No se trata de considerar las comunidades de pensamiento tal como existen en una sociedad dada y de construir una legislación que les permita flanquearse apaciblemente, sino de situarse más acá del hecho social. La laicidad se erige como fundadora del espacio público que debe velar por la universalidad de aquello que nos une a todas las personas, sin negar las particularidades y singularidades que nos diferencian. En este sentido, dice Peña-Ruiz, “la esfera pública no se construye por adición y yuxtaposición de colectivos, sino por la producción original de un espacio de universalidad, concretamente constituido por el interés común de todos, y fuente, en razón de su propio orden, de apertura a un horizonte desligado de los límites inherentes a los diferentes particularismos”[5]. Tal espacio de universalidad se construye a partir de tres principios fundamentales: la libertad de conciencia, la igualdad de trato de todas las opciones espirituales y la universalidad de la razón pública. Analizaremos cada uno de ellos con cierto detalle.

a) Libertad de conciencia o libertad espiritual

Es evidente que el principio fundador de la laicidad es la libertad de conciencia, que Locke estimara ya en su Carta sobre la tolerancia como corolario inmediato de la separación de Estado e Iglesia. La conciencia es naturalmente libre y por ello no puede ejercerse ninguna coacción sobre ella en nombre de ningún credo particular, pues pertenece a un ámbito totalmente impermeable a las obligaciones exteriores, que es el ámbito privado. Locke nos enseñó que la conformidad religiosa impuesta carece de valor, y que sólo puede ser valiosa la fe aceptada libremente. “La libertad de conciencia, dice Locke, es un derecho natural de cada hombre”[6]. La laicidad, a través de la estricta separación entre Estado e Iglesia, garantiza la libertad de conciencia o libertad espiritual de todos los individuos, pues restituye la conciencia, que es esencialmente libre, al ámbito privado. La laicidad no niega la dimensión de la espiritualidad humana, antes bien la hace posible dentro de los límites que le son propios.

Nótese que nos referimos a libertad de conciencia o libertad espiritual, eludiendo cualquier referencia al concepto de “libertad religiosa”. Es preciso distinguir entre religión y espiritualidad. La religión sólo es una forma en que se desarrolla la vida espiritual. Hegel ha dicho que el espíritu se desarrolla en tres formas: el arte, la filosofía y la religión. No queremos decir que Hegel tuviera razón en cuanto a las formas en que se desarrolla el espíritu, o que sólo se desarrolle en estas tres. Lo importante es mostrar que el arte, la ciencia, la filosofía, la religión representan formas de la vida espiritual en muchos casos irreductibles las unas a las otras. La religión no tiene por tanto el monopolio de la espiritualidad. Por ello, hablar de libertad religiosa para referirnos a la libertad de conciencia que pretende fundar el ideal laico no es sino una reducción inadmisible de la vida espiritual a una de las múltiples formas en las que se desarrolla. Si queremos adoptar una terminología aristotélica, podríamos decir que la espiritualidad es el “género” del que la religión no es más que una “especie”.

Lo que afirma el primer principio del ideal laico es que el carácter esencial de la espiritualidad es la libertad. No hay expresión de la espiritualidad sin libertad. Por eso, la separación laica consiste en un proceso de emancipación de la conciencia en cuanto se abre un espacio para el libre desarrollo de dicha espiritualidad. El problema del carácter privado de los distintos credos religiosos no es más que un aspecto de la cuestión de la laicidad, a pesar de que ha sido tenido habitualmente por el problema principal. En nuestro país, ya ha sido denunciada esta reducción de la cuestión de la laicidad al “problema religioso” por uno de los más eminentes defensores del laicismo, Manuel Azaña, quien en aquel afamado discurso del 13 de octubre de 1931 ante las Cortes Constituyentes, recordado por la solemne afirmación “España ha dejado de ser católica”, el todavía ministro de guerra decía: “Yo no puedo admitir, Sres. Diputados, que a esto se le llame problema religioso. El auténtico problema religioso no puede exceder de los límites de la conciencia personal, porque es en la conciencia personal donde se formula y se responde la pregunta sobre el misterio de nuestro destino. Este es un problema político, de constitución del Estado, y es ahora precisamente cuando este problema pierde hasta las semejas de religión, de religiosidad, porque nuestro Estado, a diferencia del Estado antiguo, que tomaba sobre sí la curatela de las conciencias y daba medios de impulsar a las almas, incluso contra su voluntad, por el camino de su salvación, excluye toda preocupación ultraterrena y todo cuidado de la fidelidad, y quita a la Iglesia aquel brazo secular que tantos y tan grandes servicios le prestó. Se trata simplemente de organizar el Estado español con sujeción a las premisas que acabo de establecer”.

