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¡ Qué cruz…!

COMENTARIO: Andrés Ollero, numerario del Opus Dei y conocido enemigo del laicismo, expresa en esta artículo las razones de los clericales para oponerse a la retirada de crucifijos, virgenes y otros iconos de la mitología cristiana de los edificios públicos.


LA profesión, para bien o para mal, nos acaba marcando. Mi ya vieja dedicación a la filosofía jurídica condiciona mi perspectiva personal al afrontar las noticias de cada día. Hace tiempo me lleva a preocuparme de una distinción poco conocida, al parecer, por buena parte de mis vecinos: la existente entre ejercer la tolerancia y exigir justicia. Quizá por ello fue lo primero que se me vino a la cabeza cuando tuve noticia del gratuito enredo de los crucifijos. Faltos de esa decisiva distinción, más de uno -como el apacible diputado socialista Pliego, del que guardo el mejor recuerdo- pueden acabar ofendiendo a la justicia, movidos por su ardor por la tolerancia.

La justicia, como es bien sabido, es un hábito de comportamiento que lleva a dar a cada uno lo suyo. Se traduce, pues, en algo muy serio: reconocer y respetar los derechos ajenos, evitando inflexiblemente atropellarlos. La tolerancia es virtud que tiene más que ver con la generosidad. Invita a dar al otro lo que en justicia no le es debido, como muestra del especial respeto que su condición de igual en dignidad nos merece.

Planteada así la cuestión, queda claro que las exigencias de justicia son previas a las sugerencias de la tolerancia, como lo son a las impagables ocurrencias de la caridad. La cuestión, por tanto, exige una doble pregunta inicial: ¿tiene alguien derecho a poner crucifijos en todos los centros escolares? ¿tiene alguien derecho a quitar los crucifijos de los centros escolares públicos?

Si la respuesta a la primera pregunta fuera positiva, la situación podría ser curiosa. Lo pensé el otro día, invitado por la sede madrileña de la Universidad Pontificia de Salamanca a hablar de laicismo junto a mi muy leído Reyes Mate; curiosa pareja, fruto quizá del amor de los organizadores a la tolerancia (para conmigo, muy probablemente…). Miré y remiré por el aula y no vislumbré crucifijo alguno; no pude evitar acordarme de la bronca jiennense.

No creo que, Constitución en mano, pueda nadie exigir en justicia que pongan un crucifijo en el aula donde cursa estudios su hijo. Asunto distinto es que, si lo solicita, pueda ser atendido; nos moveríamos en el ámbito de la tolerancia… En mi Facultad, de una Universidad pública hay una escueta capilla, con Sagrario y todo, durante el curso escolar. Cuando llego a trabajar suelo hacerle una visita; no hay aglomeraciones… La verdad es que me alegra sentirme, también por esto, en mi casa y comprobar que ello a nadie molesta.

¿Puede alguien, Constitución en mano, retirar todos los crucifijos de los centros escolares públicos de Andalucía? Sólo si mantiene el texto constitucional crispadamente cerrado, para evitar toda tentación de leerlo. Si lo abre, el artículo 16.3 lo sacará de dudas: "Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones".

Obviamente, se ordena (estamos hablando de justicia y de reconocimiento de derechos) que se tengan en cuenta las creencias religiosas de los ciudadanos para satisfacerlas, en todo aquello que una actitud de cooperación pueda brindar; no para ver el modo de atropellarlas con mayor eficacia, generando inútiles conflictos. Pintoresco sería que ejerciendo la tolerancia se bordara lo imaginativo, mientras los derechos se regatearan.

La apelación directa a la Iglesia Católica en el texto constitucional recuerda que, aunque "ninguna confesión tendrá carácter estatal" (así lo declara el mismo epígrafe), a nadie podrá extrañar que su saldo en la cooperación, sin ser excluyente, acabe resultando particularmente positivo. No sería sino consecuencia ('consiguiente') de una obviedad sociológica.

Para respetar la Constitución ¿habría que ornamentar con otros distintivos o ídolos, de las más de mil entidades religiosas registradas en España, cada aula de los centros escolares de Beoda? La pregunta puede parecer caricaturesca, pero no olviden que hay gente para todo.

A poco de aprobarse la Constitución, la UCD propició una ley sobre ascensos militares de los miembros de las bandas de música. En la misma ley, quizá tras husmear detrás del paso de Virgen, se aludía también a los ascensos de los curas castrenses. Mi buen amigo Peces-Barba, por entonces portavoz parlamentario del Grupo socialista, encabezó un recurso de inconstitucionalidad impregnado de dicha filosofía: "o todos o ninguno". O había un castrense de cada imaginable confesión o ninguno; o sea, cuarteles con más curas que soldados. El Tribunal Constitucional, aparte de dejar claro que el recurso no había por donde cogerlo, estimó intachable la existencia del hoy ya inexistente cuerpo de castrenses.

En lo que ajusticia se refiere, la cosa parece estar bien clara. Nadie tiene derecho a exigir trato de favor, pero sí una actitud de cooperación congruente con la presencia social de su credo, en beneficio de los propios ciudadanos que a él se adhieren. Nadie tiene, ni por asomo, derecho a erradicar los símbolos de esa mayoritaria presencia, convirtiendo en `no contaminación' la cooperación que la Constitución propone. No es lo mismo, en términos de justicia, debatir si un crucifijo se debe poner que si se debe quitar, porque ya estaba puesto…

Que la tolerancia consista en quitar todos los crucifijos por si algún cristófobo se siente incómodo es, sin duda, una broma del diputado Pliego. Que quitar crucifijos es una muestra de respeto como otra cualquiera me lo creería si lo viera a él aplaudir, en primera fila, una teórica sugerencia de que la estatua de Largo Caballero en los Nuevos Ministerios la entronicen en un almacén.


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