“Parece que el Presidente y sus once ministros católicos practicantes no serán capaces de independizar su misión política de sus creencias personales”
Ya tenemos gobierno. Y la consideración de España como un país confesional se ha evaporado en la ceremonia en la que los trece miembros del nuevo Ejecutivo juraron el cargo ante el rey Felipe VI. Como si de una ceremonia ante un monarca del siglo XV se tratara, los nuevos ministros, a excepción de Santamaría y Cospedal, juraron su cargo ante un crucifijo y una biblia, confundiendo política y religión, como es sacrosanta tradición hispana. Aunque a eso los españoles, con la derecha por medio, estamos más que habituados.Cumpliendo con la libertad religiosa que decreta la Constitución, Felipe VI, muy lúcidamente, cambió, en julio de 2014, el protocolo, y abrió la posibilidad de que los nuevos miembros de las instituciones que juran o prometen el cargo en La Zarzuela puedan hacerlo sin una biblia y un crucifijo delante. Un cambio de protocolo absolutamente acertado e innovador que, de algún modo, nos reconciliaba a los españoles con esa supuesta aconfesionalidad constitucional que vela, al menos en la teoría, por la asepsia confesional que todo cargo público debe a su gestión y a su servicio a favor, también supuesto, de los ciudadanos.Y las brumas del confesionalismo, es decir, de la injerencia de las creencias religiosas, que los racionalistas consideran superstición, en la gestión política del país nos las han dejado más que claras. Parece que el Presidente y sus once ministros católicos practicantes no serán capaces de independizar su misión política de sus creencias personales. Parece que el nuevo Ejecutivo seguirá mezclando churras con merinas, y seguirá haciendo buenos los preceptos medievales de sumisión del poder terreno al poder divino, como en la Edad Media.
La laicidad en esta ceremonia, como no podía ser de otra manera en los miembros del nuevo gobierno marianista y piadoso brilló por su ausencia. Y esto es algo que no es anecdótico, sino de una importancia política crucial; porque la esencia misma de la democracia es la tolerancia, el respeto a la diversidad ideológica y a la libertad; y la esencia misma de toda doctrina religiosa es, justamente, todo lo contrario. Una democracia es laica o no es democracia, dice Sebastián Jans.Se da por descontado que los ministros, como cualquier ciudadano, pueden profesar las creencias que consideren y les venga en gana en su espacio privado, pero que lleven como bandera en su gestión pública sus creencias y supersticiones personales, es otro cantar. Porque la injerencia de la religión en los Estados ha sido siempre y es, con nítida evidencia, la mayor causa de freno y oposición al progreso, a la evolución, y, por supuesto, a las democracias.En la anterior legislatura, por la gracia de Dios, nos habituaron los señores ministros de férreas convicciones católicas a los recortes, al desprecio a los derechos ciudadanos, al empobrecimiento acelerado del país y a la corrupción. También nos familiarizaron con plegarias a la Vírgen, con medallas al mérito policial a otra Vírgen, con jaculatorias y encomiendas, con ángeles de la guarda que se encargaban de encontrar aparcamiento a un señor ministro, en fin, con la irracionalidad y la más absurda y burda superstición. Mientras tanto, la Iglesia católica percibe del Estado español once mil millones de euros al año. No sabemos lo que Marcelo, el ángel custodio de Fernández Díaz, pensará al respecto.Nos esperan otros cuatro largos años de misas, escapularios e inciensos con un gobierno que considerará su gestión política como una tarea divina, olvidándose, sirviendo a Dios, de su obligación de servir a los hombres. Una lucha secular, la de separación de Iglesias y Estado, que en este país, y gracias al Partido Popular, parece que no haya dado, ya en la segunda década del siglo XXI, ningún resultado.