Desde este punto de vista, es preciso denunciar, por ejemplo, como injusta y discriminatoria la Ley Orgánica de Libertad Religiosa, aprobada en 1980, vigente en España, y que aún hoy está pendiente de una revisión que se ajuste a los principios laicos del Estado. Cualquiera que lea con sentido crítico esta ley se dará cuenta de que el tipo de Estado que está a la base no es un Estado laico, sino más bien un Estado pluriconfesional, incompatible con la propuesta constitucional en la que se define a España como un Estado aconfesional. En esta ley se sustituyó cínicamente el concepto universal de libertad de conciencia (en el que sí se verían reflejadas todas las opciones espirituales posibles que pueden darse en el fuero íntimo de la conciencia, sin discriminación en el ámbito público), por el concepto particular de libertad religiosa, que pretende fundar sibilinamente un pluralismo religioso que excluye otras opciones como el ateísmo o el agnosticismo. Como ha recordado Puente Ojea, en aquel momento ni la dirección del PSOE ni su minoría parlamentaria elevó ninguna protesta en contra de la aprobación de esta ley, quedando plenamente confirmados los acuerdos del 3 de enero de 1979, en los que se prorrogaban y legitimaban las relaciones de cooperación entre el Estado español y la Santa Sede, herederos del concordato que Franco firmara con la Santa Sede en 1953 (aún vigente en la actualidad)[7].

b) Igualdad de trato de todas las opciones espirituales

Este segundo principio se deriva del primero. Si el Estado ha de asegurar la libertad espiritual, debe hacerlo en condiciones de igualdad, es decir, ninguna opción espiritual ha de disfrutar de privilegios sobre las demás. La neutralidad del Estado se erige como el dispositivo jurídico que vela por esta igualdad de todas las opciones espirituales ante el derecho público.

La laicidad, en orden a hacer efectiva esta igualdad de trato de todas las opciones particulares, ha de luchar contra todo clericalismo que pretenda ostentar un poder temporal en nombre de un credo particular. Hemos de distinguir en este punto religión y clericalismo. La laicidad no está en contra de la religión, pero sí en contra de los diferentes clericalismos. La religión, en tanto creencia que une libremente a los fieles en torno a unos dogmas y al culto a una divinidad, no debe confundirse con el clericalismo, que es la ilegítima deriva política de la religión, es decir, la pretensión de dominación de una religión particular sobre la esfera pública a través de la captación del poder público. El principio de laicidad niega, por tanto, cualquier privilegio público de un credo particular. En este sentido, tan contraria es a la laicidad la asignación de dinero público a centros de enseñanza religiosa (como ocurre en España con los colegios “concertados”) como la prioridad concedida por el Estado a una ideología particular en detrimento de otros credos (como ocurrió en la Unión Soviética con la construcción por parte del Estado de centros en los que se enseñaba la doctrina del materialismo ateo). En otras palabras, este segundo principio previene contra la invasión de lo particular en la esfera de lo universal. Desde este punto de partida hemos de juzgar las continuas quejas en España de los sectores católicos cuando en nombre del principio universalista de la laicidad ven peligrar los privilegios públicos de losque han gozado históricamente. Tales quejas constituyen una muestra inequívoca de la poca intención que tienen estos sectores de renunciar a los mecanismos de poder discriminatorios de los que se han servido ilegítimamente durante muchos siglos.

