El libro editado por Crítica, saldrá a la venta el próximo 10 de junio. Reprodcimos uno de sus capítulos «La Iglesia y la Segunda República»
La Iglesia y la Segunda República
El catolicismo se convirtió en una religión de la contrarrevolución.
Bruce Lincoln1
La conspiración permanente
La primera reunión orientada a abortar la recién proclamada república tuvo lugar el mismo 14 de abril, una vez que se conocieron los resultados de las elecciones municipales, que, como reconocieron al día siguiente el nuncio Tedeschini, Gil Robles o el mismísimo Romanones, funcionaron a modo de plebiscito entre monarquía y república. Tuvo lugar en la casa de Rafael Benjumea Burín, conde de Guadalhorce, y asistieron Eugenio Vegas Latapie, Fernando Ga-llego de Chaves, marqués de Quintanar, Ramiro de Maeztu, José Calvo Sotelo, José Yanguas Messía y José Antonio Primo de Rivera. La mayor parte de ellos, monárquicos y ultracatólicos, estaban relacionados de un modo u otro con la dictadura de Primo de Rivera. Allí se decidió «la constitución de una escuela de pensamiento contrarrevolucionaria para derrocar por todos los medios a la Nueva República». Ese mismo mes hubo otra reunión en Leiza (Navarra), en el domicilio de Ignacio Baleztena Azcárate, promotor y financia-dor de la trama carlista, «en la que se acordó la organización de los requetés en grupos paramilitares para enfrentarse a la República». Estas fuerzas ya hacen prácticas desde 1931. Según Javier Dronda, los primeros rumores sobre un golpe contra la República circularon ya por el norte en la primavera de 1931.2
Estas primeras iniciativas desembocaron en el golpe de Sanjurjo de 10 de agosto de 1932. No triunfó, pero no hay que darlo por perdido para la causa antirrepublicana: los intentos fallidos forman también parte del resultado final. Tras este fracaso, la Junta Conspiradora Monárquica celebró otra reunión en París, a la que asistieron Francisco Moreno Zuleta, conde de los Andes, Jacobo Fitz-James Stuart, duque de Alba, Eduardo Aunós, José María Pujadas, Carlos de la Huerta y José Calvo Sotelo. Los mecanismos para captar recursos que permitieran actuar contra la República se iniciaron en septiembre en 1932 en Biarritz, donde se reunieron Vegas Lata-pie, Jorge Vigón (militar), Francisco Moreno Herrera, hijo de Moreno Zuleta y marqués de la Eliseda y, una vez más, Calvo Sotelo, quienes en poco tiempo consiguieron veinte millones de pesetas, una importante cantidad para la época, que les permitió poner en marcha una serie de iniciativas y actividades en diversos ámbitos de la vida española. La revista Acción Española, creada precisamente en 1931, se convirtió en la referencia ideológica del grupo. El dinero que tan generosamente fluía posibilitó poner en marcha periódicos antirrepublicanos en casi todas las provincias, lo cual vino a aumentar la presencia que la prensa de derechas y confesional ya tenía en España.3
La búsqueda de financiación exterior se inició en marzo de 1934, a los pocos meses del triunfo de la derecha en las elecciones de noviembre de 1933, cuando Mussolini, ya visitado por José Antonio Primo de Rivera, recibió a Rafael Olazábal Eulate, Antonio Lizarza Iribarren, Emilio Barrera Luyando (militar) y Antonio Goicoechea, todos ellos carlistas salvo el último, dirigente de Renovación Española, el partido de Calvo Sotelo. Los resultados de las elecciones generales de febrero de 1936, que dieron la victoria al Frente Popular, reactivaron estas tramas a partir de marzo. Esta línea cuajará finalmente el 1 de julio de 1936, fecha en la que se firmaron los «contratos romanos» que pondrían en manos de los conspiradores un importantísimo material de guerra, prueba de que se estaba pensando en algo más que en un golpe rápido. El encargado de llevar a buen puerto este asunto fue Pedro Sainz Rodríguez y el que puso el dinero, medio millón de libras de la época (veintiún millones de pesetas), fue Juan March.4
Obsérvese por las fechas que la trama antirrepublicana, que fraguará por primera vez en el golpe de 10 de agosto de 1932, no requirió de la quema de conventos de mayo del 31 para ponerse en marcha; ni de la revolución de octubre del 34 para iniciar los contactos con la Italia fascista; ni del asesinato de Calvo Sotelo para hacerse con aparatos de bombardeo, cazas e hidroaviones diecisiete días antes del golpe militar. En todo caso, estos hechos, convenientemente aireados y tergiversados por los medios de derechas, sirvieron para justificar a quienes se propusieron poner fin a la República desde el mismo día de su proclamación. Estamos ante tres hitos de una campaña de propaganda que llega a nuestros días. Los «sucesos de mayo» del 31 sirvieron para demostrar que la República defraudó ya en su origen incluso a los que la aceptaron de buen grado sin ser republicanos; la revolución de octubre del 34, geográficamente delimitada a Asturias y Cataluña (proclamación del Estat Català), constituyó la prueba de que la guerra civil la inició realmente la izquierda, y, finalmente, el asesinato de Calvo Sotelo, representó la gota que colmó el vaso de la paciencia de aquellos que veían como España, desde las elecciones de febrero de 1936, llevaba camino de convertirse en un país satélite de la URSS.