La historia de occidente ha estado jalonada de innumerables ejemplos de clericalismo, allí donde se ha dado una religión o ideología dominante y oficial. Recordemos por ejemplo la interpretación coercitiva que hace san Agustín del “compelle intrare” (oblígales a entrar) de la parábola de las bodas reales[8], así como su exhortación a la persecución legítima de los impíos que hace en la carta 185, donde dice: “hay una persecución injusta, la que los impíos hacen a la iglesia de Cristo; y hay una persecución justa, la que la iglesia de Cristo hace a los impíos […], la iglesia persigue por amor y los impíos por crueldad”[9]. Más cercano en el tiempo aún perdura en la memoria de muchos americanos las palabras del conquistador xenófobo y racista, y cronista de la conquista de las Indias Gonzalo Fernández de Oviedo en 1550: “Quemar pólvora contra los paganos equivale a quemar incienso ante el Señor”[10]. Por otra parte, todavía constituyen la historia reciente de España las terribles palabras del Arzobispo de Burgos Díaz y Gomara, con las que bendecía la “cruzada” de Franco en 1939: “Benditos sean los cañones si en las brechas que abren florece el Evangelio”[11]. Son sólo algunos ejemplos de clericalismo contrarios al ideal laico, del que históricamente no se ha visto libre ninguna religión o ideología, cuando ha ocupado puestos en el poder. Son muestras igualmente de lo que ya no constituye legítimamente una religión. No hay que confundir la vivencia libre de la religión o de cualquier otra opción espiritual con la pretensión de imponer una opción espiritual en el espacio público, que es por definición universal, no particular. Kant, creyente (pietista, que era una forma elaborada del protestantismo), pone bien de manifiesto esta diferencia en La religión dentro de los límites de la mera razón, donde distingue entre el cristianismo ético, perfectamente honesto y elogiable, del cristianismo oficial e histórico, que constituye una especie de “libro negro” del cristianismo: “esta historia del cristianismo (que, en cuanto éste debía ser erigido sobre una fe histórica, tampoco podía ocurrir de otro modo), si se la capta en una mirada como un cuadro, podría justificar la exclamación: tantum Religio potuit suadere malorum! (¡hasta tal punto ha podido la religión inspirar el mal!, es la famosa exclamación de Lucrecio al comienzo de su De la naturaleza)” y continua: “La raíz de este estado de discordia, que incluso ahora sólo por el interés político es apartada de erupciones violentas, se encuentra escondida en el principio de una fe eclesial que manda despóticamente”[12].

En nuestro contexto español y occidental, no nos queda más remedio que concluir que la Iglesia católica se ha negado a aceptar la igualdad de trato de todos los individuos ante el derecho público, considerando que los demás creyentes no católicos, agnósticos o ateos no tienen el mismo derecho que los católicos a beneficiarse de lo que es común a todos en tanto que ciudadanos iguales. Se ha apelado a la “unidad nacional” que proporciona la religión en España como argumento para justificar la necesidad de privilegiar y fomentar la religión católica desde el poder político, desprestigiando el principio de la laicidad[13], e incluso se ha pretendido rescribir la historia atribuyendo al cristianismo el origen de los derechos humanos y de otros logros, cuando en realidad tales logros sólo se han conseguido fruto de una lucha incesante contra quienes han ocupado siempre en la historia una posición de superioridad y han hecho lo imposible para perpetuar un clericalismo que les aseguraba tal posición. No es trivial recordar que la Iglesia católica no reconoció la libertad de conciencia hasta bien entrado el siglo XX. El papa Pío IX declaraba los derechos humanos “impíos y contrarios a la religión” en su Syllabus de 1864, y el Index librorum prohibitorum no fue suprimido hasta 1966, a partir del Concilio Vaticano II, bastantes años después de que los países de la ONU firmaran la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el 10 de diciembre de 1948.

La igualdad de todas las opciones espirituales, ya sean creyentes, agnósticas o ateas sólo es posible a través de un principio que instituye la diferencia entre la esfera pública y la esfera privada, condenando cualquier tipo de dominación clerical. Esta igualdad aún no ha sido enteramente realizada en países como España, donde a pesar de lo que dicta nuestra constitución, sigue estando vigente el Concordato de 1953 que Franco firmara con la Santa Sede y que asegura aún hoy numerosos privilegios públicos a la religión católica.

 c) Universalidad de la razón pública

 Cuando se define el ideal de la laicidad normalmente se apela a los dos principios de libertad de conciencia y de igualdad de todos los ciudadanos independientemente de sus convicciones espirituales, olvidando un tercer principio no menos importante y que da coherencia a la laicidad. Se trata del principio de la universalidad de la razón pública, o lo que es lo mismo, la consecución del interés general, del bien común a todos, como única razón de ser del Estado.