Expuesta esta trama que va del 14 de abril de 1931 al 1 de julio de 1936, habrá quien se pregunte qué relación tiene con todo esto la Iglesia. Veámosla. España no se podía entender sin su Iglesia y los únicos que podían asegurar la existencia de ambas eran esos sectores antes mencionados, convencidos de que el país les pertenecía por derecho de conquista desde los Reyes Católicos. Altar y Trono iban indisolublemente unidos desde siempre. La derecha española era antiliberal por esencia y opuesta frontalmente al sufragio universal. Además, los mismos que se oponían a las reformas que afectaban a la Iglesia mantenían idéntica actitud ante las medidas salariales tomadas por Largo Caballero desde el Ministerio de Trabajo, contra la reforma agraria o la autonomía catalana. De aquí a la idea de la Anti-España hay un paso y ese es el que dieron las derechas para justificar su rechazo visceral a la República. De hecho, como nos contó Frances Lannon, ya durante el Bienio Negro un diputado de la CEDA, Luciano de la Calzada,5 planteó con toda claridad que no cabía hablar de derecha e izquierda sino de España y Anti-España y que «el primer paso hacia una política nacional debe ser la abolición de todos los partidos políticos».6
Una visión apocalíptica de los comienzos de la República puede verse en el diario del jesuita Alberto Risco. Sobre la fiesta popular del 14 de abril escribe:
Al cerrar del todo la noche, dicen que el escándalo no tenía nombre para ser calificado: era el infierno. La Puerta del Sol, el Carmen, Preciados, Alcalá eran una masa de condenados. Camiones con obreros y mujerzuelas berreando; masa que se movía ya sin saber ni qué cosa decir que muriese o que viviese. Los hombres cogían a las prostitutas y modistillas medio desnudas y aun dicen que algunas desnudas con una bandera roja y las echaban a los camiones como fardos donde eran recibidas con gritos; se realizaron actos carnales en toda su crudeza por la Puerta del Sol; por las calles de Alcalá y del Carmen se formó una procesión de ambos sexos con rosarios y velas, cantando las groserías más inmundas, y dentro del Palacio de Gobernación que está en la Puerta del Sol los prohombres de la República gozándose del expansionismo del pueblo.
La mente calenturienta del jesuita no se privó tampoco de imaginar lo ocurrido con motivo de la fiesta del 1.º de mayo:
Se han contado casos asquerosos. Un chiquillo de cinco años ha comido tanto hostigado por sus padres y por el público que ha muerto allí mismo. A una joven embarazada la han hecho abortar en presencia del público. Los pecados de la carne se cometen delante de los espectadores que quieran presenciarlos; se han bañado desnudos hombres y mujeres en los estanques…7
Ante la supuesta oleada anticlerical la respuesta no era otra que la movilización y la amenaza del clero. Esto no quita que en diciembre de 1931 la Conferencia de Metropolitanos (organismo parecido a la actual Conferencia Episcopal) informara a Pío XI en el sentido de que la proclamación y desarrollo de la Segunda República había revelado «realidades desoladoras» que mostraban que España no era tan católica como se suponía. Algunos vieron en esto una oportunidad de regeneración. Así, hubo quien valoró positivamente que las leyes republicanas obligaran a recuperar la catequesis fuera de las escuelas públicas, los que fueron conscientes de que el fervor de los católicos aumentó de manera llamativa a partir de 1931 e incluso aquellos que vieron bien lo de ir animando a los fieles a que, como en Francia, sostuvieran a su Iglesia. Más que nunca, la Iglesia comprobó que sus feudos seguían donde siempre: Castilla-León, Galicia, País Vasco y Navarra.