Este tercer principio se basa en una evidencia: el Estado, como institución que vela por el interés común, debe fomentar aquello que es universal. Así pues, es ilegítimo que el Estado trate de promover o ayudar económicamente a asociaciones como las Iglesias, que constituyen un grupo particular. La financiación pública (a través de dinero público) de los cultos particulares queda vedada en virtud del principio de la universalidad de la razón pública, que debe velar por lo que es común a todos.

Sin embargo, no sirve de nada suspender la utilización de dinero público para fines particulares si el Estado no destina ese dinero a las cosas que de veras son de interés general. Esta exigencia se ha visto silenciada en este inicio del s. XXI, por cuanto ha surgido una nueva amenaza a la laicidad. Esta nueva amenaza se llama neoliberalismo, y ha sido desarrollada en los laboratorios de la nueva derecha. Se trata de la doctrina económica que reconoce como único fundamento las leyes del mercado. Pretende dejar todo en manos de la iniciativa privada y la libre competencia. En el último año hemos visto como la laicidad francesa se tambaleaba con el ascenso al poder del líder de la derecha Nicolás Sarcozy, en cuyo programa electoral aparecía la privatización de todos los servicios públicos, que dejarían de estar en manos del Estado para pasar a ser competencia privada. Esto conllevaría sustituir una situación de desigualdad por otra a través de la permuta de un tipo de clericalismo por otro, el de la élite pudiente del sistema.

Para atajar este nuevo clericalismo, la laicidad se presenta intrínsecamente ligada al concepto de “servicio público”: el Estado está comprometido a utilizar el presupuesto público para aquellos servicios que son de interés general, como la educación, la salud, los transportes, etc. Con el neoliberalismo corre peligro la igualdad de derecho de los ciudadanos ante la ley. Como dice Michel Morineau refiriéndose al caso francés, “la República laica es una democracia política basada en la igualdad de los ciudadanos. La República neo-liberal es una democracia de mercado basada en la libertad del más fuerte”[14].

  1. Dos grandes malentendidos

A partir del análisis detallado de estos tres principios es nuestro propósito desmontar las dos críticas que, principalemente desde los medios clericales, se han presentado con más vehemencia contra el laicismo. No son las únicas, pero sí quizás las más persistentes: la primera es la que presenta a la laicidad como una ideología hostil a la religión; y la segunda, la que pretende ver en este principio un cierto universalismo abstracto y un relativismo de base que niega cualquier relevancia a las particularidades de las distintas culturas.

Laicidad y religión

Es un error considerar que el laicismo es una ideología hostil a la religión. Precisamente combate cualquier tipo de clericalismo para hacer posible el ejercicio libre de la religión.

El principio de la laicidad conlleva un doble proceso de emancipación. Por una parte, instituye una emancipación de la política en relación con la religión. La religión deja de estar implicada en el poder público. Esta primera emancipación se deja notar en la escuela que, al no estar sometida a la religión, se convierte realmente en la escuela de todos, escuela pública que no es antirreligiosa, sino más bien arreligiosa, dejando a la esfera privada la libertad de promover la opción espiritual de su elección. Pero por otra parte, la laicidad instituye un segundo proceso paralelo de emancipación, el de la religión en relación con la política. El ideal de la laicidad, en virtud de los dos primeros principios que hemos definido más arriba, condena cualquier permuta en la relación entre dominante y dominado: simplemente rechaza dicha relación de discriminación. Ninguna religión o ideología de Estado particular puede tomar el relevo de la confesión privilegiada con anterioridad. En virtud de esta doble emancipación, el ateísmo oficial de los países estalinistas está tan lejos del ideal laico como las diferentes figuras de clericalismo religioso o de maridaje histórico entre el poder político y el poder eclesial. En resumen, la emancipación laica se da en un doble sentido: por un lado, el poder político ha de abstenerse de legislar sobre lo que atañe a la vida espiritual de los individuos o del pueblo en general; por su parte, la Iglesia o cualquier otra asociación religiosa particular ha de quedar inhabilitada para inmiscuirse en los asuntos públicos de carácter universal, es decir, aquellos que incumben a todos los ciudadanos, independientemente de cuál sea su opción espiritual. El estricto cumplimiento de estos dos procesos de emancipación mutua no significa la destrucción del catolicismo bajo la espada del Estado ni la mansedumbre del Estado bajo el báculo de la Iglesia, sino que culminará en el reconocimiento de las distintas esferas de acción de cada uno de ellos. Esta doble emancipación aparece reflejada de manera inmejorable en el testimonio laico de un creyente católico convencido como era Juan Valera, uno de los más notables nombres de la literatura española del siglo XIX, que nunca dejó de estar comprometido con la problemática social y política española: “Yo no dudo que la inmensa mayoría, la casi totalidad de los españoles, es católica; yo creo firmemente que ninguno, merced a esta libertad de conciencia, va a renegar de la religión de sus padres para transformarse en budista, mahometano o judío; yo estoy persuadido de que serán raros los que se hagan protestantes, y que de éstos, si los hubiere, la mayor parte lo será por algún motivo que nada tenga que ver con la religión; pero la misma seguridad que yo tengo, y de que participan los católicos más fervorosos, los más decididos partidarios de la intolerancia, lejos de ser un arma en contra de la libertad, debiera servir para tranquilizar los ánimos y hacer comprender que dicha libertad no vendrá a destruir la unidad religiosa, sino cambiarla de violenta y forzosa, que ha sido hasta el día, en espontánea y libremente aceptada. Y esto, lejos de ofender en lo más mínimo al catolicismo, redundará en gloria suya”[15].

La laicidad permite el libre desarrollo de las diferentes opciones espirituales, pero en el ámbito que le es propio, sin permitir que ninguna opción particular ejerza ningún dominio sobre la esfera pública, que es la esfera de lo universal. En este sentido, el ideal laico promueve una separación estricta de los dos dominios de orden diferente, la religión y la política, y no una negación de uno en beneficio del otro. Victor Hugo, en un discurso pronunciado en la Cámara de los Diputados francesa el 15 de enero de 1850 contra la ley Falloux, se pronuncia: “je veux l’État chez lui, et l’Église chez elle” (Yo quiero al Estado a lo suyo, y a la Iglesia a lo suyo)[16].

No es lo mismo clero y clericalismo. Criticar el clericalismo desde los principios del ideal de la laicidad no significa criticar la función del clero dentro de una comunidad religiosa particular. El clericalismo, como hemos visto, no se caracteriza por limitarse a ejercer un testimonio espiritual en el seno de una comunidad de fieles (esta es la función del clero), sino por una ambición de poder temporal sobre toda la sociedad. Hay dos formas de expansión de la fe: una a través del testimonio moral y espiritual (labor perfectamente legítima del clero, dentro de la comunidad de fieles particular); y otra sirviéndose de la conquista de privilegios públicos en el ámbito de lo temporal (propósito ilegítimo de todas las formas de clericalismo). La idea de que la religión consiste en una “persuasión íntima de la conciencia”, tal y como defendía Pierre Bayle[17], pone de manifiesto la legitimidad de la primera vía, y el carácter antilaico de la segunda.