Por una España laica
La revolución política, es decir, la expulsión de la dinastía y la res-tauración de las libertades públicas, ha resuelto un problema específico de importancia capital, ¡quien lo duda!, pero no ha hecho más que plantear y enunciar aquellos otros problemas que han de transformar el Estado y la sociedad españoles hasta la raíz. Estos problemas, a mi corto entender, son principalmente tres: el problema de las autonomías locales, el problema social en su forma más urgente y aguda, que es la reforma de la propiedad, y este que llaman problema religioso, y que es en rigor la implantación del laicismo del Estado con todas sus inevitables y rigurosas consecuencias. Ninguno de estos problemas los ha inventado la República. Manuel Azaña, discurso de 13/10/1931
Veamos pues qué hizo la República para provocar tales reacciones. Antes conviene recordar que la Iglesia española, pese a que las apa-riencias pudieran indicar lo contrario, había salido reforzada de los embates que tuvo que librar con el liberalismo y el anticlericalismo durante el siglo xix, siglo a partir del cual se sintió cercada por el enemigo. Vio mermado su inmenso patrimonio con las desamortizaciones, se quedó sin impuesto del diezmo y perdió su brazo de hierro: la Inquisición, pero Isabel II y Bravo Murillo, a través del Concordato de 1851, la reconocieron de nuevo como religión oficial de la nación, se comprometieron a mantenerla económicamente y pusieron en sus manos la enseñanza (especialmente la secundaria, lo que les permitía controlar la educación de las élites).
Aunque más tarde, con la revolución de 1868 y la primera república, la Iglesia vio de nuevo sus privilegios amenazados y percibió otros enemigos como la industrialización, el crecimiento urbano y el surgimiento de la lucha obrera organizada, logró sobrevivir una vez más e incluso conocer una nueva época dorada durante la Restauración (Constitución de Cánovas de 1876) y la dictadura de Primo de Rivera, vertebrada en torno a Unión Patriótica, el partido creado por el dictador, cuya base no era otra que las asociaciones católicas. Fue de este modo como pudo crear la red de sindicatos católicos agrarios y cajas rurales. En tan largo período de tiempo (1874-1931) la Iglesia no dejó de recibir un trato privilegiado. Así que, a la altura de 1930, podía decir sin exagerar que había salido bien parada de los peligros surgidos desde la Revolución francesa a la Revolución rusa. De he-cho, como han puesto de relevancia estudiosos como William J. Ca-llahan,8 la Iglesia de los años treinta era mucho más fuerte que la del siglo xix por varias causas: la expansión de las órdenes religiosas, la proliferación de asociaciones católicas y la identificación de los intereses eclesiásticos con los de la burguesía. Esta evolución había sido paralela a la identificación total de la Iglesia con la monarquía y la dictadura, a su rechazo frontal de la democracia y del pluralismo político, a su indiferencia ante las injusticias sociales y a su defensa sin matices de la propiedad privada, todo lo cual la había acabado convirtiendo a ojos del pueblo en un enemigo de clase.
Las leyes aprobadas por la República no eran, pues, cosa del momento sino que surgían de la plena conciencia de la necesidad de ajustar el país a la realidad europea. El modelo, sin duda, fue Francia, cuya historia y cultura habían marcado a la España más avanzada desde finales del siglo xviii, y muy especialmente la Tercera Repú-blica con su ideal de laicismo, donde destacaba la labor llevada a cabo varias décadas antes por Jules Ferry desde el Ministerio de Instrucción Pública y la presidencia del Consejo de Ministros.9 Convencidos de que en el Estado radicaba la fuerza para los cambios que el país requería, la República, por primera vez en nuestra historia, separó la Iglesia del Estado y acabó con sus privilegios económicos, sociales, jurídicos, etc. Ahora pasaría a ser una asociación voluntaria. Para la Iglesia, como para la derecha española, estas medidas sobrepasaban todo límite. Cualquier iniciativa que conllevara reducir su privilegiado estatus era calificada de persecución. Incluso la exigencia de que los profesores de los centros religiosos fuesen licenciados.10 En un primer momento, según el cardenal Vidal i Barra-quer, que recibió poderes del papado para negociar con la República, la actitud de la Iglesia se pudo resumir así: «… ganar tiempo, salvar todo lo que sea posible… y concertar un arreglo o modus vivendi [con el gobierno]… mientras duren las gestiones para el concorda-to».11 Según Callahan, Vidal era igual de conservador que Segura pero mucho más realista y partidario de llegar a acuerdos. De hecho, se opuso a las actividades conspirativas de los monárquicos e intentó ganarse a los sectores moderados y católicos (el propio Alcalá-Za-mora, Miguel Maura, Fernando de los Ríos) del republicanismo.