Laicidad y relativismo

Podemos advertir de la inconveniencia de la crítica de relativismo que se ha dirigido al ideal de la laicidad desde el momento en que tenemos en cuenta los tres principios fuertes sobre los que se asienta dicho ideal. La neutralidad del Estado laico no implica una relativización de cualquier concepción del bien, sino una búsqueda de los principios comunes a todos que permiten el libre desarrollo de todas las particularidades sin negarlas. Como dice Zarka, “hay concepciones del bien y culturas que son compatibles con la estructura de base de una sociedad democrática y otras que no lo son. La neutralidad del Estado no significa indiferencia con respecto a unas y a otras, sino la exigencia para toda visión del mundo religiosa o filosófica de respetar los valores fundamentales de libertad, autonomía, dignidad e igualdad”[18]. Por otra parte, cuando se critica al laicismo por ser un universalismo abstracto que no se preocupa de las culturas particulares se está cayendo en una falacia muy habitual entre algunos pensadores comunitaristas. Se trata de la asimilación implícita de la protección de las culturas minoritarias con la protección de las especies de animales. Esta identificación es ilegítima por una razón fundamental: una cultura no existe más que cuando los individuos que se adhieren a ella la reconocen como constitutiva de su identidad. Dicho de otra forma, una forma cultural muere cuando los individuos que la hacen vivir se desprenden de ella, pero los individuos no desaparecen por ello. No ocurre lo mismo con los animales: la desaparición de un grupo o una especie significa la desaparición de todos los individuos. Sirva la aclaración de esta falacia, de la que no se libró ni el pensador liberal Kymlicka, para hacer notar que la laicidad no se sitúa en el nivel de los hechos sociales sino en un nivel trascendental, como dijimos antes, que pretende instaurar las condiciones de posibilidad de la coexistencia, no de los individuos que de hecho existen con sus diferencias particulares, sino de las libertades individuales que han de ser reconocidas en régimen de igualdad a cualquier ciudadano, al margen de sus diferencias particulares. En este sentido, Kintzler advierte de que el laicismo no es un pacto entre partes preexistentes que lo suscriben. Es más bien un acto de constitución originario de la esfera pública en el que no hay ninguna parte suscriptora previa. Por otra parte advierte de que “el laicismo tampoco es una corriente de pensamiento: no se puede decir ‘los laicos’ como se dice ‘los católicos’. No es una manera de opinar sobre cuestiones de creencia, no es una metafísica, porque precisamente la profesión de fe laica consiste en decir que no hay lugar para hacer profesión de fe cuando uno se ubica en el punto de vista del poder público”[19]. Se trata pues de un principio político al que no afecta ni la crítica de relativismo ni la de universalismo abstracto despreocupado de las particularidades.

NOTAS

[1] Locke, J., Carta sobre la tolerancia, Madrid: Tecnos, 1985, p. 8

[2] Sieyès, E., ¿Qué es el tercer estado?, Madrid: Aguilar, 1973

[3] Peña-Ruiz, H., La emancipación laica. Filosofía de la laicidad, Madrid: Laberinto, 2001, p. 173.

[4] Kintzler, C., Tolerancia y laicismo, Buenos Aires: Ediciones del Signo, 2005, p. 28.

[5] Peña-Ruiz, H., Qu’est-ce que la laïcité?, París: Gallimard, 2003, p. 194. La cursiva es nuestra.

[6] Locke, J., op. cit., p. 58.

[7] Puente Ojea, G., “El laicismo, principio indisociable de la democracia”, artículo recogido en Puente Ojea, G., La andadura del saber. Piezas dispersas de un itinerario intelectual, Madrid: Siglo XXI de España, 2003, p. 376.

[8] Viendo Jesús que todos se excusaban para no asistir al convite del reino de Dios, dice a uno de sus siervos: “Sal a los caminos y a los cercados y obliga a la gente a entrar, para que se llene mi casa” (Evangelio según san Lucas, 14, 23). La interpretación que hizo san Agustín de este pasaje, queriendo ver en él la justificación para forzar a los que no siguen a la Iglesia de Cristo, fue criticada desde las premisas de un incipiente pensamiento laico por Pierre Bayle, en su Comentario filosófico sobre las palabras de Jesucristo “Oblígales a entrar”, Madrid: Centro de estudios políticos y constitucionales, 2006

[9] Texto recogido y comentado en nuestro libro Tejedor de la Iglesia, C. y Peña-Ruiz, H., Antología laica. 66 textos comentados para comprender el laicismo, Salamanca: Editorial Universidad de Salamanca, 2009 [texto XII]

[10] Fernández de Oviedo y Valdés, G., Historia general y natural de las Indias, islas y tierra firme del Mar Océano, 5 vols., Madrid: Biblioteca de Autores Españoles, t. 117-121, 1959 [or. 1550]. Tzevan Todorov hace una exposición muy clara de lo que significaron estos textos en el imaginario clerical de los conquistadores españoles, en su obra La conquista de América. El problema del otro, Madrid: Siglo XXI de España, 1999 [especialmente p. 157-181]

[11] Cita recordada en el guión del documental de Frédéric Rossif Mourir à Madrid (Morir en Madrid), París: Éditions Marabout, 1964. Henri Peña-Ruiz ha recuperado esta cita en el contexto de un estudio de la historia del clericalismo y de las complicadas relaciones entre la religión y la política, en su obra La emancipación laica. Filosofía de la laicidad, Madrid: Laberinto, 2001 [p. 219 y ss.]

[12] Kant, I., La religión dentro de los límites de la mera razón, Madrid: Alianza, 1986, pp. 132-135. Texto recogido y comentado en Tejedor de la Iglesia, C. y Peña-Ruiz, H., op. cit., [texto IX]

[13] En 1848 el filósofo español Jaime Balmes, un declarado enemigo de la laicidad y defensor del concordato con la Santa Sede escribe lo siguiente: “Hay entre nosotros un elemento de bien que si se aprovecha cual merece puede producirnos inmensas ventajas: hablo de la unidad religiosa. No falta entre nosotros quien la haya combatido, pero ¿se ha pensado bastante en el hondo abismo en que nos sumiríamos si por desgracia llegásemos a perderla? ¿Se ha pensado bastante en que tal es el estado de las sociedades modernas y tantas las fuerzas disolventes, que tal vez nos envidien esta dicha, este elemento de conservación, los primeros políticos de Europa? El mal que aqueja a las sociedades modernas, la tremenda enfermedad que corroe sus entrañas y amenaza darles la muerte, es la falta de trabazón, de enlace y el no saber siquiera de qué echar mano para remediarlo. Jamás se había visto la sociedad con un desarrollo tan general, tan grande y tan simultáneo de fuerzas morales y físicas, jamás se había visto tanta acción, tanto movimiento; pero observando atentamente la verdadera situación de las cosas, sin dejarse fascinar por vanas apariencias, se nota la falta de un principio regulador, de una acción que encamine esa muchedumbre de fuerzas hacia el bien de la sociedad, impidiendo que tomen una dirección divergente y acaben por destrozarla y disolverla”, Balmes, J., Escritos políticos, en Obras completas, Madrid: BAC, 1950 (p. 78-79)

[14] Mayoral, V., Morineau, M. y Ortega, J.P., Laicidad 2000. Aportación al debate del laicismo, Madrid: Editorial Popular, 1990, p. 62.

[15] Valera, J., La revolución y la libertad religiosa en España (1869), en Obras completas [t. XXXVIII: Estudios críticos sobre historia y política], pp. 109-110. Texto recogido y comentado en nuestro libro Tejedor de la Iglesia, C. y Peña-Ruiz, H., op. cit. [texto XXXVI]

[16] El proyecto de la ley Falloux organizaba el control metódico del clero sobre la enseñanza y dejaba sellada la deriva clerical de la segunda República en Francia. Texto recogido y comentado en Tejedor de la Iglesia, C. y Peña-Ruiz, H., op. cit., [texto X]

[17] Pierre Bayle expone este argumento de forma magistral en su obra Pensées diverses dur la comète, París: GF Flammarion, 2007. También constituye un precepto del Corán, en la Sura II, 256: “No cabe coacción en religión. La buena dirección se distingue claramente del descarrío… Dios todo lo oye, todo lo sabe”. De aquí pudo tomar ejemplo el mismo Alfonso X el Sabio, que en las Siete Partidas, parece que se basa en los textos árabes de los musulmanes para aconsejar la persuasión y los buenos ejemplos antes que la fuerza para convertir a los moros al cristianismo: “… por buenas palabras et convenibles predicaciones, deven trabajar los christianos de convertir a los moros, para fazerles creer la nuestra fe… y no por la fuerza, ni por premia, ca si voluntad de nuestro Señor fuesse de los aducir a ella e de gela fazer creer por fuerça, Él los apremiaría, si quisiesse. Puesto que Dios no les quiere apremiar ni forzar, por eso prohibimos que ninguno no los apremie ni les haga fuerza ninguna sobre esta razón” (Partida VII, XXV, 2).

[18] Zarka, Y.Ch. (con la colaboración de Fleury, C.), Difficile tolérance, París: PUF, 2004, p. 89.

[19] Kintzler, C., op. cit., p. 30

Conferencia en PDF:

¿Qué es el laicismo? Por César Tejedor de la Iglesia 2015

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