En ese contexto inicial hay que situar la inoportuna y virulenta pastoral pro monárquica y antirrepublicana del cardenal Pedro Segura del 1 de mayo del 31, los sucesos de los días 11 y 13 de ese mes y las nuevas interferencias de Segura en el mes de agosto. La quema de conventos, que afectó a varias ciudades españolas, sorprendió por igual tanto a la Iglesia como al Gobierno, que acabó sacando el Ejército a la calle y condenando la violencia pero que fue acusado de pasividad. No hubo víctimas mortales en dichos días, pero sí el día anterior, el 10, hecho que se olvida con frecuencia. Hay que decir que los «sucesos de mayo», convertidos por la derecha en la primera «gran decepción» producida por la República y constantemente exagerados para demonizar el republicanismo y socavar el laicismo, comenzaron con una provocación monárquica que dio lugar a una manifestación reprimida por la Guardia Civil, que causó dos muertos entre los manifestantes. También se olvida, como ha destacado Hila-ri Raguer, la pastoral de Gomá de 10 de mayo, bastante más dura que la de Segura y en la que, además de aludirse al «peligro de esta fábula de la soberanía nacional», se recordaba que el poder procede de Dios y no del pueblo.12
Las conversaciones entre Iglesia y Gobierno se prolongaron durante un tiempo en que hubo propuestas de todo tipo, tanto moderadas como radicales, que quedaron en nada. Al decir esto hay que te-ner en cuenta que la comisión encargada de redactar el acuerdo, presidida por el jurista Luis Jiménez de Asúa, propuso no solo lo ya comentado sino la disolución de las órdenes religiosas y la nacionalización de sus propiedades. Vidal i Barraquer la consideró una Constitución no ya laica sino atea y habló de «la apostasía del Estado español». Segura aludió al laicismo, «la peste de nuestros tiempos». El ministro de Gobernación Miguel Maura ordenó entre mayo y junio dos expulsiones: la del obispo de Vitoria Enrique Múgica por pretender asistir a un acto carlista y la de Segura por sus constantes provocaciones. Por su parte el papado, más de acuerdo con la política de mano izquierda de Vidal, que con el estilo de Segura —el primero consideraba que la presencia de Segura repercutiría negativamente en la resolución de la «cuestión religiosa»—, obligó a dimitir a este en septiembre de 1931.
A fines de 1931 —el 9 de diciembre se votó la Constitución— cincuenta y nueve obispos realizaron una «reprobación colectiva» de la Constitución y de las leyes aprobadas por el Gobierno, sobre todo las relacionadas con la enseñanza y el divorcio. La ofensiva de la prensa de derechas fue, en ese momento, general. Como escribió Julián Casanova «las bases de la cultura nacional católica estaban en peligro».13 Al mismo tiempo, a escala local, se produjo una movilización contra los cambios relacionados con el laicismo promovidos por la República, entre los que cabe destacar la coeducación (la derecha mantenía que la coeducación era antipedagógica e impropia de países cultos), la retirada del crucifijo en las escuelas (paralela a la des-aparición de la religión en la enseñanza pública), la secularización de los cementerios (su conversión de católicos en civiles, que solo contaba con el antecedente del sexenio democrático en el siglo xix), y la desaparición de simbología religiosa del espacio público (sirva de ejemplo el Sagrado Corazón de Jesús, al que Alfonso XIII dedicó el país en 1919, tras lo cual se inició una fiebre que sembró de símbolos con él relacionados las plazas, calles e incluso las casas de todo el terri-torio nacional).14
En ese preciso momento —el laicismo en la enseñanza se decretó el 12 de enero de 1932 y la secularización de los cementerios el 30 del mismo mes— se produjeron diversas apariciones de la Virgen (Ezkioga, Navarra, junio de 1931),15 se hicieron públicas profecías (las de la madre Ràfols, principios de 1932)16 y se realizaron agresivas movilizaciones (Almonte, Huelva, febrero de 1932) con mensajes que no dejaban lugar a dudas: tanto el Sagrado Corazón de Jesús como la Virgen eran monárquicos.
Movilización católica
Cuando llegue esa época, que empezará abiertamente en el año 1931, quiero que todos mis hijos los hombres, que tanto me han costado, levanten su espíritu y pongan en Mí y en mi Madre Santísima toda su confianza. Profecía de la Reverenda Madre Ràfols (1781-1853)
Parece que se está de acuerdo en que fue Manuel Azaña quien, por más que haya quedado como lo contrario por su frase «España ha dejado de ser católica», «bandera de la campaña que, … un amplio sector del catolicismo español ya había iniciado contra la República», según Hilari Raguer,17 supo reconducir la situación hacia una posición intermedia, cuidando de que, dadas las considerables diferencias existentes, este asunto no acabara con la coalición republicano-socialista. La otra aportación clave fue la del republicano radical Rafael Guerra del Río, quien el 10 de octubre propuso la expulsión de los jesuitas y una ley de asociaciones religiosas que determinara el estatuto de las restantes. La propuesta calmó el radicalismo de unos, del que serían víctimas los jesuitas en razón a su voto de obediencia a Roma (digamos que con su ilegalización se dio por olvida-da la propuesta de disolución de las órdenes religiosas y la nacionalización de sus propiedades), y satisfizo el moderantismo de otros, lo que no hacía sino aplazar el problema para más adelante. El resulta-do fue que triunfó el laicismo más moderado.
En los primeros meses de 1932 vinieron nuevas reformas además de las ya comentadas. La más sonada, la disolución de la Compañía de Jesús y la nacionalización de sus propiedades. También el matrimonio civil, la legalización del divorcio y la reducción de la asignación económica que se daba a la Iglesia, cuya desaparición sería gradual. La campaña permanente de la derecha y la proliferación de conflic-tos locales seguían adelante sin descanso. Incluso Vidal i Barraquer—prueba de que la jerarquía no controlaba la prensa confesional ni incluso sus propias publicaciones— alertó a fines de 1931 sobre el «extremismo integrista». En este sentido afirma Callahan que el propio Vidal pensaba que el mayor peligro para los intereses de la Iglesia residía en la oposición intransigente del grupo formado por carlistas, integristas y ultracatólicos, ya que estos, aun siendo una minoría, tenían capacidad de causar un daño enorme que afectaba además al resultado de las negociaciones. La propia Iglesia tampoco se quedaba atrás. Ya en otoño de 1931 el canónigo vasco Antonio Pildain, diputado clerical, afirmó que «la resistencia activa a mano armada» contra leyes injustas era compatible con la doctrina católica».18 Esta acometida fue acompañada por artículos clericales sobre «la licitud de la insurrección» y «la resistencia activa al Poder público». Este fue el caldo de cultivo que llevó al golpe militar de 10 de agosto de 1932, que —recordémoslo— tuvo por foco principal Sevilla, donde, por cierto, triunfó. Para que quedase claro su carácter integrista católico el cardenal Vidal se desmarcó de inmediato de la sublevación. La «Sanjurjada», como fue denominada la sublevación, aunque no juzgada con la severidad que la situación requería (para colmo luego, durante el Bienio Negro, se amnistió a los responsables), fue utilizada por el Gobierno para poner en marcha proyectos tan complejos como la Ley de Reforma Agraria y el Estatuto Catalán. Lannon nos recuerda que «la defensa de la Iglesia también estaba estrechamente vinculada a la defensa de la propiedad, sobre todo de la propiedad privada».19
La prueba de que ya en 1932 el rebaño se había alejado nos la ofrece la misma Iglesia. La Visita ad Limina Apostolorum era la visita que los responsables de las diócesis realizaban al Papa cada cinco años. Supuestamente estas Relatio Quinquenalis (relación quinque-nal) pretendían reflejar el Statu Animarum (estado de las almas) de los feligreses, pero en realidad eran mucho más. Contamos con la documentación y conclusiones de la que el cardenal Eustaquio Ilundain realizó en noviembre de 1932. La diócesis que representaba abarcaba Sevilla, Huelva y algunas zonas de Córdoba y Málaga, con una población de millón y medio de personas. La base de la relación la constituían los informes de los párrocos, los cuales completaban una especie de formulario sobre número de feligreses y familias cristianas, cumplimiento del precepto dominical, recepción de últimos sacramentos, número de matrimonios y entierros civiles, número de concubinatos, estado de la educación cristiana, número de asociaciones católicas y congregaciones existentes, número de centros izquier-distas, influencia de la prensa de izquierdas y difusión de escritos dañinos, existencia de masones y grado de cooperación con el párroco. Todo un informe político-social.
En sus conclusiones Ilundain, que aludió al socialismo y el comunismo como errores, destacó la actitud de las autoridades «contra cualquier manifestación de vida religiosa y actividad católica», el desprecio contra el clero y las autoridades eclesiásticas y que se habían tenido que suprimir las misiones parroquiales en toda la diócesis. La situación era de «auténtica apostasía». Entre los vicios más frecuentes Ilundain destacaba la embriaguez, la blasfemia y el maltusianismo (control de natalidad). Por otro lado, muy pocos respeta-ban el descanso dominical, ni la obligación de ir a misa y comulgar: concretamente un 6% de los hombres y un 20% de las mujeres de la diócesis. A menos de dos años de la proclamación de la República un 50% de los entierros eran laicos. La educación cristiana y los ritos con ella relacionados habían sido abandonados por la mayoría de la gente. El cardenal hablaba de una «verdadera inundación de prensa sectaria, irreligiosa y liberal». Además, si algo no soportaba la Iglesia es que la gente no solo abandonara sus ritos, sino que estuviera creando otros en los que ella no contaba para nada. Para Ilundain las causas de esta situación eran:
La creciente indiferencia religiosa práctica; las organizaciones so-cialistas y anarquistas triunfantes; el poderoso influjo subversivo de la masonería; el laicismo estatal republicano y la osadía y ataques de tantos exaltados, siempre impunes y hasta respaldados desde arriba.20
En octubre de 1932 se celebró el debate sobre la Ley de confesio-nes y congregaciones religiosas, aprobada finalmente en mayo de 1933, fecha casi coincidente con el momento, julio de 1933, en que Vidal i Barraquer fue sustituido por el cardenal Isidro Gomá, otro catalán pero más en la línea de Segura. Para calcular lo que estaba en juego bastará decir que uno de sus puntos establecía que las catedra-les, templos, rectorías y palacios episcopales pasarían a ser propie-dad de la nación, aunque la Iglesia podría seguir usándolas. Además se les prohibía dedicarse a la enseñanza.21 La reacción de la Iglesia y los sectores clericales fue tremenda. Poco antes, en junio, en la encíclica Dilectísima nobis, Pío XI comparó la situación de España con la de México y Rusia. Y, como nos recuerda Raguer, en octubre el papa ordenó a los obispos que instruyeran a los fieles sobre los peligros que corría la Iglesia y el deber de impedirlos «por todos los medios lícitos».22 Aconsejaba además que favorecieran la campaña para la revisión de la Constitución, que promovieran actos externos en los templos y peregrinaciones, rogativas, actos de reparación y de solidaridad y protesta con los sancionados.
La Iglesia siguió la táctica favorita de la derecha: «Acato pero no cumplo». Ante la «persecución religiosa» a que el Gobierno la estaba sometiendo, la Iglesia —resulta chocante ver a la Iglesia acusando de sectarismo laico al Gobierno— proponía «resistencia pasiva». De hecho, las órdenes religiosas, jesuitas inclusive, burlaron la prohibición de dedicarse a la enseñanza sirviéndose de argucias diversas.23 Para amplios sectores católicos República equivalía a caos y persecución. Así pasó más tarde al lenguaje coloquial cuando los mayores criticaban el alboroto de los niños: «¡Esto es una república!». La «cuestión religiosa» siguió siendo foco de tensiones y problemas a lo largo de 1933. Según Callahan, «la lucha adquirió un carácter emocional y simbólico que despertaba en ambos lados pasiones que no se correspondían con la realidad de la situación».24
La política de la Iglesia
Para España, la mejor de las repúblicas siempre será peor que la peor monarquía. Mateo Múgica, obispo de Vitoria25
Y sin haberse llegado a desarrollar la normativa de las leyes aprobadas ni a aplicarse plenamente —la Ley de confesiones y congregaciones religiosas ni se llegó a poner en marcha—, las elecciones de 19 de noviembre de 1933, las primeras en las que votó la mujer en España, dieron la victoria a las derechas: la CEDA, con cien diputados, se convirtió en el mayor partido de las Cortes. De aquí a febrero del 36 la Iglesia obtuvo mejor trato del Gobierno (se actuó a favor de la enseñanza católica, se redujo el presupuesto de la enseñanza pública y se aprobó la Ley de haberes pasivos para paliar los efectos de la reducción de ayuda económica a la Iglesia), pero ni se llegó a cerrar el acuerdo con el Vaticano ni a modificar la Constitución. El problema, como captó Vidal i Barraquer, era que la coalición gobernante CEDA-Parti-do Radical tenía aún menos en común que la anterior de republicanos y socialistas. Sin embargo, fue durante esta etapa, con los acuerdos entre Lerroux y Gil Robles, cuando se posibilitó que existiera una mayoría católica en las Cortes (en las Constituyentes, de un total de 478, había una minoría católica compuesta por unos cincuenta diputados). Y también fue en ese momento cuando la Iglesia tomó partido abiertamente por la CEDA. No en vano el líder cedista proponía «una verdadera y honda revolución con el crucifijo en la mano». Los objetivos de la Iglesia y la CEDA coincidían: había que frenar la «revolución» y favorecer «la religión, el orden y la familia». Iglesia y CEDA no tardaron casi en parecer lo mismo: Ángel Herrera Oria fue presidente de Acción Católica Nacional de Propagandistas (ACNP), fundador de la Editorial Católica y director del diario El Debate, impulsor de Acción Popular, núcleo de la coalición de partidos cató-licos (Coalición Española de Derechas Autónomas), y presidente del comité ejecutivo de Acción Católica. Después de la guerra fue ordenado sacerdote y tras pasar por el obispado de Málaga moriría a fi-nes de los años sesenta como cardenal. Por su parte José María Gil Robles pertenecía igualmente a la ACNP. Según Callahan, la CEDA, más que un partido con un programa, era un conglomerado defensivo montado para proteger a la Iglesia e impedir que la izquierda llegara al poder o, en caso de que llegara, dejar sin efecto sus decisio-nes. Para Lannon, desde el nombramiento de Herrera como presidente de Acción Católica se tuvo la impresión de que «la CEDA era el proyecto político del catolicismo español» (en la CEDA la leal-tad católica presuponía desprecio a la democracia).26 Frente a la vía que representaba el integrismo carlista o el de un Segura o un Gomá, Herrera Oria y Gil Robles vinieron a ser la opción «moderada» hasta que vieron que la política no les garantizaba la victoria. El partido católico (democristiano), republicano y conservador que hubiera ser-vido de contrapeso a la CEDA solo existió en las nacionalidades históricas.
Fue en este contexto de triunfo clerical cuando, el día 4 de octubre, en un cambio de gobierno, el nombramiento de tres miembros de la CEDA provocó la condena de republicanos y socialistas y desa-tó la huelga general que conduciría a la Revolución de Asturias de octubre de 1934.27 Ardieron cincuenta iglesias y fueron asesinados 34 religiosos. La represión, dirigida por Franco desde el Estado Ma-yor y en la que se utilizó al Ejército de África, fue desmedida. La experiencia fue clave para el 36: con moros y legionarios en vanguardia no había enemigo posible. En este sentido, la manera como se enfocó la represión de la comuna asturiana fue también parte clave del golpe en marcha. Por su parte, la Iglesia tuvo en Asturias la prueba defini-tiva de que la izquierda obrera la percibía como parte del poder que había que destruir.
Aunque cuando más circuló fue a partir de 1934, un poco antes, en plenas elecciones de noviembre de 1933, vio la luz la obra del canónigo salmantino Aniceto Castro Albarrán El derecho a la rebeldía, un violento alegato contra la línea eclesiástica que buscaba un acuerdo con el Gobierno prologado por Pedro Sainz Rodríguez. Para el canónigo la paz solo vendría de la guerra (en ediciones de posguerra pasaría a titularse El derecho al Alzamiento). Los sectores católicos moderados que representaba el cardenal Vidal i Barraquer lo consideraron un libro «imprudente e inoportuno» y con «finalidad des-tructiva», de hecho consiguieron que se le retirase la licencia eclesiás-tica. Para otros muchos católicos, cuya cabeza visible era Gomá, que lo aprobó, se convirtió en libro de cabecera que sirvió para que las posturas moderadas fuesen superadas por una abierta animadver-sión contra la República, a la que cada vez más se veía como un mero estorbo que había que eliminar. En 1935 seguían vigentes las leyes aprobadas entre 1931 y 1933, pero daba igual: ni se cumplían ni se exigía su cumplimiento.
El resultado de las reñidas elecciones de febrero de 1936 despertó de inmediato los peores instintos de la derecha, ya existentes desde abril de 1931, como bien se encargó de dejar claro el subdirector del Diario de Navarra Eladio Esparza cuando, el 12 de abril, escribió que de proclamarse la República, «no quedaría otro recurso que el sangriento de la guerra civil».28 A partir de febrero desechó la vía política y decidió que solo la violencia garantizaría su victoria. La Iglesia, que había apostado firmemente por la CEDA, salió igualmente derrotada. Su fracaso fue tan absoluto que hasta el propio Gomá escribió estas palabras al clero de su diócesis: «Ya no somos dueños del pensamiento de nuestro pueblo, que nos mira, no solo con prevención recelosa, sino como enemigos de su bien», ante lo cual, según Callahan, la jerarquía eclesiástica «se retiró a los márgenes de la vida política».29 Aunque algunos sin duda sabían lo que se tramaba y prestaron su colabora-ción, se cuenta aún con poca información sobre la implicación de la jerarquía eclesiástica en el golpe, por más que casi en bloque, dado su carácter mayoritariamente integrista, lo apoyaran de inmediato. De la participación del clero en la conspiración carlista y en el golpe no hay la menor duda; por otra parte existen serios indicios de que el 19 de julio barcelonés se preparó en el palacio del obispo.30 Conviene destacar que, pese a lo que pudiera esperarse de la propaganda alarmista que inundó el país tras las elecciones, ningún cura fue asesinado en los cinco meses que van del 16 de febrero al 17 de julio. El programa del Frente Popular empezaba por algo tan simple como el cumplimiento de lo legislado en el primer bienio. Las pesadillas de la Iglesia volvían de nuevo, pero ya nada sería igual.
Final
Clerical es aquel que se ampara en la religión para la defensa de sus intereses terrenos. Juana Ontañón, maestra31
Cabría una reflexión final. Casi todos los historiadores coinciden en que la República menospreció el poder de la Iglesia. Para unos «la cuestión religiosa» consumió demasiado tiempo y energía, en detrimento de otras cuestiones y problemas más importantes. Para otros, en esta lucha, la República resultó más dañada que la Iglesia, ya que, además de mostrar una notable ineficacia en sus métodos y resultar poco realista en sus plazos, acabó movilizando a los católicos y prestó a la Iglesia un sello político que le granjeó numerosos apoyos. No obstante, incluso historiadores en cuyos análisis prima la moderación, caso de la británica Frances Lannon, admiten que la Iglesia representaba un peligro para la República democrática. Su actitud beligerante fue llevada a los púlpitos, a los periódicos y a los partidos católicos cuando todavía no había pasado ni un mes de la proclamación del nuevo régimen. Por lo demás, tiene razón Emilio Ma-juelo cuando escribe que «si en alguno de los espinosos temas a los que se enfrentó el gobierno republicano socialista fue visible el legado del pasado histórico, este fue uno de ellos».32
El caso francés es significativo. Callahan señala que lo ocurrido en España fue similar a la experiencia francesa de la Tercera República, cuando se llevaron a cabo importantes reformas de carácter laicista que culminaron en 1905 con la abolición del Concordato y la ruptura con la Santa Sede. La Iglesia francesa reaccionó en un primer momento como en España, pero luego cedió y se adaptó. Supongo que para explicar este hecho hay que tener en cuenta las importantes diferencias existentes entre la historia contemporánea francesa y la española. La primera venía de la Ilustración y de la Revolución fran-cesa; la otra de un fallido y convulso intento de modernización que culminó en 1823 con la invasión del país por un Ejército francés (reinaba entonces en Francia Luis Felipe de Borbón, último rey de dicho país) que acabó con el Trienio Liberal y repuso a Fernando VII y a la Inquisición. Por diversos caminos, una vía condujo a la Tercera República y la otra a la farsa de la Restauración.
De haber adoptado una actitud demasiado realista y teniendo en cuenta estos antecedentes y la fuerza de la Iglesia, sin duda el primer y gran enemigo que tuvo la democracia republicana, la República no hubiera hecho nada en este terreno. Además, este argumento sería extensible a todos aquellos campos en que se abordaron reformas de cierto calado, como el militar o el agrario. ¿Acaso dichas reformas no mostraron que los enemigos que tenía enfrente, caso del Ejército o la burguesía agraria, eran enormemente peligrosos? Los franceses de la Tercera República contaron con 24 años (1881-1905) para extender el laicismo en la sociedad francesa y para poner a su Iglesia en el lugar que le correspondía; los republicanos españoles solo dispusieron de dos años y medio durante el primer bienio y de los cinco meses del Frente Popular. Sin embargo, pese a todas las limitaciones, la República, en este como en otros terrenos, intentó poner las bases de una sociedad más justa. Perdió, hundida por el fascismo, pero ¿quién puede negar la grandeza del empeño?
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